La publicación por parte de la Fundación Federico Engels del libro de Elisabeth K. Poretsky, Los Nuestros, responde a un vivo interés político. Si en 2017 con la edición de Diez días que estremecieron el mundo —del comunista norteamericano John Reed— conmemorábamos el centenario de la Revolución Rusa, era de justicia dar a conocer la historia colectiva de aquellos revolucionarios que, defendiendo el ideal internacionalista proclamado por Octubre, fueron masacrados en la larga noche del estalinismo.

Este inmenso libro —descatalogado y muy difícil de adquirir desde hace años1—desgrana el balance vital de una entregada militante comunista desde 1917, y la Memoria del que fue su compañero y camarada hasta su asesinato por agentes de la policía política de Stalin: Ignace Reiss, o Ludwig como es nombrado a lo largo de la obra.

En un fresco doloroso que se inicia en la época heroica de la Revolución Rusa —cuando el joven Estado obrero, combatido a sangre y fuego por las potencias imperialistas, afirmó su derecho a existir—, Elisabeth Poretsky describe con todo detalle a una generación de revolucionarios abnegados y entregados en cuerpo y alma a la causa del socialismo. Forjados al calor de los gigantescos acontecimientos políticos del primer tercio del siglo XX y en los violentos choques que la lucha de clases imponía en aquel momento a los trabajadores, curtidos por la dura experiencia de la Primera Guerra Mundial, de la propia Revolución Rusa y de la guerra civil que sucedió a esta, un nutrido grupo de militantes comunistas europeos terminarían a las órdenes del Cuarto Buró, inicialmente adscrito a la Internacional Comunista y posteriormente reconvertido en el Departamento Central de Inteligencia del Ejército Rojo. Conscientes de los sacrificios y renuncias por las que tendrían que pasar, estos “revolucionarios profesionales” estaban dispuestos a servir, desde el campo del espionaje, a los intereses de la Unión Soviética y de la revolución mundial, como antes lo habían hecho desde las filas de los partidos comunistas de sus respectivos países.

No lo hacían por dinero, ni por el prestigio y la gloria. Entendían este trabajo extremadamente difícil, que exigía el paso a la clandestinidad y la ruptura de vínculos con viejos camaradas, amigos y familiares, como parte de un sólido compromiso con los oprimidos. Al contrario que los mercenarios de los Servicios Secretos occidentales, los militantes revolucionarios que engrosaron las filas de la Inteligencia soviética eran en su mayoría jóvenes trabajadores, devotos de las ideas del bolchevismo y de un pueblo que terminó con un régimen de opresión para empezar a construir una sociedad igualitaria.

Ignace Reiss, también conocido bajo los alias de Ludwig, Ignace Poretsky, Ignatz Reiss Ludwik, Hans Eberhardt, Steff Brandt, Nathan Poreckij y Walter Scott, fue uno de esos hombres. Y fue también el primero de estos agentes en decidirse a una ruptura pública con el Kremlin, asqueado por las purgas y asesinatos de cuadros valiosos del Partido Comunista de la URSS (PCUS), y la nefasta política del estalinismo durante la revolución española (1936-1939).

Su gesto le llevaría a la muerte tan solo unas pocas semanas después de enviar una carta de ruptura al comité central del PCUS, en la que también afirmaba su decisión de continuar el combate por el socialismo bajo la bandera de la Cuarta Internacional de León Trotsky. Tras su asesinato, perpetrado en una ciudad suiza por un comando del NKVD, su esposa y compañera, Elsa Bernard, escribiría bajo el alias de Elisabeth K. Poretsky, Los Nuestros, toda una denuncia de los crímenes de la burocracia estalinista y un homenaje póstumo, no sólo a su marido, sino también a los camaradas de lucha que cayeron abatidos en los sótanos de la Lubianka, en los campos de concentración o fueron condenados mediante el destierro al ostracismo y al olvido. El libro es un veredicto inapelable contra los verdugos y al sistema de Terror que aniquiló la Revolución de Octubre y la Internacional Comunista.

Internacionalistas sin fronteras

Ignace Reiss, cuyo verdadero nombre era Nathan Markovic Poreckij, nació en 1899 en la región de Galitzia, un territorio que se extiende entre el sureste de Polonia y el oeste de Ucrania, y que en aquel periodo histórico se hallaba bajo el control político y administrativo del Imperio Austro-Húngaro. Durante sus años de estudiante Reiss establecería una sólida amistad con un grupo de jóvenes de su misma ciudad, muchos de los cuales abrazaron también la causa revolucionaria y que, convertidos asimismo en agentes del espionaje soviético, terminarían compartiendo, en una u otra forma, su trágico destino.

