General

Publicamos uno de los textos más importantes de Trotsky sobre la vigencia de la teoría económica marxista. Escrito tras el estallido del crack de 1929 como introducción al resumen que Otto Rühle realizó del libro primero de El Capital, es un texto que asombra por su rigor, frescura y utilidad.

Cuando la economía mundial sufre un nuevo colapso este trabajo da respuestas a muchos de los interrogantes planteados hoy. Si no queremos ser aplastados por la dictadura del capital financiero es necesario que la sociedad se organice sobre una base democrática y socialista. Sólo con la revolución y el poder obrero las fuerzas productivas podrán desarrollarse y ponerse al servicio de la humanidad.

Una lectura imprescindible.

El Marxismo en nuestro tiempo de León Trotsky

18 de abril de 1939

¿Qué ofrecemos al lector?

Este libro de Otto Rühle expone de manera condensada las doctrinas econó­micas fundamentales de Marx en palabras de Marx. Después de todo, nadie ha sido capaz de exponer la teoría del valor del trabajo mejor que el propio Marx.[1]

Algunas de las argumentaciones de Marx, especialmente en el capítulo primero, el más difícil, pueden parecerle al lector no iniciado demasiado discursivas, quisquillosas o “metafísicas”. De hecho, esta impresión es una consecuencia de la falta de hábito en abordar de forma científica los fenómenos habituales. La mercancía se ha convertido en una parte tan omnipresente, habitual y familiar de nuestra existencia diaria, que ni siquiera nos preguntamos por qué los hombres ceden objetos importantes, necesarios para vivir, a cambio de pequeños discos de oro o plata que no sirven para nada en ningún lugar de la Tierra. El asunto no se limita a la mercancía. Todas y cada una de las categorías de la economía de mercado parecen ser aceptadas sin análisis, como evidentes por sí mismas, como si constituyeran las bases naturales de las relaciones humanas. Sin embargo, mientras las realidades del proceso económico son el trabajo humano, las materias primas, las herramientas, las máquinas, la división del trabajo, la necesidad de distribuir los productos acabados entre los participantes en el proceso del trabajo, etc., categorías tales como “mercancía”, “dinero”, “salario”, “capital”, “beneficio”, “impuesto” y similares son únicamente reflejos semimísticos en las mentes de los hombres de los diversos aspectos de un proceso económico que ni comprenden ni controlan. Para descifrarlos, es indispensable un auténtico análisis científico.

En Estados Unidos, donde un hombre que posee un millón de dólares se considera que “vale” un millón de dólares, los conceptos mercantiles se han hundido mucho más que en cualquier otra parte. Hasta bastante recientemente, los estadounidenses se preocuparon muy poco por la naturaleza de las relaciones económicas. En la tierra del sistema económico más poderoso, la teoría económica continuó siendo sumamente estéril. Sólo la actual crisis de la economía estadounidense, que sigue profundizándose, ha hecho que la opinión pública se haya enfrentado bruscamente con los problemas fundamentales de la sociedad capitalista. En cualquier caso, quien no haya superado el hábito de aceptar acríticamente las reflexiones ideológicas precocinadas sobre el desarrollo económico, quien no haya pensado, siguiendo los pasos de Marx, sobre la naturaleza esencial de la mercancía como célula básica del organismo capitalista, nunca podrá comprender científicamente las manifestaciones más importantes y más agudas de nuestra época.

El método de Marx

Tras haber establecido la ciencia como método de conocimiento de los recursos objetivos de la naturaleza, el hombre ha tratado terca y persistentemente de excluirse a sí mismo de la ciencia, reservándose privilegios especiales en forma de un pretendido intercambio con fuerzas suprasensoriales (religión) o con preceptos morales atemporales (idealismo). Marx privó al hombre definitivamente y para siempre de tales odiosos privilegios, considerándolo como un eslabón natural en el proceso evolutivo de la naturaleza material; considerando la sociedad humana como la organización de la producción y la distribución; considerando el capitalismo como una etapa del desarrollo de la sociedad humana.

La finalidad de Marx no era descubrir las “leyes eternas” de la economía. Marx negó su existencia. La historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa según sus propias leyes. La transición de un sistema a otro siempre estuvo determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas, o sea, de la técnica y la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, es decir, las formas de propiedad prevalentes. Pero se alcanza un punto en que las fuerzas productivas maduras ya no pueden contenerse por más tiempo dentro de las viejas formas de propiedad; entonces se produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. La comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; a la esclavitud le siguió la servidumbre, con su superestructura feudal; en el siglo XVI, el desarrollo comercial de las ciudades llevó a Europa al orden capitalista, que inmediatamente pasó a través de diversas fases. En El capital, Marx no estudia la economía en general, sino la economía capitalista, que tiene sus propias leyes específicas. Sólo de pasada se refiere a otros sistemas económicos, a fin de explicar las características del capitalismo.

La economía autosuficiente de la familia campesina primitiva no tenía necesidad de una “economía política”, puesto que era dominada, de un lado, por las fuerzas de la naturaleza y, del otro, por las fuerzas de la tradición. La economía natural autónoma grecorromana, basada en el trabajo de los esclavos, se regía por la voluntad del propietario de esclavos, cuyo “plan” a su vez estaba determinado directamente por las leyes de la naturaleza y de la rutina. Lo mismo podría decirse de la hacienda medieval, con sus siervos campesinos. En todos estos ejemplos, las relaciones económicas eran claras y transparentes en su crudeza primitiva. Pero el caso de la sociedad contemporánea es completamente diferente. Destruyó las viejas conexiones autónomas y los modos de trabajo heredados. Las nuevas relaciones económicas han vinculado a la ciudad con el campo, a las provincias con las naciones.

La división del trabajo abarca todo el planeta. Habiendo destrozado la tradición y la rutina, esos lazos no se han establecido según un plan definido, sino más bien al margen de la conciencia y la previsión humanas; pareciera que están al margen de los hombres. La interdependencia de los hombres, los grupos, las clases, las naciones, que es consecuencia de la división del trabajo, no está dirigida ni gestionada por nadie. Los hombres trabajan los unos para los otros sin conocerse entre sí, sin preguntar por las necesidades de los demás, con la esperanza e, incluso, con la seguridad de que sus relaciones se regularizarán de algún modo por sí mismas. Y en general es así, o más bien solía serlo.

