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¡Luchar por la transformación socialista de la sociedad!

La Constitución de 1978 cumple su 40 aniversario cuando el régimen que nació con ella se encuentra en situación de quiebra. La crisis global del sistema capitalista que se inició en 2007, y las políticas de austeridad y de recorte de derechos que a partir de esa fecha nos impusieron, han despojado de legitimidad a las instituciones nacidas de los acuerdos de la Transición.

Las ilusiones con las que importantes sectores de la clase trabajadora celebraron los resultados del referéndum constitucional de 1978 han desaparecido y no van a volver jamás. Al contrario, en un ambiente de creciente polarización social se percibe con mayor claridad cada día que, debajo del ropaje ampuloso del texto constitucional, se oculta la dominación de la clase capitalista.

Hace poco el Tribunal Supremo, cambiando radicalmente de un día para otro una sentencia suya que perjudicaba a la banca, o el esperpento de negociación podrida entre PP, PSOE y Podemos para renovar el Consejo General del Poder Judicial, nos ofrecían una clara lección sobre la naturaleza del Estado capitalista. La “separación de poderes”, la “independencia de la Justicia”, el parlamento como “representación de la soberanía popular” o “el gobierno de todos” no es más que una ficción. Las palabras de Marx y Engels vuelven a mostrar su plena vigencia cuando observamos el funcionamiento del régimen del 78: “El poder público viene a ser, pura y simplemente, el consejo de administración que rige los intereses colectivos de la burguesía”.

La narrativa oficial de La Transición

Durante casi 40 años desde los medios oficiales, y desde las direcciones de partidos como el PSOE y PCE/IU, se ha difundido un discurso deformado sobre el significado histórico de la Constitución del 78. Según esta versión, tras la muerte del dictador Franco las principales fuerzas políticas, recogiendo el más amplio sentir ciudadano, llegaron a un acuerdo para poner fin a décadas de enfrentamiento y de violencia y, olvidando los rencores del pasado, sentaron las bases para abrir un período de libertad, paz y prosperidad.

La realidad de lo que ocurrió en esos años dista mucho de ese falso discurso de reconciliación y democracia, y conocerla nos ayudará a comprender mejor la situación actual y las raíces políticas y sociales de la crisis del régimen.

Después del final de la guerra civil en 1939, la burguesía y los grandes latifundistas del Estado español aseguraron su dominación de clase gracias a la criminal dictadura del General Franco. Los capitalistas se aprovecharon la capacidad represiva del régimen franquista para beneficiarse de la máxima explotación de una clase trabajadora que se enfrentaba a años de cárcel, o incluso a la muerte, si osaba reclamar, aunque fuese tímidamente, sus derechos más elementales.

A mediados de los años 50 el capital norteamericano y europeo descubrió que el franquismo les ofrecía un verdadero paraíso para sus inversiones. La industrialización del país dio un salto de gigante. Cerca de cinco millones de campesinos y jornaleros abandonaron sus pueblos y acudieron a las grandes ciudades a trabajar en una industria que se expandía a un ritmo extraordinario. El incremento numérico de la clase obrera industrial ayudó a que la actividad sindical y política clandestina, y las huelgas y protestas de todo tipo se extendiesen con rapidez.

Los años finales de la dictadura del general Franco coincidieron con el inicio de la primera crisis general del capitalismo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la crisis de 1973-1974. La muerte del dictador en 1975 abrió paso a una situación prerrevolucionaria, que se extendió a lo largo de 1976 y los primeros meses de 1977. Durante ese período las luchas obreras, las ocupaciones de fábricas, los enfrentamientos con las fuerzas represivas y las manifestaciones de masas alcanzaron niveles de combatividad y de extensión sin parangón desde los años 30. Casi el 90% de la fuerza laboral total participó en huelgas a lo largo de esos meses, que en muchas ocasiones se iniciaban con un contenido meramente económico, pero que rápidamente se transformaban en movimientos políticos que amenazaban con desbordar el orden establecido. La gran huelga general de Vitoria en marzo de 1976, impulsada por las comisiones representativas, auténticos embriones de consejos obreros, fueron un ejemplo de ello.