La región de Galitzia conformaba una auténtica encrucijada de etnias y nacionalidades más o menos oprimidas en función del gobierno del momento. Ucranianos, rutenos, polacos y una importante minoría judía convivían en este territorio que, en noviembre de 1918, tras la firma del armisticio de Compiégne, quedaría bajo el gobierno de la nueva Polonia que, por primera vez desde 1795, recuperaba su independencia.

Aunque los primeros contactos de Reiss con el marxismo se realizaron a través de los círculos socialistas de Viena, será en el Partido Comunista de los Obreros Polacos (KPRP), fuertemente influido por las ideas de Rosa Luxemburgo, donde Ignace iniciará su militancia activa en 1919. Tras la muerte de Lenin, la influencia de Rosa sería utilizada como “argumento” en las sucesivas purgas que sufriría el partido polaco, cuyos miembros eran acusados invariablemente de “luxemburguismo” frente a una pretendida línea “leninista” cuyos supuestos principios nunca se formularon en vida de Lenin.

En el verano de 1920 el Ejército Rojo desencadenó una fuerte ofensiva contra las tropas polacas de Józef Piłsudski, que meses antes habían ocupado la mayor parte de Ucrania y su capital, Kiev. El avance de las tropas soviéticas fue fulminante, y entre los dirigentes bolcheviques, especialmente Lenin, se vislumbró la posibilidad de una insurrección comunista que derribara el gobierno reaccionario de Varsovia. En ese momento, la actividad de numerosos militantes del partido polaco se desplazaría desde el plano político al terreno militar: la tarea de contribuir no sólo al triunfo del ejército soviético, sino de alentar el levantamiento contra Piłsudski, les empujo a participar en todo tipo de sabotajes y obtener información militar para favorecer la victoria revolucionaria. Aquella sería la última ocasión en que Ignace trabajaría para el partido polaco. Al finalizar la guerra, y tras una visita a Viena en 1921 como delegado del KPRP, se convertiría en agente soviético del Cuarto Buró.

Su decisión estaba sólidamente fundamentada: como comunista internacionalista comprendía que la lucha por el socialismo no conocía fronteras, pero además el creciente aislamiento de la Unión Soviética en el plano internacional, tras el repliegue forzado de las tropas soviéticas a las puertas de Varsovia, y los fracasos revolucionarios en Alemania, Hungría y Baviera, hacían más necesario redoblar los esfuerzos para defender el joven Estado obrero. Destinado a Polonia, en 1922 sería detenido bajo la acusación de espionaje y condenado a 5 años de prisión, la pena máxima en aquel tiempo para ese tipo de delitos. A los 18 meses consiguió escapar y refugiarse en Alemania, abandonando Polonia definitivamente.

Reiss jamás había imaginado que su ruptura forzosa con el partido y con sus camaradas de militancia, impuesta por las más elementales medidas de seguridad, se convertiría en algo definitivo. Siempre había considerado su actividad para el Cuarto Buró como algo provisional determinado por la coyuntura política, y ansiaba reincorporarse a su acción militante entre los trabajadores. Sin embargo, no fue así. Jamás volvió a colaborar directamente con los comunistas polacos ni a implicarse en sus actividades. Esto le hizo aún más penoso asistir como espectador a la terrible represión que se cernió sobre sus camaradas, tanto por parte del gobierno polaco como la desencadenada posteriormente por Stalin, que supondría la liquidación física de la mayoría de sus dirigentes.

La lucha contra el régimen estalinista

Ignace Reiss trabajó durante más de 15 años para la Unión Soviética en diversos países europeos, y alcanzó la mayor distinción que un agente podía obtener por su labor: la Orden de la Bandera Roja. En ese largo periodo, su actividad estuvo recorrida por la contradicción que le provocaba su sincero compromiso revolucionario y la desconfianza cada vez mayor hacia el régimen que se desarrollaba a la sombra de la burocracia estalinista.