Es completamente imposible buscar las causas de los fenómenos recurrentes de la sociedad capitalista en la conciencia subjetiva —las intenciones o los planes— de sus miembros. Los fenómenos recurrentes objetivos del capitalismo fueron formulados antes de que la ciencia comenzara a pensar seriamente sobre ellos. Hasta la fecha, la gran mayoría de los hombres no sabe nada acerca de las leyes que rigen la economía capitalista. Toda la fuerza del método de Marx reside en su enfoque de los fenómenos económicos no desde el punto de vista subjetivo de ciertas personas, sino desde el punto de vista objetivo de la sociedad en su conjunto, del mismo modo en que un científico naturalista aborda el estudio de una colmena o un hormiguero.

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"El método de Marx es dialéctico porque considera a la naturaleza y la sociedad en su evolución, como una lucha constante entre fuerzas en conflicto."

Para la ciencia económica, lo decisivo es qué hacen los hombres y cómo lo hacen, no lo que piensan de sus propios actos. En la base de la sociedad no se hallan la religión y la moral, sino la naturaleza y el trabajo. El método de Marx es materialista porque va de la existencia a la conciencia, y no al revés. El método de Marx es dialéctico porque considera a la naturaleza y la sociedad en su evolución, y a la evolución como una lucha constante entre fuerzas en conflicto.

El marxismo y la ciencia oficial

Marx tuvo sus predecesores. La economía política clásica (Adam Smith, David Ricardo) floreció antes de que el capitalismo envejeciera, antes de que comenzara a temer el futuro. Marx rindió a los dos grandes clásicos un perfecto tributo de profunda gratitud. Sin embargo, el error básico de los economistas clásicos fue considerar el capitalismo como la existencia normal de la humanidad en todas las épocas, en vez de considerarlo simplemente como una etapa histórica en el desarrollo de la sociedad. Marx inició la crítica de esa economía política, expuso sus errores y también las contradicciones del propio capitalismo, y demostró que el colapso de este es inevitable. Como Rosa Luxemburgo apuntó muy acertadamente, la doctrina económica de Marx es hija de la economía clásica, una hija cuyo nacimiento le costó la vida a su madre.

La ciencia no alcanza su meta en el estudio herméticamente sellado del erudito, sino en la sociedad real. Todos los intereses y pasiones que parten la sociedad en dos ejercen su influencia sobre el desarrollo de la ciencia, especialmente sobre la economía política, la ciencia de la riqueza y la pobreza. La lucha de los trabajadores contra los capitalistas obligó a los teóricos de la burguesía a dar la espalda al análisis científico del sistema de explotación y a ocuparse en la descripción vacía de los hechos económicos, en el estudio del pasado económico y, lo que es inmensamente peor, en la falsificación absoluta de la realidad, a fin de justificar el régimen capitalista. La doctrina económica que se imparte en las instituciones oficiales de enseñanza y se predica en la prensa burguesa ofrece no pocos datos objetivos, pero no obstante es totalmente incapaz de abarcar el proceso económico en su conjunto y descubrir sus leyes y perspectivas, ni tiene intención alguna de hacerlo. La economía política oficial ha muerto. El conocimiento auténtico de la sociedad capitalista sólo puede obtenerse en El capital de Marx.

La ley del valor del trabajo

En la sociedad contemporánea, el vínculo cardinal entre los hombres es el intercambio. Todo producto del trabajo que entra en el proceso del intercambio se convierte en mercancía. La investigación de Marx partió de la mercancía y, a partir de esa célula fundamental de la sociedad capitalista, dedujo las relaciones sociales que se han constituido objetivamente como base del intercambio, al margen de la voluntad del hombre. Únicamente siguiendo este camino es posible resolver el enigma fundamental: cómo en la sociedad capitalista, en la que cada hombre piensa en sí mismo y nadie piensa en todos, se crean las proporciones relativas de las diversas ramas económicas indispensables para la vida.

El obrero vende su fuerza de trabajo, el agricultor lleva su producto al mercado, el banquero concede préstamos, el comerciante ofrece un surtido de mercancías, el industrial construye una fábrica, el especulador compra y vende acciones y bonos, y cada uno de ellos sólo piensa en su propia conveniencia, sus propios intereses privados, sus propias consideraciones sobre salarios o beneficios. Sin embargo, de este caos de esfuerzos y acciones individuales surge cierto conjunto económico que, aunque ciertamente no es armonioso, sino contradictorio, sin embargo da a la sociedad la posibilidad no sólo de existir, sino también de desarrollarse. Esto quiere decir que, después de todo, el caos no es tal caos, que, si no conscientemente, de alguna manera se regula automáticamente. Comprender el mecanismo por el cual los diversos aspectos de la economía llegan a un estado de equilibrio relativo es descubrir las leyes objetivas del capitalismo.

Evidentemente, las leyes que rigen las diversas esferas de la economía capitalista (salarios, precios, alquiler, beneficio, interés, crédito, bolsa...) son numerosas y complejas. Pero en última instancia todas proceden de una única ley, descubierta y examinada a fondo por Marx: la ley del valor del trabajo, que es el auténtico regulador básico de la economía capitalista. La esencia de esta ley es simple. La sociedad tiene a su disposición cierta reserva de fuerza de trabajo viva. Aplicada a la naturaleza, esa fuerza de trabajo crea productos necesarios para satisfacer las necesidades humanas. A consecuencia de la división del trabajo entre productores individuales, los productos se convierten en mercancías. Las mercancías se intercambian entre sí en una proporción determinada, al principio directamente y más tarde mediante el oro o la moneda. La propiedad esencial de las mercancías, que en cierta relación las iguala entre sí, es el trabajo humano invertido en ellas —trabajo abstracto, trabajo en general—, la base y la medida del valor. La división del trabajo entre millones de productores dispersos no conduce a la desintegración de la sociedad porque las mercancías son intercambiadas de acuerdo con el tiempo de trabajo socialmente necesario invertido en ellas. Mediante la aceptación y el rechazo de las mercancías, el mercado, en su calidad de terreno del intercambio, decide si contienen o no contienen el trabajo socialmente necesario, con lo cual determina las proporciones entre las diversas clases de mercancías necesarias para la sociedad y, en consecuencia, también la distribución de la fuerza de trabajo entre las diferentes ramas productivas.

