QUIÉNES SOMOS

Los hechos reseñados por la historia como la Guerra de los Esclavos o la Guerra de los Gladiadores sucedieron entre los años 73 y 71 antes de Cristo.

 

“Toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de lucha de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos....”
El Manifiesto Comunista, K. Marx y F. Engels

 

La edición en castellano del libro de Arthur Koestler (Budapest 1905 - Londres 1983) nos acerca al conocimiento de la rebelión de los gladiadores y esclavos huidos de sus amos, que formando un pavoroso ejército encabezado por Espartaco, hicieron temblar a la legión imperial romana, sirviendo de inspiración al movimiento marxista internacional, como demuestra la formación de la “liga espartaquista” en los años de la oposición marxista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, en el partido socialdemócrata alemán.
El mosaico de la república romana nos es presentado en el prólogo a través de los pensamiento del primer escriba del Tribunal del Mercado, Quinto Apronius. Sale a la calle y a la vista de un grupo de trabajadores, esclavos municipales, piensa:
“Los tiempos se vuelven cada vez más amenazadores. Apenas han pasado cinco años desde la muerte de Sila y el mundo ya está descarriado. Sila, ése sí que era un hombre, sabía  cómo mantener el orden, cómo someter al populacho con su puño de hierro. Le había precedido un siglo entero de inestabilidad revolucionaria: los Graco con sus demenciales planes de reforma, las espantosas rebeliones de esclavos en Sicilia, la amenaza de la multitud desenfrenada cuando Mario y Cinna armaron a los esclavos de Roma y los empujaron a luchar contra el gobierno de la facción aristócrata. Se tambalearon los cimientos de la civilización mundial: los esclavos, esa gentuza hedionda y brutal, amenazaban con tomar el poder y convertirse en los señores del mañana. Pero entonces llegó Sila, el salvador, y decapitó a los revolucionarios más importantes y obligó a los cabecillas de la facción popular a exiliarse en España. Abolió la distribución gratuita de cereales y otorgó al pueblo una nueva y severa constitución que debería haber durado miles de años, hasta el final de los tiempos. Pero por desgracia los piojos invadieron al gran Sila y lo devoraron.
Sólo han pasado cinco años, y sin embargo ¡qué lejanos parecen aquellos días felices! otra vez el mundo está amenazado y conmocionado, otra vez hay cereal gratis para holgazanes y gandules, mientras tribunales populares y demagogos pronuncian una vez más sus espeluznantes arengas. Privada de un líder, la nobleza transige, vacila, y el populacho vuelve a alzar la cabeza”.

 

La rebelión

 

La necesidad obligó a la rebelión  del inmenso rebaño de fatigados esclavos que habían sido tratados más despiadadamente que las bestias de carga, reclutados de las más diversas tribus, rebajados y degradados por el constante abuso, por tener que trabajar en cuadrillas encadenados bajo el látigo, obligados a combatir hombre contra hombre y contra bestias en la arena, llenos de rabia, de deseo de venganza, y desamparados, siempre listos para la insurrección violenta.
El ejército de esclavos marchó sobre la adorada, bendita región de Campania; tan antiguo como sus colinas era el conflicto sobre su control por ser el granero de las legiones, el más preciado tesoro nacional.
Desde los tiempos de Tiberio Graco (130 a.JC.), los patriotas habían intentado liberar al país del dominio de los grandes terratenientes y repartirlo entre la gente sin tierras, pero fueron ahogados, golpeados o apedreados hasta morir y los usureros y especuladores regresaron. La aristocracia chupaba la sangre a los granjeros y pequeños arrendatarios, los expulsaba, les compraba las tierras, les arrebataba toda posibilidad de progreso. Así, los campesinos fueron reemplazados por los grandes terratenientes y los trabajadores libres por los esclavos, cuyo número crecía con cada guerra. No había alternativa. Pandillas de granjeros expulsados atestaban los caminos, se dedicaban al robo, se escondían en las montañas.
El rumor se extendió a lo largo y ancho del territorio de Campania: cuando el sol estaba alto y el demonio del mediodía acechaba los campos e inspiraba pesadillas a los capataces dormidos, granjeros y esclavos se sentaban a hablar de los bandidos. No eran bandidos vulgares, sino gladiadores. Campania nunca había visto nada igual. Y los rumores, que cruzaban las tierras con mayor rapidez que el mensajero más veloz del Senado, mencionaban la victoria de la horda de esclavos sobre las legiones romanas. Cuanto mayor era la distancia del lugar de los hechos, más imaginativas y gozosas se volvían las anécdotas, y así como un remolino en el agua ignora la forma de la piedra que lo creó, la leyenda había olvidado al improvisado ejército del calvo pretor, incapaz de enfrentarse a un grupo de bandidos harapientos y roñosos gladiadores; el rumor sólo contaba que Roma había sido vencida y que los vencedores eran esclavos, pero aún decía más, hablaba del adversario, un héroe alto vestido con una piel que acogía a pobres y oprimidos en su vengativa horda.
Las páginas que describen la rebelión de los esclavos y su marcha a través de las regiones, atrayendo como un imán a todos los oprimidos, inspiran a todos los luchadores.

