Crítica de libros
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El fenómeno del imperialismo desde un punto de vista marxista, su base material, sus consecuencias políticas, militares, en la lucha de clases y en las relaciones internacionales, su influencia en la degeneración de la izquierda reformista… fue objeto de un estudio exhaustivo por parte de Lenin. Y la culminación de este esfuerzo teórico, que permitió armar a los comunistas internacionalistas de la época, fue precisamente El imperialismo, fase superior del capitalismo.

La obra fue escrita en Zúrich en la primavera de 1916 y se ha convertido en un clásico del socialismo científico por derecho propio, en una brújula que no solo nos ayuda a entender las fuerzas que desencadenaron la Gran Guerra, también a orientarnos en los derroteros de la pugna que actualmente se libra por la supremacía mundial.

Ofreciendo una panorámica del desarrollo de la economía mundial y de las relaciones convulsas entre las principales potencias capitalistas de la época, Lenin arroja luz sobre la esencia del imperialismo, del chovinismo como arma política de las clases dominantes y de la capitulación social-patriota de los dirigentes socialdemócratas de la Segunda Internacional, pasados con armas y bagajes al lado de la burguesía.

Con esta nueva edición coincidiendo con el centenario de la muerte del revolucionario ruso, no solo queremos reivindicar sus ideas centrales, sino muy especialmente resaltar la increíble actualidad que contienen y la utilidad de su método para comprender el turbulento momento histórico en el que vivimos.

«Bajo el capitalismo —escribía Lenin— es inconcebible un reparto de las esferas de influencia, de los intereses, de las colonias, etc., que no sea por la fuerza de quienes participan en él, la fuerza económica, financiera, militar, etc. Y la fuerza de los que participan en el reparto cambia de forma desigual, ya que el desarrollo armónico de las distintas empresas, trust, ramas industriales y países es imposible bajo el capitalismo. Hace medio siglo Alemania era una insignificancia comparando su fuerza capitalista con la de Gran Bretaña; lo mismo puede decirse al comparar Japón con Rusia. ¿Es concebible que en diez o veinte años la correlación de fuerzas entre las potencias imperialistas permanezca invariable? Es absolutamente inconcebible».

Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo y Trotsky prestaron la mayor atención a los cambios en la correlación de fuerzas mundial, especialmente a aquellos que indicaban transformaciones decisivas en la pugna interimperialista. Y no lo hacían por mera erudición, sino por las implicaciones y consecuencias de estos fenómenos en la lucha de clases internacional.

Analizaron el crecimiento de la economía alemana, especialmente la guerra franco-prusiana y la derrota de la Comuna de París. Estos últimos acontecimientos, que forjaron el espíritu de la Primera Internacional y a toda una generación de revolucionarios, abrieron de par en par la puerta a la unificación germana bajo Bismarck y al desarrollo exponencial de su industria, de sus finanzas, de su comercio y de su apetito imperialista.

El desarrollo desigual de las economías nacionales de Alemania, Francia y Gran Bretaña, y las contradicciones que generó en la lucha por la hegemonía del mercado mundial y las colonias, desembocaron en la Gran Guerra. Lo mismo ocurrió con el desplazamiento de Gran Bretaña como potencia dominante frente a EEUU, un proceso que se visualizó con fuerza en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial y que se consolidó definitivamente durante la Segunda.

Un principio del método marxista es ser concreto y evaluar las tendencias de fondo y dominantes en cada momento histórico, tal como señalaba Lenin. Una lectura del Imperialismo al abrigo de las contradicciones interimperialistas actuales nos lleva a una conclusión: China ha completado, de forma acelerada y en muy poco tiempo, etapas que a otras naciones les costaron décadas. Este progreso no ha sido solo cuantitativo, sino cualitativo, hasta transformarse en una potencia imperialista capaz de disputar la supremacía a los EEUU en ámbitos económicos y geoestratégicos decisivos. Es un polo imperialista en ascenso que atrae a otras potencias regionales que observan como EEUU es un foco de desestabilización permanente.