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"Las leyes que rigen la economía capitalista son numerosas y complejas. Pero en última instancia todas proceden de una única ley: la ley del valor del trabajo."

Los procesos reales del mercado son inmensamente más complejos que los expuestos aquí en unas pocas líneas. Así, al oscilar alrededor del valor del trabajo, los precios fluctúan por encima y por debajo de sus valores. El tercer volumen de El capital, donde Marx describe “el proceso de producción capitalista en su conjunto”, explica muy bien las causas de estas fluctuaciones.

Sin embargo, por grandes que puedan ser las diferencias entre los precios y los valores de las mercancías en los casos individuales, la suma de todos los precios es igual a la suma de todos los valores, pues en última instancia únicamente los valores que han sido creados por el trabajo humano se encuentran a disposición de la sociedad, y los precios no pueden superar esta limitación, ni siquiera los precios monopolísticos de los trusts. Donde el trabajo no ha creado un valor nuevo, ni el mismísimo Rockefeller puede hacer nada.

Desigualdad y explotación

Pero si las mercancías se intercambian entre sí de acuerdo con la cantidad de trabajo invertido en ellas, ¿cómo de la igualdad surge la desigualdad? Marx resolvió este enigma exponiendo la naturaleza peculiar de una mercancía, la que es base de todas las demás: la fuerza de trabajo. El propietario de los medios de producción, el capitalista, compra fuerza de trabajo. Como todas las demás mercancías, la fuerza de trabajo se valora según la cantidad de trabajo invertida en ella, es decir, los medios de subsistencia necesarios para la vida y la reproducción del trabajador. Pero el consumo de esta mercancía —fuerza de trabajo— se produce mediante el trabajo, es decir, la creación de nuevos valores. La cantidad de estos nuevos valores es mayor que la cantidad de valores que el trabajador recibe y que consume para subsistir. El capitalista compra fuerza de trabajo para explotarla. Esta explotación es la fuente de la desigualdad.

Marx llama producto necesario a la parte del producto que se destina a cubrir las necesidades del trabajador y producto excedente a la parte restante, producida también por el trabajador. El esclavo tenía que generar producto excedente, pues de otro modo el propietario de esclavos no los poseería. El siervo tenía que generar producto excedente, pues de otro modo la servidumbre no habría tenido ninguna utilidad para la nobleza terrateniente. El obrero asalariado genera también producto excedente, sólo que a una escala mucho mayor, pues de otro modo el capitalista no tendría necesidad de comprar fuerza de trabajo. La lucha de clases no es más que la lucha por el producto excedente. Quien posee el producto excedente es el dueño de la situación: posee la riqueza, posee el Estado, tiene la llave de la iglesia, de la justicia, de la ciencia y del arte.

Competencia y monopolio

Las relaciones entre los capitalistas, que explotan a los trabajadores, están determinadas por la competencia, que actúa como el principal resorte del progreso capitalista. Las grandes empresas gozan de más ventajas técnicas, financieras, organizativas, económicas y, por último pero no por ello menos importante, políticas que las empresas pequeñas. Inevitablemente, el capital más grande, al ser capaz de explotar a un mayor número de trabajadores, sale victorioso de la pugna. Tal es la base inalterable del proceso de concentración y centralización del capital.

Al estimular el desarrollo progresivo de la técnica, la competencia no sólo consume gradualmente a las capas intermedias, sino que también se consume a sí misma. Sobre los cadáveres y semicadáveres de los capitalistas pequeños y medianos surge un número cada vez menor de magnates capitalistas cada vez más poderosos. De este modo, la competencia honesta,democrática y progresista engendra irrevocablemente el monopolio dañino,parasitario y reaccionario. Su predominio comenzó a imponerse hacia los años ochenta del siglo pasado y asumió su forma definida a comienzos del presente. Ahora, la victoria del monopolio es reconocida abiertamente por los representantes más destacados de la sociedad burguesa.[2] Sin embargo, cuando en el curso de su pronóstico Marx fue el primero en deducir que el monopolio es una consecuencia de las tendencias inherentes al propio capitalismo, el mundo burgués siguió considerando la competencia como una ley eterna de la naturaleza.

La eliminación de la competencia por el monopolio marca el comienzo de la desintegración de la sociedad capitalista. La competencia era el principal mecanismo creador del capitalismo y la justificación histórica del capitalista. Por lo mismo, la eliminación de la competencia marca la transformación de los accionistas en parásitos sociales. La competencia requiere ciertas libertades, una atmósfera liberal, un régimen democrático, un cosmopolitismo comercial. El monopolio necesita un gobierno lo más autoritario posible, murallas aduaneras, sus “propias” fuentes de materias primas y mercados (colonias). La última palabra en la desintegración del capital monopolístico es el fascismo.

Concentración de la riqueza y aumento de las contradicciones de clase

Los capitalistas y sus defensores tratan por todos los medios de ocultarle al pueblo, así como al cobrador de impuestos, el alcance real de la concentración de la riqueza. Desafiando la evidencia, la prensa burguesa intenta todavía mantener la ilusión de una distribución “democrática” de la inversión del capital. Para refutar a los marxistas, The New York Times señala que hay entre tres y cinco millones de empresarios individuales. Es verdad que las sociedades por acciones representan una concentración de capital mayor que entre tres y cinco millones de empresarios individuales, aunque Estados Unidos cuenta con “medio millón de sociedades anónimas”. Este modo de jugar con los números no tiene por objeto esclarecer la realidad de las cosas, sino ocultarla.

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"Los capitalistas y sus defensores tratan por todos los medios de ocultarle al pueblo el alcance real de la concentración de la riqueza."