 

El Estado del Sol

 

“Necesitamos una ciudad, -dijo Espartaco- pero no sólo una ciudad, sino muchas, una fraternidad de ciudad de esclavos, en las que no habrá esclavos.
-¿Por qué los fuertes deben servir a los débiles? ¿Por qué los duros deben servir a los blandos, por qué la mayoría debe servir a unos pocos? Custodiamos su ganado y sacamos al ternero sangrante de las entrañas de su madre, aunque no se trate de nuestro rebaño. Construimos estanques donde nunca podremos bañarnos. Nosotros somos la mayoría y estamos obligados a servir a unos pocos. Explicadme porqué.
Somos la mayoría -dijo Espar-taco- y si les hemos servido es porque estábamos ciegos y no buscábamos razones, pero ahora que empezamos a hacernos preguntas, han dejado de tener poder sobre nosotros. Os lo aseguro, en cuanto nosotros comencemos a buscar razones, ellos estarán acabados y se pudrirán como el cuerpo de un hombre a quien han arrancado los brazos y las piernas.
Os lo repito, necesitamos esas ciudades amuralladas, cuyos muros nos protejan... no tenemos máquinas de sitio y las murallas no caen por sí solas. Sin embargo, acamparemos frente a ellas y a través de todas sus puertas o rendijas, enviaremos mensajes a los siervos del interior, repitiendo nuestro mensaje una y otra vez hasta que llegue a sus oídos: ‘Los gladiadores  quieren preguntaros por qué los fuertes deben servir a los débiles, por qué la mayoría debe servir a unos pocos’. Estas palabras caerán sobre ellos como una lluvia de piedras de las más poderosas catapultas, los siervos de la ciudad las oirán y alzarán sus voces para unir su fuerza a la nuestra. Entonces ya no habrá murallas”.

 

¿Podían vencer los esclavos?

 