Este balance de fuerzas no es casual. Si se puede reducir a una causa primaria, es el colosal crecimiento de las fuerzas productivas chinas en un periodo de crisis generalizada del capitalismo occidental lo que explica esta transformación, y en ello han influido factores económicos y también políticos. La consolidación de un peculiar sistema de capitalismo de Estado en China se ha convertido en una ventaja, al menos temporal, frente a sus competidores.

Que el poderío norteamericano muestra debilidades orgánicas y una gran fatiga es evidente. No se trata de una pérdida de influencia coyuntural, sino de un proceso mucho más profundo. China experimentó un gran avance durante la Gran Recesión de 2008 y la crisis de la Covid-19, pero la guerra de Ucrania y el genocidio sionista en Gaza han puesto aún más de relieve la auténtica dimensión del conflicto entre los dos bloques imperialistas liderados por China y EEUU, y ha subrayado con más fuerza la decadencia del imperialismo occidental.

El enfrentamiento ha alcanzado un nivel tan crítico que tendríamos que remontarnos a la Segunda Guerra Mundial para encontrar un escenario similar. La imagen del mundo se asemeja a la de un monstruo que vomita una violencia irracional caminando hacia su autodestrucción. Pero no es la humanidad, en abstracto, la responsable de ello. Esta barbarie es hija legítima del sistema capitalista. De ahí la importancia, entonces y ahora, de comprender su funcionamiento.

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La guerra de Ucrania y el genocidio sionista en Gaza han puesto aún más de relieve la auténtica dimensión del conflicto entre los dos bloques imperialistas liderados por China y EEUU

Concentración y monopolios

En el umbral del siglo XX al analizar los nuevos elementos que se abrían paso y configuraban la economía capitalista, Lenin señala que el más importante es la sustitución de la competencia por el monopolio.

En la concepción idealizada de los economistas burgueses sobre su propio sistema, la «libre competencia» era una «ley natural» e inmutable. Sin embargo, precisamente gracias al acelerado desarrollo de las fuerzas productivas que implica la competencia, se produce una enorme concentración de la producción (proceso en el que las pequeñas empresas son engullidas por las grandes, las inversiones necesarias para mantenerse en el mercado son cada vez mayores, etc.) que inevitablemente conduce al monopolio.

Las formas de este pueden ser muy diversas (cárteles, trust, holdings o empresas combinadas), pero lo fundamental es que cuando una rama productiva está controlada por un número suficientemente reducido de empresas, estas están en condiciones de acordar (e imponer al resto) la cantidad de producción, los precios, el reparto de mercados, etcétera: «No estamos ya ante una lucha competitiva entre grandes y pequeñas empresas, entre empresas técnicamente atrasadas y empresas técnicamente avanzadas, sino ante el estrangulamiento por los monopolistas de todos aquellos que no se someten al monopolio».

Otra característica básica de la fase imperialista es el papel hegemónico del capital financiero, algo que en la actualidad ha llegado a su expresión más extrema. Los bancos pasan de ejercer un papel de meros intermediarios en los pagos a convertirse, a través de un proceso de concentración bancaria, en monopolios «que tienen a su disposición casi todo el capital monetario de todos los capitalistas y pequeños hombres de negocios, así como la mayor parte de los medios de producción y de las fuentes de materias primas de uno o de muchos países».

De ese modo pueden conocer, controlar y decidir (con su política de préstamos, por ejemplo) «las operaciones comerciales e industriales de toda la sociedad». Se produce entonces la formación de una oligarquía financiera que surge de «un vínculo personal entre los bancos y las mayores empresas industriales y comerciales, la fusión de los unos y de las otras a través de la adquisición de acciones, mediante la entrada de los directores de los bancos en los consejos de administración de las empresas industriales y comerciales, y viceversa».