Desde el comienzo de la guerra [mundial] hasta 1923, el número de fábricas existentes en Estados Unidos descendió del índice 100 al 98,7, mientras que la producción industrial ascendió del 100 al 156,3. Durante los años de prosperidad sensacional (1923-29), cuando parecía que todo el mundo se hacía rico, el número de establecimientos descendió del 100 al 93,8, mientras que la producción ascendió del 100 al 113. Sin embargo, la concentración de los establecimientos industriales, limitada por sus pesados cuerpos materiales, va muy por detrás de la concentración de sus almas, es decir, de la propiedad. En 1929, Estados Unidos tenía más de 300.000 sociedades anónimas, como bien apunta The New York Times. Lo único que falta es añadir que doscientas de ellas (o sea, el 0,07% del total) controlaban directamente el 49,2% de los capitales de todas ellas, que cuatro años más tarde ese porcentaje ya se situaba en el 56% y que indudablemente durante los años de la administración Roosevelt[3] ha subido todavía más. Dentro de esas doscientas compañías principales, el dominio real está en manos de una pequeña minoría.[4]

El mismo proceso puede observarse en la banca y las aseguradoras. Cinco de las mayores compañías de seguros estadounidenses han absorbido no solamente a las otras compañías, sino incluso a muchos bancos. El número total de bancos se ha reducido, principalmente mediante las llamadas “fusiones”, esencialmente por absorción. Este proceso crece con rapidez. Por encima de los bancos se eleva la oligarquía de los superbancos. El capital bancario se combina con el capital industrial en el supercapital financiero. Suponiendo que la concentración de la industria y de los bancos se mantenga al mismo ritmo que durante el último cuarto de siglo —en realidad se acelera—, en el próximo cuarto de siglo los monopolistas tendrán en sus manos toda la economía del país, dejando para los demás poco más que las migajas.

Hemos recurrido a las estadísticas de Estados Unidos únicamente porque son más exactas y más sorprendentes, pero el proceso de concentración tiene esencialmente un carácter internacional. A través de las diversas etapas del capitalismo, a través de los ciclos coyunturales, a través de todos los regímenes políticos, a través de los períodos de paz o de los períodos de guerra, el proceso de concentración de todas las grandes fortunas en cada vez menos manos ha continuado y continuará sin fin. Durante los años de la Gran Guerra[5], cuando las naciones se estaban desangrando hasta la muerte, cuando los propios organismos políticos de la burguesía yacían aplastados bajo el peso de las deudas nacionales, cuando los sistemas fiscales rodaban hacia el abismo, arrastrando con ellos a las clases medias, los monopolistas amasaban beneficios inauditos con la sangre y el lodo. Durante los años de la guerra, las compañías estadounidenses más poderosas multiplicaron sus beneficios por dos, por tres, por cuatro... Y multiplicaron sus dividendos por cuatro, por cinco, por diez...

En 1840, ocho años antes de que Marx y Engels publicasen El Manifiesto Comunista, el famoso escritor francés Alexis de Tocqueville escribió en su libro La democracia en América: “Las grandes riquezas tienden a desaparecer; las pequeñas fortunas, a aumentar”. Este pensamiento ha sido repetido en incontables ocasiones, al principio respecto a Estados Unidos y luego respecto a esas otras jóvenes democracias de Australia y Nueva Zelanda. Por supuesto, la opinión de Tocqueville ya era errónea en su época. De todos modos, la verdadera concentración de la riqueza comenzó después de la guerra civil estadounidense, en cuyas vísperas murió Tocqueville[6]. A comienzos del presente siglo, el 2% de la población estadounidense poseía ya más de la mitad de toda la riqueza del país; en 1929, ese mismo 2% poseía tres quintas partes de la riqueza nacional. Al mismo tiempo, 36.000 familias ricas tenían tantos ingresos como once millones de familias pobres y de clase media. Durante la crisis de 1929-33, los monopolistas no tuvieron necesidad de apelar a la caridad pública; al contrario, en medio del declive general de la economía nacional, ellos se elevaron más que nunca. Durante la subsiguiente recuperación industrial raquítica producida por la levadura del New Deal[7], los monopolistas amasaron grandes beneficios. En el mejor de los casos, el número de desempleados disminuyó de veinte millones a diez; al mismo tiempo, la capa superior de la sociedad capitalista —no más de 6.000 adultos— cosechó dividendos fabulosos; esto es lo que el subsecretario de Justicia Robert H. Jackson demostró con cifras durante su mandato como fiscal general adjunto antimonopolio.[8]

Así, el concepto abstracto de capital monopolísticoestá para nosotros lleno de carne y hueso, lo que quiere decir que un puñado de familias, vinculadas por intereses comunes y lazos de parentesco en una oligarquía capitalista exclusiva, disponen del destino económico y político de una gran nación. ¡No queda otra que admitir que la ley marxista de la concentración del capital funciona de maravilla!

¿Han quedado anticuadas las enseñanzas de Marx?

Las cuestiones de la competencia, la concentración de la riqueza y el monopolio llevan de forma natural a la cuestión de si, en nuestra época, la teoría económica de Marx sólo tiene un mero interés histórico —como, por ejemplo, la teoría de Adam Smith— o si continúa teniendo auténtica relevancia. El criterio para responder a esta pregunta es simple: si la teoría de Marx estima correctamente el curso del desarrollo y prevé el futuro mejor que las otras teorías, continúa siendo la teoría más avanzada de nuestra época, por más años que tenga.

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"Werner Sombart, revisó todos los aspectos más revolucionarios de la doctrina de Marx, especialmente aquellos más desagradables para la burguesía."