Los recelos de Ignace no eran, ni mucho menos, únicos. La Oposición de Izquierda liderada por León Trotsky, y a cuyos militantes Elisabeth Poretsky ofrece un merecido tributo en su libro, fue la primera en luchar contra la deriva autoritaria estalinista y, sobre todo, la que de manera consciente elaboró un programa político marxista para recuperar la democracia obrera y garantizar la continuidad de la revolución. En las filas de la Oposición militaban muchos de los miembros de la vieja guardia leninista que habían asumido las tareas de conducción del Estado soviético en los momentos más críticos. A estas fuerzas se sumaron, en 1926, las de los partidarios de Zinóviev y Kámenev, que habían roto con Stalin después de que éste formulase su teoría contrarrevolucionaria del “socialismo en un solo país”. Ambos destacamentos formaron durante un breve periodo de tiempo la llamada Oposición Conjunta, hasta que Zinóviev y Kámenev capitularon definitivamente ante Stalin.

Los trotskistas constituyeron la oposición más decidida, consecuente y valerosa de todos los agrupamientos que surgieron en el interior del PCUS y de la Internacional Comunista. Pero el descontento y la crítica ante la política errática y aventurera de Stalin y sus principales colaboradores ya desde mediados de los años veinte, se extendía por el seno del partido ruso y las secciones nacionales de la Internacional.

El ascenso de la burocracia estalinista y su poder se asentaban en factores políticos de enorme trascendencia, como el fracaso de las sucesivas revoluciones en Europa y Asia que condenaron a la Unión Soviética a un largo periodo de aislamiento. Conscientes de su posición dirigente en la administración del Estado y en el partido, una legión de arribistas y funcionarios desmoralizados utilizaban a discreción las posibilidades de sus cargos para disfrutar de privilegios materiales y un control social indiscutible. La solidaridad común y los lazos que los vinculaban entre sí se hicieron cada vez más fuertes, y Stalin era la mejor garantía para que nadie importunase esta relación ventajosa. Los millones de obreros y campesinos extenuados por las duras condiciones de su existencia, diezmados tras años de guerra, desmoralizados por los fracasos internacionales, e impotentes para continuar sosteniendo la tensión revolucionaria contra su propia dirección degenerada, fueron incapaces de evitar que esta casta privilegiada se elevase por encima ellos y les expropiara políticamente del poder que habían logrado con la Revolución de Octubre.

Con todo, el régimen estalinista era muy inestable a mediados de la década de los veinte. Para apuntalarse necesitaba anular la conciencia del viejo Partido Bolchevique, encarnada en miles de cuadros y dirigentes que todavía poseían fuertes vínculos con su tradición heroica. La represión sistemática, brutal y sangrienta, constituyó un arma política de primer orden, absolutamente imprescindible para afianzar a los nuevos “mandarines”.

La Oposición de Izquierda sufrió una persecución que no tiene precedentes en la historia. Ninguna corriente política ha sido tan calumniada, hostigada y exterminada como la organización encabezada por León Trotsky en la URSS e internacionalmente. El destino de sus militantes de aquella época es bien conocido: expulsados del PCUS, despedidos de sus trabajos, fueron a parar por docenas de miles a las cárceles estalinistas y a los campos de concentración acusados de “enemigos del pueblo”. La inmensa mayoría de ellos murieron ejecutados. Pero no fueron los únicos en sufrir este destino: cientos de miles de militantes del partido, incluidos los dirigentes de la llamada Oposición de Derecha (liderada por Bujarin), así como numerosos cuadros que se mantuvieron fieles a Stalin y aceptaron sus políticas, perecieron en las grandes purgas de los años treinta.

Una masa ingente de confidentes, acusaciones falsas, juicios fraudulentos, encarcelamientos, deportaciones y asesinatos indiscriminados, que afectaban indistintamente a los militantes y a sus familiares directos o lejanos, instauraron un clima de terror paralizante que permitió a la burocracia consolidar su dominio absoluto.

Trotsky analizó la naturaleza social y política del régimen estalinista en numerosos trabajos —de manera sistemática en su obra La revolución traicionada2—revelando el mecanismo que hizo posible que decenas de miles de revolucionarios colaborasen con la contrarrevolución estalinista, lo que no les salvaría de acompañar en su suerte a los mismos militantes a los que delataban. En el libro, Elisabeth Poretsky incide y mucho en esta cuestión, situándola en su dimensión histórica: “(…) Sabemos, o creemos saber cómo comportarnos frente a un enemigo a quien se ha combatido. Pero ¿cómo debe uno conducirse ante los suyos, ante aquellos por quienes se estaba dispuesto a perder la vida y la libertad? Lo ignoro. (…) Pero ¿tendría yo la fuerza necesaria para negarme a seguir su juego? ¿Tendría yo más fortaleza de espíritu que los acusados de los procesos, que eran mejores que yo y habían rendido a la Revolución servicios infinitamente más importantes que los míos?”. Estas palabras dirigidas por Reiss a su esposa resumen la orfandad política y la desesperanza de miles de revolucionarios ante el fenómeno estalinista.