Es más, son los intereses del capital financiero los que defienden y a los que representan los distintos Gobiernos capitalistas, meros peones en sus manos: «el “vínculo personal” entre la banca y la industria se completa con el “vínculo personal” de ambas con el Gobierno». Lenin cita muy acertadamente a un economista burgués de la época: «Los puestos en los consejos de administración son confiados voluntariamente a personalidades de renombre, así como a antiguos funcionarios del Estado, los cuales pueden facilitar en grado considerable las relaciones con las autoridades». La descripción no puede ser más actual.

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Otra característica básica de la fase imperialista es el papel hegemónico del capital financiero, algo que en la actualidad ha llegado a su expresión más extrema.

El reparto del mundo entre las potencias

La existencia de monopolios como base fundamental del sistema y el dominio del capital financiero implican también otro cambio en las características del capitalismo y su transformación en imperialismo. Debido a la acumulación de capital en proporciones gigantescas, en los países más desarrollados se genera un enorme «excedente de capital». Para poder convertirlo en beneficios, la exportación de capitales es decisiva.

En palabras de Lenin: «la necesidad de exportar capital responde al hecho de que, en unos pocos países, el capitalismo está ya “demasiado maduro” y el capital (...) no puede encontrar campo para la inversión “rentable”». Aunque el intercambio de mercancías, por supuesto, no desaparece, «lo que caracterizaba al viejo capitalismo, cuando la libre competencia dominaba por completo, era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo moderno, donde impera el monopolio, es la exportación de capital».

Estas son las bases económicas que llevan a una lucha despiadada por el reparto del mundo entre las diferentes potencias, incluyendo obviamente los conflictos militares más sangrientos.

Aunque a principios del siglo XX no existían nuevos territorios susceptibles de ser colonizados, Lenin subraya que, precisamente por ello, la disputa entre los países imperialistas se agudizaba ya que «en el futuro solamente caben nuevos repartos, es decir, el cambio de “propietario” de un territorio, y no el paso de un territorio sin dueño a un “propietario”».

Así, las guerras imperialistas, la carrera armamentística, la opresión nacional, el auge de las tendencias autoritarias y bonapartistas y la justificación política del militarismo mediante el nacionalismo burgués son rasgos esenciales del capitalismo monopolista, y no características optativas o prescindibles del sistema.

Contra la revisión del marxismo

Una parte del libro está dedicada a combatir a Kautsky y su teoría del «ultraimperialismo», una nueva fase en la que se alcanzaría la fusión de todos los monopolios e imperialismos en uno solo y en la que, por lo tanto, las guerras serían innecesarias y se lograría estabilizar el sistema. La necesidad de la revolución socialista desaparece así de un plumazo.

Kautsky también afirmaba que el imperialismo era el método de dominación «preferido» por el capital financiero, y no el único posible. Lenin rebate frontalmente este planteamiento, calificándolo como una ruptura total con la teoría y la práctica marxistas.

El kautskismo era la expresión teórica de la claudicación ante la burguesía y el imperialismo. Lenin explica que los monopolios no suprimen la competencia de forma absoluta, sino que «existen por encima y al lado de ella, engendrando así contradicciones, fricciones y conflictos agudos e intensos».

Precisamente en una economía mundial dominada por los monopolios y el capital financiero, respaldados por sus respectivos estados nacionales, la competencia se vuelve mucho más destructiva, feroz. Se convierte incluso en una amenaza para la supervivencia de la vida en el planeta, como vemos con las consecuencias devastadoras del cambio climático, y como demostraron las dos guerras mundiales, las interminables guerras locales y regionales que no dejaron de producirse y su recrudecimiento en el siglo XXI, como estamos observando en multitud de países, desde Afganistán, Iraq, Siria, Yemen, Sudán… hasta la actual guerra imperialista en Ucrania o la masacre en Gaza, permitida y patrocinada por EEUU y los distintos Gobiernos de la Unión Europea.