El famoso economista alemán Werner Sombart, que en sus primeros años fue virtualmente un marxista pero que luego revisó todos los aspectos más revolucionarios de la doctrina de Marx, especialmente aquellos más desagradables para la burguesía, contradijo El capital de Marx con su Capitalismo, traducido a muchos idiomas y probablemente la más conocida exposición apologética de la economía burguesa en tiempos recientes. Tras rendir tributo de admiración platónica a los principios del autor de El capital, Sombart escribió: “Karl Marx profetizó: primero, la miseria creciente de los trabajadores asalariados; segundo, la ‘concentración’ general, con la desaparición de la clase de artesanos y campesinos; tercero, el colapso catastrófico del capitalismo. Nada de esto ha ocurrido”. A esos pronósticos equivocados, Sombart contrapone su propio pronóstico “estrictamente científico”. Según él, “el capitalismo continuará para transformarse internamente en la misma dirección en que ya ha comenzado a transformarse a sí mismo en la época de su apogeo: según envejezca, se irá haciendo más y más tranquilo, sosegado, razonable”. Tratemos de verificar, aunque sólo sea en sus líneas generales, quién de los dos está en lo cierto, si Marx, con su pronóstico de la catástrofe, o Sombart, quien en nombre de toda la economía burguesa prometió que las cosas se arreglarían de una manera “tranquila, sosegada y razonable”. El lector convendrá que el asunto es digno de atención.

a) La ‘teoría de la miseria creciente’

“La acumulación de la riqueza en un polo —escribió Marx sesenta años antes que Sombart— es, en consecuencia, al mismo tiempo acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su producto en forma de capital”. Esta tesis de Marx, bajo el nombre de teoría de la miseria creciente, ha sido sometida a ataques constantes por parte de los reformadores demócratas y socialdemócratas, sobre todo durante el período 1896-1914, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente e hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato superior. Después de la [Primera] Guerra Mundial, cuando la burguesía, asustada por sus propios crímenes y por la Revolución de Octubre, tomó el camino de las reformas sociales reclamadas, cuyo valor fue anulado simultáneamente por la inflación y el desempleo, a los reformistas y a los profesores burgueses les pareció que la teoría de la progresiva transformación de la sociedad capitalista estaba completamente asegurada. “El poder adquisitivo del trabajo asalariado —nos aseguró Sombart en 1928— ha crecido de forma directamente proporcional a la expansión de la producción capitalista”.

De hecho, la contradicción económica entre el proletariado y la burguesía se agravó durante los períodos más prósperos del desarrollo capitalista, cuando el aumento del nivel de vida de cierta capa de los trabajadores, a veces bastante extensa, ocultó la disminución de la participación del proletariado en la riqueza nacional. Así, entre 1920 y 1930, justo antes de caer en la postración, la producción industrial estadounidense aumentó un 50%, mientras que la suma pagada en concepto de salarios aumentó únicamente un 30%, lo que, no obstante las convicciones de Sombart, significa una tremenda disminución de la participación del trabajo en la renta nacional. En 1930 comenzó un terrible aumento del desempleo y en 1933 se pusieron en marcha ayudas más o menos sistemáticas a los parados, quienes recibieron en forma de subsidio poco más de la mitad de lo que habían perdido en forma de salario. La ilusión del “progreso” ininterrumpido de todas las clases se ha desvanecido sin dejar rastro. El declive relativo de las condiciones de vida de las masas ha sido sustituido por un declive absoluto. Los trabajadores comenzaron por economizar en sus modestas diversiones, luego en sus vestidos y finalmente en sus alimentos. Los artículos y productos de calidad media han sido reemplazados por otros de calidad baja, y los de calidad baja, por los de calidad pésima. Los sindicatos comenzaron a parecerse al hombre que se agarra desesperadamente al pasamanos mientras la escalera mecánica desciende a gran velocidad.

Con el 6% de la población mundial, EEUU posee el 40% de la riqueza mundial. Además, como admitió el propio Roosevelt, un tercio de la nación está malnutrida, viste inadecuadamente y vive en condiciones infrahumanas. ¿Qué decir, pues, de los países mucho menos privilegiados? La historia del mundo capitalista desde la última guerra confirma de manera irrefutable la teoría de la miseria creciente. El aumento de la polarización social es reconocido hoy en día no sólo por cualquier estadístico competente, sino incluso por aquellos hombres de Estado que recuerdan las cuatro reglas de la aritmética.

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"La dictadura fascista significa el abierto reconocimiento de la tendencia al empobrecimiento, que las democracias imperialistas más ricas todavía tratan de disimular."

El régimen fascista, que simplemente rebajó al máximo los límites de la decadencia y la reacción inherentes a todo capitalismo imperialista, se volvió indispensable cuando la degeneración del capitalismo eliminó la posibilidad de albergar ilusiones respecto a la mejora de los niveles de vida del proletariado. La dictadura fascista significa el abierto reconocimiento de la tendencia al empobrecimiento, que las democracias imperialistas más ricas todavía tratan de disimular. Mussolini y Hitler persiguen al marxismo con tanto odio precisamente porque su propio régimen es la más horrible confirmación de los pronósticos marxistas. El mundo civilizado se indignó, o fingió indignarse, cuando Goering, con ese tono de verdugo y bufón que le es peculiar, declaró que los cañones son más importantes que la mantequilla, o cuando Cagliostro-Casanova-Mussolini[9] aconsejó a los trabajadores italianos que aprendieran a apretarse los cinturones de sus camisas negras[10]. ¿Pero acaso no está pasando esencialmente lo mismo en las democracias imperialistas? En todas partes se engrasan los cañones con mantequilla. Los trabajadores de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos no visten camisa negra, pero también aprenden a apretarse el cinturón. En el país más rico del mundo, millones de trabajadores se han convertido en indigentes que viven a expensas de la caridad, ya sea privada o del gobierno, los estados o los ayuntamientos.

b) El ejército de reserva y la nueva subclase de los desempleados

El ejército industrial de reserva es un componente indispensable del mecanismo social del capitalismo, tanto como las máquinas y las materias primas para las fábricas o los productos elaborados para los almacenes. Ni la expansión general de la producción ni la adaptación del capital a los flujos y reflujos del ciclo industrial serían posibles sin una reserva de fuerza de trabajo. De la tendencia general del desarrollo capitalista —el aumento del capital constante (máquinas y materias primas) a expensas del capital variable (fuerza de trabajo)—, Marx sacó esta conclusión: “Cuanto mayor sea la riqueza social (...), tanto mayor será el ejército industrial de reserva (...) Cuanto mayor sea el ejército industrial de reserva (...), tanto mayor será el pauperismo oficial. Esta es la ley general, absoluta, de la acumulación capitalista”.