La República romana parecía transpirar riquezas por todos sus poros y, sin embargo, estaba condenada a la destrucción. Ahora bien, ¿podría el ejército de esclavos y oprimidos derribarla?
A. Koestler nos recuerda lo que Marx señaló sobre el encarecimiento de la producción basada en la esclavitud:
“Aquí, para emplear la feliz expresión de los antiguos, el obrero sólo se distingue del animal y de los instrumentos muertos, en que el primero es un instrumentum vocale, mientras que el segundo es un instrumentum semivocale y el tercero un instrumentum mutum. Por su parte, el obrero hace sentir al animal y a la herramienta que no es un igual suyo, sino un hombre. Se complace en la diferencia que le separa de ellos a fuerza de maltratarlos y destruirlos pasionalmente. Por eso en este régimen de producción impera el principio económico de no emplear más que herramientas toscas, pesadas, pero difíciles de destruir por razón de su misma tosquedad. Así se explica que, al estallar la guerra de secesión americana, se encontraron en los Estados de esclavos, barridos por el Golfo de México, arados de viejo tipo chino, que hozaban la tierra como los cerdos o los topos, pero sin ahondar en ella ni volverla”.
Debido al elemento bárbaro que constituía la mayoría de ellos, eran incapaces de derribar el poderoso sistema del Estado y de establecer uno nuevo, aunque entre ellos, algunos espíritus individuales hubieran perseguido esa ambición (Espartaco dijo: “unos llevan una ira enorme y justa en sus corazones, los otros sólo tienen los estómagos llenos de mezquina voracidad”). La única clase de liberación que ellos podían alcanzar no podía ser derribando la sociedad existente, sino escapando de ella, introduciéndose en las clases criminales, en el bandolerismo, cuyos números continuamente crecían, o traspasando las fronteras para unirse a los enemigos del imperio.
Y paralelamente a todos éstos había también multitudes de miles de ciudadanos libres y de esclavos libertados, numerosos restos de campesinos empobrecidos, arrendatarios arruinados y expulsados, miserables artesanos urbanos y, finalmente, el lumpenproletariat de las grandes ciudades, con la energía y la propia confianza del ciudadano libre que sin embargo había llegado a ser económicamente superfluo en la sociedad, sin hogar, sin un sentido de seguridad, dependiendo absolutamente de las migajas que los grandes señores les arrojaban movidos por la generosidad, por el terror o por el deseo de paz.
Así se anidó un odio violento de clase de parte del pobre hacia el rico, pero este odio de clase era completamente diferente al del moderno proletario. Toda la sociedad del presente está basada en el trabajo del proletariado. No tiene éste nada más que dejar de trabajar para que la sociedad caiga hecha pedazos.
La oposición entre el capitalista y el proletariado tienen lugar hoy en la factoría, en el taller; la cuestión es: ¿quién controlará el producto del trabajo, el propietario de la fuerza de trabajo o el propietario de los medios de producción? La lucha envuelve a toda la sociedad; es una lucha para establecer un modo superior de producción, en lugar del existente.
El antiguo proletariado, empobrecido, deseaba una parte en los disfrutes del rico, una diferente distribución de los beneficios, no de los medios de producción, un saqueo del rico, no una alteración en el modo de producción.
Todavía menos podían los campesinos y los artesanos pensar en tratar de instalar un modo superior de producción. Estaban tan estrechamente relacionados con el lumpenproletariat y las aspiraciones de este último les eran tan halagadoras, que ellos tampoco tenían otro deseo o ambición que los de estos proletarios empobrecidos: una vida sin trabajo, a expensas del rico, un comunismo por medio del saqueo al opulento.
La sociedad romana, al final de la República y durante el Imperio, presenta, inmensas oposiciones sociales, muchos odios de clase y muchas luchas de clase, insurrecciones y guerras civiles, un deseo ilimitado de una vida diferente y mejor, así como la abolición del orden social existente. Pero no muestra que se haga ningún esfuerzo en el sentido de introducir un nuevo y más elevado modo de producción.
Los requisitos previos, morales e intelectuales, para semejante movimiento, no se hallaban presentes; ninguna clase poseía el conocimiento, la energía, el conocimiento del trabajo, requeridos para ejercer presión efectiva en la dirección de un nuevo modo de producción, faltando también los requisitos previos materiales, sin los cuales aun la idea de tal cosa no podía surgir.