«El capital financiero y los trust no disminuyen, sino que aumentan las diferencias en el ritmo de crecimiento de las distintas partes de la economía mundial. Y una vez que ha cambiado la correlación de fuerzas, ¿qué otro medio hay, bajo el capitalismo, para resolver las contradicciones si no es la fuerza? (...) ¿qué otro medio que no sea la guerra puede haber bajo el capitalismo para eliminar las discrepancias existentes entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la acumulación de capital, por una parte, y el reparto de las colonias y de las “esferas de influencia” entre el capital financiero, por otra?». Así de claro lo expone Lenin en esta obra.

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La economía mundial dominada por los monopolios y el capital financiero se convierte en una amenaza para la supervivencia de la vida en el planeta.

Una fase de decadencia y de transición

Una idea recorre todo el texto: el imperialismo es una etapa peculiar, decadente, del capitalismo. Y en esa fase de capitalismo parasitario o en descomposición, como la califica Lenin, la obtención de beneficios mediante la especulación adquiere un peso preponderante.

Como si el libro estuviese escrito hoy, Lenin señala que «el grueso de los beneficios va a parar a los “genios” de las intrigas financieras», que el mundo se divide entre unas cuantas potencias prestamistas y una mayoría de países deudores, que, lejos de impulsar el desarrollo de los países más atrasados, la enorme acumulación de capital de los países imperialistas es usada para perpetuar la pobreza de las masas y afianzar las relaciones de dependencia, condiciones necesarias para la pervivencia del capitalismo; y, finalmente, que la desintegración social se hace presente en el propio corazón del sistema.

Las cifras confirman este análisis: un total de 258 millones de personas de 58 países sufrieron inseguridad alimentaria aguda en 2022 y necesitaron ayuda urgente, 65 millones más que en 2021. Pero qué más da, qué importa el hambre y la pobreza, si los beneficios empresariales y bancarios batieron todos los récords en 2022 y lo mismo en 2023.

La concentración y monopolización del capital han llegado a un nivel sin precedentes, paralelo a las contrarreformas sociales. Estas son las condiciones que nutren la polarización económica, social y política que sufren las grandes potencias occidentales desde el estallido de la Gran Recesión de 2008.

Las consecuencias de inyectar cantidades ingentes de dinero público para rescatar a la banca y los grandes monopolios capitalistas son visibles. Solo una ínfima parte de ese capital ha ido a parar a la economía real, mientras el grueso se ha dedicado a la especulación financiera en el mercado de la deuda y la recompra de acciones, engordando la burbuja especulativa e inflacionaria.

En definitiva, el dominio de esta oligarquía parasitaria, lejos de introducir más estabilidad en el sistema, acentúa su caos. Los intereses particulares de una minoría insultantemente rica arrastran a la mayoría de la sociedad, y a las propias fuerzas productivas, a una situación catastrófica. Lenin señala que, en la etapa imperialista, la contradicción fundamental del sistema —la existente entre el carácter social de la producción y la apropiación individual de los beneficios— se exacerba aún más y, recordando las ideas fundamentales de Marx y Engels, explica que «las relaciones entre la economía y la propiedad privada constituyen un envoltorio que no se corresponde ya con el contenido», es decir, con el desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas.

Pero Lenin no aborda su crítica desde una perspectiva fatalista. Precisamente, otro rasgo fundamental del imperialismo es que es una etapa de transición «a cierto orden social nuevo» entre «la completa libre competencia», característica del capitalismo en su fase inicial, y «la completa socialización», es decir, a un sistema socialista.

Así, la auténtica superación de esta etapa no se producirá con una vuelta atrás en la historia, hacia un pretendido e inexistente capitalismo de rostro humano, que hoy y ya en aquella época defendían los dirigentes pequeñoburgueses y oportunistas, sino con la expropiación de los medios de producción para planificarlos con el objetivo de satisfacer las necesidades de la inmensa mayoría de la sociedad.

Lógicamente, esta transición no es automática, sino que requiere de la organización consciente, de la construcción de un partido comunista revolucionario con un apoyo real en el movimiento obrero y de la acción directa de las masas oprimidas para poner fin al dominio de la sociedad por los capitalistas mediante la revolución socialista.

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