Esta tesis —unida indisolublemente a la teoría de la miseria creciente y denunciada durante muchos años como “exagerada”, “tendenciosa” y “demagógica”— se ha convertido ahora en la imagen teórica intachable de las cosas tal como son. El actual ejército de desempleados ya no puede ser considerado como un “ejército de reserva” porque su masa básica ya no puede tener ninguna esperanza de volver a encontrar trabajo; al contrario, está condenada a aumentar por la afluencia constante de nuevos desempleados. El capitalismo en desintegración ha criado toda una generación de jóvenes que nunca han tenido empleo y que no tienen ninguna esperanza de conseguirlo. Esta nueva subclase entre el proletariado y el semiproletariado está obligada a vivir a expensas de la sociedad. Se ha estimado que el desempleo ha privado a la economía estadounidense de más de 43 millones de años de trabajo en el curso de nueve años (1930-38). Teniendo en cuenta que en 1929, en el cénit de la prosperidad, había dos millones de parados y que durante esos nueve años el número de trabajadores potenciales aumentó en cinco millones, la cantidad de años de trabajo perdidos debe ser incomparablemente mayor. Un régimen social asolado por semejante plaga está enfermo de muerte. El diagnóstico exacto de esta enfermedad se hizo hace cerca de ochenta años, cuando la enfermedad era un mero germen.

c) El declive de las clases medias

Las cifras que demuestran la concentración del capital indican al mismo tiempo que el peso específico de la clase media en la producción y su participación en la renta nacional están en constante declive, en tanto que las pequeñas propiedades han sido completamente absorbidas o degradadas y desprovistas de su independencia, convirtiéndose en un mero símbolo de un trabajo insoportable y de una necesidad desesperada. Al mismo tiempo, es cierto que el desarrollo del capitalismo ha estimulado un considerable aumento del ejército de técnicos, gestores, militares, empleados, abogados, médicos..., en una palabra, de la llamada “nueva clase media”. Pero este estrato, cuyo crecimiento no fue un misterio ni siquiera para Marx, tiene poco que ver con la vieja clase media, que al ser la propietaria de sus propios medios de producción tenía una garantía tangible de independencia económica. La “nueva clase media” depende de los capitalistas más directamente que los trabajadores, ejerciendo muchos de sus miembros funciones auxiliares para los capitalistas. Pero también se advierte una considerable sobreproducción de clase media, con sus secuelas de degradación social.

“La información estadística fiable —afirma una persona tan alejada del marxismo como el ex fiscal general Homer S. Cummings— demuestra que muchas unidades industriales han desaparecido completamente y que lo que ha ocurrido es una progresiva eliminación de los pequeños hombres de negocios como factor de la vida estadounidense”. Pero, objeta Sombart junto con muchos de sus predecesores y sucesores, a pesar de Marx, “la concentración general, con la desaparición de la clase de artesanos y agricultores” todavía no se ha producido. Es difícil decir qué tiene más peso en este argumento, si la irresponsabilidad o la mala fe. Como todo teórico, Marx comenzó por aislar las tendencias fundamentales en su forma pura; de otro modo, habría sido completamente imposible comprender el destino de la sociedad capitalista. El propio Marx fue, no obstante, perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida a la luz del análisis concreto, como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Sin duda, el que la velocidad en la caída de los cuerpos varíe bajo condiciones diferentes o que las órbitas de los planetas estén sujetas a perturbaciones no invalida las leyes de Newton.

Para comprender la llamada “tenacidad” de las clases medias, es bueno recordar que ambas tendencias —el arruinamiento de las clases medias y la transformación de esas clases arruinadas en proletarios— no se producen a un ritmo uniforme ni en la misma medida. De la creciente preponderancia de la máquina sobre la fuerza de trabajo se deriva que el proceso de arruinamiento de las clases medias avanza más deprisa que el proceso de su proletarización; en realidad, en determinada coyuntura, este proceso de proletarización debe cesar totalmente e incluso retroceder.

Así como el funcionamiento de las leyes fisiológicas tiene resultados distintos en un organismo en crecimiento y en uno en decadencia, también las leyes de la economía marxista operan de forma distinta en un capitalismo en desarrollo y en uno en desintegración. Esta diferencia queda patente con especial claridad en las relaciones mutuas entre la ciudad y el campo. La población rural estadounidense, que comparativamente crece menos que el total de la población, siguió aumentando en cifras absolutas hasta 1910, cuando superó los 32 millones. Durante los veinte años siguientes, a pesar del rápido aumento de la población total, la población rural bajó a 30,4 millones, es decir, en 1,6 millones. Pero en 1935 subió de nuevo a 32,8 millones, con un aumento de 2,4 millones respecto a 1930. Esta vuelta atrás de la rueda, sorprendente a primera vista, no refuta en lo más mínimo ni la tendencia de la población urbana a crecer a expensas de la rural ni la tendencia de las clases medias a ser atomizadas, y al mismo tiempo demuestra, de la forma más categórica, la desintegración del sistema capitalista en su conjunto. El aumento de la población rural durante el período de crisis aguda de 1930-35 se explica sencillamente por el hecho de que casi dos millones de pobladores urbanos —o, para ser más exactos, dos millones de desempleados hambrientos— se trasladaron al campo, a tierras abandonadas o a granjas de familiares y amigos, con objeto de emplear su fuerza de trabajo, rechazada por la sociedad, en la economía natural productiva y así poder tener una existencia semihambrienta, en vez de morirse totalmente de hambre.