El aparato del Estado franquista, que había garantizado durante años el poder de la burguesía, era incapaz de frenar mediante la represión las acometidas de una clase obrera que había perdido el miedo. Fue el temor de la burguesía lo que propició el rápido acercamiento de los herederos del régimen de Franco hacia los dirigentes de la oposición clandestina, representados por Felipe González (PSOE) y Santiago Carrillo (PCE). Su intención era clara: asociar a los dirigentes reformistas de los partidos de masas de los trabajadores a sus planes de estabilización política y económica, y capear con su inestimable ayuda los riesgos de una explosión social que pudiera poner en cuestión los fundamentos del orden capitalista.

En una situación en que la correlación de fuerzas era claramente favorable para la clase trabajadora, cuando el hundimiento de las dictaduras fascistas de Portugal y Grecia creaba las mejores condiciones para un avance decisivo hacia la revolución socialista, los dirigentes del PCE y del PSOE se plegaron a los planes del gran capital nacional e internacional.

De este modo, una burguesía aterrorizada, que había visto como en julio de 1976 colapsaba bajo el empuje de la movilización obrera el primer gobierno post-franquista encabezado por Arias Navarro y Fraga Iribarne, recuperó la confianza en el futuro y, sin renunciar en ningún momento al uso intensivo de la represión, como demuestran los 159 asesinatos de militantes de izquierda cometidos por la policía, la guardia civil y las bandas fascistas en ese período, exigió a los dirigentes reformistas de la izquierda un rosario de concesiones cuyas consecuencias sufrimos hasta el día de hoy.

La herencia que nos ha dejado el pacto constitucional

Si hasta la fecha un torturador tan miserable y cruel como Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño, no ha tenido que responder de sus crímenes y se pavonea por los espacios públicos con total impunidad, es gracias a los acuerdos que dieron lugar a la Constitución de 1978.

El clamor por la libertad de los presos políticos era tan fuerte que ya en noviembre de 1975, unos días después de la muerte de Franco, el régimen se vio obligado a poner en libertad a 700 encarcelados. Las excarcelaciones continuaron a lo largo de 1976 bajo la creciente presión de las huelgas y movilizaciones pro-amnistía que tenían un seguimiento masivo, sobre todo en Euskal Herria. Tras las elecciones generales de 1977 uno de los principales acuerdos de la Transición, muy publicitado en su momento por los dirigentes del PCE, fue la famosa Ley de Amnistía. Con el paso del tiempo se ha apreciado mejor que aquella fue una de las concesiones más terribles, una Ley de punto y final que garantizó a los responsables de la dictadura que no tendrían que preocuparse jamás por su negro historial de represión política, torturas, violaciones y asesinatos . La aceptación de esta Ley, que en el fondo equipara a las víctimas con sus verdugos, preparó el terreno para que hoy el PP y Ciudadanos puedan tranquilamente negarse a condenar el régimen franquista.

Otra de las grandes capitulaciones del PSOE y el PCE que se sigue pagando hoy, fue el acuerdo con los políticos franquistas para negar el derecho a la autodeterminación a las naciones del Estado español. Esta reivindicación figuraba en un lugar central en el programa de los partidos de izquierda y, aunque hoy pueda parecer difícil de creer para los más jóvenes, se defendía con energía hasta en los más recónditos rincones del territorio. Gracias a esta defensa, la lucha por la emancipación nacional de Catalunya, Euskal Herria y Galiza —cuya cultura y derechos democrático-nacionales fueron duramente reprimidos por la dictadura— se convirtió en un factor que reforzó la unidad del movimiento obrero.

Por supuesto, esta renuncia no hizo desaparecer el problema nacional: las concesiones arrancadas por la movilización y que se plasmaron parcialmente en el llamado “Estado de las autonomías”, lo aplazó durante unos años hasta que, en medio de la polarización social provocada por la crisis de 2008, resurgió con fuerza en Catalunya con un extraordinario levantamiento social a favor de la República Catalana.