La atmósfera cada vez más opresiva y desesperanzadora para miles de comunistas, se hacía aún más lacerante si consideramos el avance del fascismo en Italia y Alemania, y su amenaza de conquistar Europa. Por eso mismo, el estallido de la revolución y la guerra civil en España alumbró la esperanza entre muchos revolucionarios y, por supuesto, en cientos de agentes soviéticos en el extranjero. El triunfo de los trabajadores españoles se vislumbraba como la última posibilidad para corregir el curso de los acontecimientos en la propia Unión Soviética e impulsar nuevamente la revolución mundial.

Pero el éxito de la revolución española amenazaba directamente a la burocracia estalinista que, instalada en la teoría reaccionaria del “socialismo en un solo país”, no aspiraba más que a la coexistencia pacífica con las grandes potencias capitalistas. El acercamiento de Stalin a las burguesías “democráticas” de Gran Bretaña y Francia, a través de la política de Frente Popular, supuso la ruina de la revolución española. El desarrollo lógico de este programa de colaboración de clases desencadenó a su vez una brutal represión en la retaguardia republicana: los estalinistas se lanzaron contra los elementos más izquierdistas, en especial anarquistas y poumistas3, lo que asfaltó el camino para el triunfo de Franco y la Segunda Guerra Mundial.

No es ninguna casualidad que los Procesos de Moscú, la farsa judicial emprendida por Stalin contra los compañeros de armas de Lenin y que acabó con su exterminio, coincidiese con el desarrollo de la revolución obrera y la lucha armada contra el fascismo en el Estado español. Y fueron estos hechos los que convencieron definitivamente a Ignace Reiss de que debía romper su relación con el sistema estalinista y su política.

De nada sirvió que tomará toda una serie de precauciones para preservar su seguridad y la de su familia. Su carta pública de ruptura, y sus movimientos para lograr la protección de los militantes de la Cuarta Internacional, fueron conocidos con prontitud por los agentes estalinistas que comenzaron la caza del hombre. Sirviéndose de una antigua colaboradora de Reiss para atraerle a una emboscada, los verdugos de la GPU4 lo cosieron a balazos en la localidad suiza de Lausana.

El motivo fundamental por el que Reiss debía morir estaba claro: la trascendencia de su decisión política y, por encima de todo, el temor a que su ejemplo contagiara a otros agentes y cuadros de la Internacional y del propio PCUS.

Pese a sus actividades de espionaje, ni él en el momento de su ruptura, ni su compañera Elsa posteriormente, revelaron nunca informaciones sensibles a ningún servicio de inteligencia extranjero ni buscaron su cobijo. Renunciaron de antemano a una vida confortable bajo la protección de las potencias imperialistas, que les habrían acogido con los brazos abiertos, prefiriendo continuar la batalla por la revolución mundial conscientes de que enfrentarían aún más peligros y adversidades. La ruptura de Reiss con Stalin no suponía una claudicación ni una traición a la causa del socialismo sino, como el mismo expresó rotundamente, la única manera de continuar esa lucha a la que había dedicado toda su vida y a la que entregó también su muerte. Su carta al comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética es su mejor testimonio:

“No puedo más. Recobro mi libertad. Vuelvo a Lenin, a su enseñanza y a su acción. Pretendo consagrar mis humildes fuerzas a la causa de Lenin: ¡Quiero combatir, pues solamente nuestra victoria —la victoria de la revolución proletaria— liberará a la humanidad del capitalismo y a la Unión Soviética del estalinismo! ¡Adelante hacia nuevos combates por el socialismo y la revolución proletaria! ¡Por la construcción de la Cuarta Internacional!”.

Notas

  1. 1. La única edición disponible en el estado español fue publicada por editorial Zero con el título Nuestra propia gente, Bilbao 1972.
  2. 2. León Trotsky, La revolución traicionada, Fundación Federico Engels, Madrid 2015.
  3. 3. Para conocer más a fondo los hechos de la revolución española se puede consultar la obra de Felix Morrow Revolución y contrarrevolución en España y la colección de cinco volúmenes Revolución socialista y guerra civil (1931-1939), ambas editadas por la FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS.
  4. 4. La policía política de Stalin.

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