De aquí se deduce que no se trata de una cuestión de estabilidad de los pequeños agricultores, artesanos y comerciantes, sino más bien de su situación terriblemente desesperada. Lejos de ser una garantía del futuro, la clase media es una reliquia infortunada y trágica del pasado. Incapaz de eliminarla por completo, el capitalismo se las ha arreglado para reducirla al mayor grado de degradación y penuria. Al agricultor se le niega no solamente la renta que le corresponde por su parcela y el beneficio del capital que ha invertido, sino también una buena porción de sus salarios. De manera similar, la pobre gente de la ciudad se desespera en el reducido espacio que le tocó en suerte entre la vida y la muerte económicas. La clase media no se proletariza únicamente porque se depaupere. A este respecto, es tan difícil encontrar un argumento contra Marx como en favor del capitalismo.

d) Las crisis industriales

El final del siglo pasado y el comienzo del presente estuvieron marcados por un progreso tan abrumador del capitalismo, que las crisis cíclicas parecían no ser más que molestias “accidentales”. Durante los años de optimismo capitalista casi universal, los críticos de Marx nos aseguraban que el desarrollo nacional e internacional de los trusts, consorcios y cárteles introducía el control planificado del mercado y presagiaba el triunfo final sobre las crisis. Según Sombart, las crisis ya habían sido “abolidas” antes de la guerra a través del mecanismo del propio capitalismo, así que “el problema de las crisis nos deja hoy virtualmente indiferentes”. Ahora bien, solamente diez años más tarde esas palabras suenan a burla, mientras que el pronóstico de Marx se nos aparece hoy en día en toda la medida de su trágica contundencia. En un organismo con la sangre envenenada, cualquier pequeña enfermedad tiende a cronificarse; en el organismo podrido del capitalismo monopolístico, las crisis asumen una forma particularmente maligna.

Cabe destacar que la prensa capitalista, que pretende medio negar la existencia de los monopolios, parte de la afirmación de esos mismos monopolios para medio negar la anarquía capitalista. Si sesenta familias dirigen la vida económica de Estados Unidos, The New York Times observa irónicamente: “Esto demostraría que el capitalismo estadounidense, lejos de no responder a ningún plan, está organizado con gran detalle”. Este argumento yerra el blanco.

El capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el final. Así como la concentración de la riqueza no elimina la clase media, tampoco el monopolio elimina la competencia, sino que sólo la aplasta y destroza. Ni el “plan” de cada una de las sesenta familias ni las distintas variantes de esos planes están interesados en absoluto en la coordinación de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en el aumento de los beneficios de la camarilla monopolística propia a costa de las otras y de toda la nación. A la hora de la verdad, el entrecruzamiento de tales planes no hace más que profundizar la anarquía de la economía nacional. La dictadura monopolística y el caos no son mutuamente excluyentes; más bien se complementan y nutren recíprocamente.

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"La crisis de 1929 estalló y la economía estadounidense fue lanzada al abismo de una postración monstruosa."

La crisis de 1929 estalló en Estados Unidos un año después de que Sombart proclamase la completa indiferencia de su “ciencia” hacia el problema de las crisis. Desde la cumbre de una prosperidad sin precedentes, la economía estadounidense fue lanzada al abismo de una postración monstruosa. ¡Nadie, en la época de Marx, podía haber concebido convulsiones de tal magnitud! La renta nacional estadounidense alcanzó por primera vez los 69.000 millones de dólares en 1920, únicamente para caer el año siguiente a 50.000, un descenso del 27%. A consecuencia de la prosperidad de los siguientes años, en 1929 la renta nacional se había elevado de nuevo a su pico máximo de 81.000 millones de dólares, para descender en 1932 hasta los 40.000 millones, es decir, ¡a menos de la mitad! Durante los nueve años que van de 1930 a 1938 se perdieron aproximadamente cuarenta y tres millones de años de trabajo y 133.000 millones de dólares de la renta nacional, teniendo en cuenta las normas de trabajo y las rentas de 1929, cuando “sólo” había dos millones de desempleados. Si todo esto no es anarquía, ¿qué puede significar esta palabra?

e) La ‘teoría del colapso’

Las mentes y los corazones de los intelectuales de clase media y de los burócratas sindicales cayeron embelesados casi totalmente por los logros del capitalismo entre la época de la muerte de Marx y el comienzo de la [Primera] Guerra Mundial. La idea de progreso gradual (“evolución”) parecía estar asegurada para siempre, en tanto que la idea de revolución era considerada como una mera reliquia bárbara. El pronóstico de Marx sobre la creciente concentración del capital, el agravamiento de las contradicciones de clase, la profundización de las crisis y el colapso catastrófico del capitalismo no fue revisado para corregirlo parcialmente y hacerlo más preciso, sino para refutarlo con el pronóstico cualitativamente opuesto de una distribución más justa de la riqueza nacional, una suavización de las contradicciones de clase y una reforma gradual de la sociedad capitalista. Jean Jaurès[11], el socialdemócrata más talentoso de esa época clásica, esperaba llenar gradualmente la democracia política de satisfacción social. Esta es la esencia del reformismo. Tal fue el pronóstico alternativo. ¿Qué queda de él?

La vida del capitalismo monopolístico actual es una cadena de crisis. Cada crisis es una catástrofe. La necesidad de salvarse de estas catástrofes parciales mediante murallas aduaneras, inflación, incremento del gasto público y más deudas prepara el terreno para nuevas crisis más profundas y más extensas. La lucha por los mercados, por las materias primas, por las colonias... hace inevitables las catástrofes militares, que en general preparan catástrofes revolucionarias. Ciertamente, no es fácil estar de acuerdo con Sombart en que el capitalismo envejecido se hace cada vez más “tranquilo, sosegado y razonable”. Sería más apropiado decir que está perdiendo sus últimos vestigios de razón. En cualquier caso, no cabe duda de que la teoría del colapso ha vencido a la teoría del desarrollo pacífico.