La salvaje represión contra el pueblo catalán en octubre de 2017 mostró con toda su crudeza las consecuencias de otra de las grandes renuncias de la Transición: las principales instituciones del aparato de Estado franquista, incluyendo sus herramientas represivas, se conservan intactas en el actual ordenamiento constitucional. Un simple cambio de nombre —Audiencia Nacional en lugar de Tribunal de Orden Público, por ejemplo— no ha modificado en absoluto el carácter profundamente franquista y represor de los organismos fundamentales del Estado.

No fue casualidad que la señal de ataque a la movilización ejemplar del pueblo catalán del 1 de octubre de 2017, la diese el rey Felipe VI en su discurso televisado dos días más tarde. Precisamente la aceptación de la monarquía en la Constitución de 1978 fue otra lamentable capitulación de los dirigentes de la izquierda reformista.

La monarquía borbónica fue restaurada por Franco como medio de asegurar la continuidad de su régimen y, al aceptarla sin discusión, los dirigentes socialdemócratas y estalinistas de aquellos momentos aprobaron que, bajo el ropaje de la “democracia”, se mantuviese la figura de un rey cuyas competencias lo colocan como figura clave para garantizar el orden capitalista. No en vano la Constitución concede poderes extraordinarios al rey para tomar medidas de carácter ejecutivo, suspendiendo las libertades públicas, y de orden militar, el estado de excepción, en caso de que una rebelión social ponga en riesgo los intereses de la burguesía.

Romper con el régimen del 78, luchar por el socialismo

Hoy, como en los años de la Transición, atravesamos una profunda crisis económica y social que ha minado los cimientos políticos del sistema capitalista español. Las movilizaciones masivas del período 2011-2014 o el fulgurante ascenso de Podemos son manifestaciones de que la clase trabajadora está reclamando un cambio real en sus condiciones de vida, un cambio que vaya más allá de reformas cosméticas y de concesiones temporales que pronto serían revertidas.

Al igual que hace 35 años, es de nuevo el PSOE, con la colaboración de los dos grandes sindicatos CCOO y UGT, quién se encarga de frenar las demandas de cambio y trata desesperadamente de imponer un clima de paz social.

Pero el agotamiento del último período de expansión capitalista impide que vuelva a repetirse la situación de los años 80 y 90, cuando el gobierno del PSOE, apoyándose en su inmensa autoridad política y en las subvenciones de la Unión Europea, fue capaz de llevar adelante contrarreformas sociales muy duras y ataques tan graves a la clase obrera como la reconversión industrial.

En su labor de garante de la paz social, el PSOE parece haber encontrado un aliado en la dirección de Podemos. La búsqueda ansiosa de “respetabilidad” de Pablo Iglesias, su afán de entrar lo antes posible en un gobierno de coalición al precio que sea, le ha conducido a convertirse en la muleta que un PSOE muy disminuido necesitaba para vestir con ropajes “progresistas” la continuidad del ajuste económico y los recortes sociales.

A pesar del papel que está jugando la dirección de Podemos y del PSOE, el régimen del 78 atraviesa una crisis aguda y lo único que puede hacer es ganar tiempo. La agudización de la polarización social, unida a la experiencia de las luchas de estos últimos tiempos, demuestra que sólo con la movilización en las calles arrancaremos avances sociales significativos. En este proceso nos enfrentaremos con la feroz resistencia de las instituciones del régimen del 78, que usará todos sus recursos para garantizar la estabilidad y la pervivencia del sistema. Pero esta vez no van a repetirse las concesiones y renuncias de la Transición. Lucharemos firmemente y, retomando la voluntad que inspiró a miles de luchadores y luchadoras en la larga noche del franquismo, con el programa y la bandera de la transformación socialista de la sociedad arrollaremos este régimen reaccionario y antidemocrático.

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