El programa revolucionario de los gladiadores

A. Koestler nos inquieta con el problema básico de la ética revolucionaria, en las páginas dedicadas a la “ciudad del sol”: la ley de los desvíos para justificar “el socialismo en un sólo país”... ¡Con qué claridad nos muestra los caminos hacia el precipicio de la Ley de los desvíos que tiene perversas reglas propias, en el momento histórico del ascenso del estalinismo! En la entrada de la ciudad del sol, se alzaban las cruces de aquellos que no obedecían la ley: pero si tenemos que elegir un pasaje para ver la renuncia a extender la revolución, nos quedamos con la alianza y firma del tratado entre los de la ciudad del sol y la ciudad de Turio: “Los soldados de Espartaco no se acercarían a la ciudad. Además Espartaco dejaría de instigar a la rebelión a los esclavos de Turio en cuanto esta alianza se hiciera efectiva.”
Espartaco estableció, en la ciudad del Sol, los principios básicos del comunismo primitivo: ningún hombre acosará u oprimirá a su vecino, nadie estará al servicio de nadie pues todos servirán a la comunidad, cada uno realizará el trabajo apropiado a su fuerza y capacidad.
“Sabemos -exclama Plinio en su Historia Natural- que Espartaco prohibía a todos en su campamento poseer oro o plata. ¡Cómo nos sobrepasan en grandeza de espíritu nuestros esclavos huidos! El orador Mesala escribe que el triunviro Antonio había hecho uso de vasijas de oro para sus más bajas necesidades personales ... Antonio, que así degradó el oro, haciéndolo la cosa más baja de la naturaleza, habría merecido el ser declarado un proscrito. Pero sólo un Espartaco hubiera podido proscribirlo”.
Espartaco quería una ciudad amurallada, regida por sus propias leyes, y sus ciudadanos no se verían afectados por la ley y el orden del mundo exterior. Sin embargo, desde el momento mismo de su fundación, la ciudad se vio atada al sistema imperante por miles de hilos, atrapada en su red de forma invisible pero inexorable.
Y así en vista de que los siervos de Italia no se rebelaban y de que los aliados de Espartaco no habían llegado a tierras italianas, los habitantes de la ciudad de los esclavos se quedaron solos frente a un mundo hostil.
Y así detenidos en el reino de la necesidad, aquellos que habían decidido vivir como humanos fueron obligados a convertirse en lobos, y por ello a luchar como fieras en un combate bárbaro frente a una república condenada al fracaso pero poderosa frente a ellos.
Y aquí nos detenemos en el momento en que Craso (el banquero) explica al joven Catón, la política económica de Roma con una sarcástica terminología marxista.
Craso dice: “La República se ahoga en el vicio y la intemperancia. Y sabes cual es la causa de este libertinaje?
- El alejamiento de la humanidad de las virtudes naturales, respondió el joven. Perdona -dijo Craso- pero la causa de la depravación moral es la depreciación del arrendamiento del suelo y el descenso de las exportaciones. Yo te explicaré la relación entre una cosa y otra.
Si observas el balance general de las cuentas del Estado romano, descubrirás que en el mundo comercial estamos representados sólo por dos artículos de exportación: a) vino y b) aceite. Sin embargo, importamos productos de todo el mundo, desde cereales a mano de obra, o sea esclavos, y todos los artículos de lujo que saturan el mercado. ¿Cómo crees que paga Roma este exceso de importación?
- Supongo que con dinero, o sea con plata, dijo Catón. Te equivocas, respondió Craso. En Italia no hay minas de plata. El gran truco del Estado romano es recibir productos de sus colonias sin pagar por ellos. Eso significa, por ejemplo, que todo lo que nuestros desgraciados súbditos asiáticos exportan a Roma se acredita a sus cuentas de impuestos. En otras palabras, lo recibimos todo a cambio de nada, y por extraño que parezca, ésa es la causa de nuestra decadencia, pues a los burgueses romanos ya no les conviene fabricar objetos, los granjeros no pueden ofrecer precios tan bajos como los del trigo importado y los artesanos no pueden competir con la mano de obra barata de los esclavos. Por esa razón, la mitad de la población libre de Italia está desempleada y hay dos veces más esclavos que burgueses. Roma se ha convertido en un estado parásito, “el vampiro del mundo”, como el trabajo ya no tienta a nadie en Italia, tampoco desarrollamos nuestros medios productivos.
El equipamiento agrícola de los bárbaros galos es técnicamente superior al nuestro, y en casi todas nuestras provincias la industria ha evolucionado mucho más que aquí. Lo único que somos capaces de crear son máquinas de guerra o de juegos. Si por cualquier razón se paraliza el suministro de trigo del exterior, sobrevendría una época de hambre y rebeliones, como ocurrió hace dos años. Sin embargo, con el sistema actual de importación, nos ahogamos en trigo, y una buena cosecha se convierte en una maldición para el agricultor, que tiene que vender su campo y marcharse a la capital a recibir por caridad el cereal que ya no puede producir con su trabajo. ¿No te parece una situación descabellada?”.
En el epílogo, A. Koestler nos muestra los pensamientos del primer escriba del Tribunal, que en la oscuridad de su habitación, oye unos pasos rítmicos y apagados en la calle; son los esclavos de la construcción que vuelven de trabajar, le parece ver sus caras lúgubres, desdichadas, los grillos en sus muñecas, y entre ellos, imagina ver al hombre de la piel con una mirada altiva, furiosa, y una espada en la mano, aunque sabe que el esclavo tracio lleva muerto más de un año; inspirará nuevas luchas porque, la vida es breve, y si vivimos, vivimos para marchar sobre la cabeza de los reyes.

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