La decadencia del capitalismo

Por costoso que haya sido el dominio del mercado para la sociedad, hasta cierta etapa, aproximadamente hasta la [Primera] Guerra Mundial, la humanidad creció, se desarrolló y se enriqueció a través de crisis parciales y generales. En esa época, la propiedad privada de los medios de producción continuó siendo un factor relativamente progresista. Pero ahora el dominio ciego de la ley del valor se niega a prestar más servicios. El progreso humano está metido en un callejón sin salida. A pesar de los últimos avances de la técnica, las fuerzas productivas materiales ya no aumentan. El síntoma más claro de la decadencia es el estancamiento mundial del sector de la construcción, a consecuencia de la paralización de nuevas inversiones en las ramas básicas de la economía. Sencillamente, los capitalistas ya no son capaces de creer en el futuro de su propio sistema. Que el gobierno estimule la construcción significa un aumento de los impuestos y la contracción de la renta nacional disponible, especialmente porque la mayor parte de las nuevas construcciones gubernamentales tienen directamente propósitos bélicos.

El marasmo ha adquirido un carácter particularmente maligno y degradante en la esfera más antigua de la actividad humana, la más estrechamente relacionada con las necesidades vitales del hombre: la agricultura. Insatisfechos ahora con los obstáculos que la propiedad privada en su forma más reaccionaria, la de los pequeños agricultores, opone al desarrollo de la agricultura, los gobiernos capitalistas se ven obligados con frecuencia a limitar la producción artificialmente a través de medidas legales y administrativas que habrían asustado a los artesanos de los gremios en la época de su decadencia. Quedará grabado en la historia que los gobiernos de los países capitalistas más poderosos dieron primas a los agricultores para que redujeran sus siembras, es decir, para disminuir artificialmente la ya menguante renta nacional. Los resultados hablan por sí mismos: mientras que el número de hambrientos, la gran mayoría de la humanidad, sigue creciendo más rápidamente que la población del planeta, la economía agraria no sale de una crisis putrefacta, a pesar de las enormes posibilidades productivas que aseguran la experiencia y la ciencia. Los conservadores la consideran una buena política para defender un orden social sumido en la locura destructiva y condenan la lucha del socialismo contra semejante locura como una utopía destructiva.

Fascismo y New Deal

En el mundo actual, dos sistemas rivalizan entre sí para salvar un capitalismo condenado históricamente a muerte: el fascismo y el New Deal, en todas sus manifestaciones. El fascismo basa su programa en la demolición de las organizaciones obreras, la destrucción de las reformas sociales y la completa aniquilación de los derechos democráticos, a fin de impedir el resurgir de la lucha de clases del proletariado. En nombre de la salvación de la “nación” y de la “raza”, presuntuosas denominaciones para designar al capitalismo en decadencia, el Estado fascista legaliza oficialmente la degradación de los trabajadores y el empobrecimiento de las clases medias.

La política del New Deal, que trata de salvar la democracia imperialista mediante concesiones a la aristocracia obrera y a la aristocracia agraria, sólo se la pueden permitir, en su amplio alcance, las naciones muy ricas, y en este sentido es la política estadounidense por excelencia. El gobierno ha intentado cargar una parte de los gastos de esta política sobre los hombros de los monopolistas, exhortándolos a subir los salarios y reducir la jornada laboral para así aumentar el poder adquisitivo de la población y extender la producción. LéonBlum[12] intentó traducir este sermón al francés. ¡Todo en vano! El capitalista francés, como el estadounidense, no produce por producir, sino para obtener beneficios. Siempre está dispuesto a limitar la producción, e incluso a destruir productos elaborados, si con ello aumenta su parte en la renta nacional.

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"La política del New Deal, que trata de salvar la democracia imperialista mediante concesiones a la aristocracia obrera y a la aristocracia agraria, sólo se la pueden permitir las naciones muy ricas."

Lo más incoherente del programa del New Deal es que, mientras predica sermones a los magnates del capital sobre las ventajas de la abundancia sobre la escasez, el gobierno otorga primas para reducir la producción. ¿Es posible mayor confusión? El gobierno replica a sus críticos con este desafío: ¿podéis hacerlo mejor? Todo esto significa que, sobre la base del capitalismo, no hay ninguna esperanza.

Desde 1933, es decir, en los últimos seis años, el gobierno federal, los estados y los ayuntamientos estadounidenses han repartido cerca de 15.000 millones de dólares en ayudas a los desempleados, una suma totalmente insuficiente y que sólo representa una pequeña parte de los salarios perdidos, pero al mismo tiempo una suma colosal si tenemos en cuenta la menguante renta nacional. Durante 1938, un año de relativa recuperación económica, la deuda nacional se incrementó en 2.000 millones de dólares, superando la marca de 38.000 millones, 12.000 millones más que su nivel más alto al final de la [Primera] Guerra Mundial. En 1939 superó muy pronto los 40.000 millones. ¿Y entonces qué? Por supuesto, la creciente deuda nacional es una carga para la posteridad. Pero el New Deal fue posible solamente gracias a la tremenda riqueza acumulada por las pasadas generaciones. Únicamente una nación muy rica podría permitirse una política económica tan extravagante. Pero incluso tal nación no puede vivir eternamente a costa de las generaciones anteriores. La política del New Deal, con sus logros ficticios y su muy real aumento de la deuda nacional, conduce inevitablemente a una feroz reacción capitalista y a una devastadora explosión de imperialismo. En otras palabras, marcha por los mismos cauces que la política del fascismo.

¿Anomalía o norma?

El secretario del Interior, Harold L. Ickes, considera como “una de las más extrañas anomalías de toda la historia” que Estados Unidos, democrático en la forma, sea autocrático en sustancia: “Estados Unidos, la tierra del gobierno de la mayoría, pero al menos hasta 1933 [!] controlada por los monopolios, que a su vez son controlados por un insignificante número de accionistas”. El diagnóstico es correcto, a excepción de la insinuación de que el gobierno del monopolio ha cesado o se ha debilitado con el advenimiento de Roosevelt. Sin embargo, lo que Ickes llama “una de las más extrañas anomalías de toda la historia” es en realidad la norma incuestionable del capitalismo. La dominación del débil por el fuerte, de la mayoría por la minoría, de los trabajadores por los explotadores, es una ley básica de la democracia burguesa. Lo que distingue a Estados Unidos de otros países es simplemente el mayor alcance y la mayor vileza de las contradicciones de su capitalismo. La carencia de un pasado feudal, la riqueza en recursos naturales, un pueblo enérgico y emprendedor, en resumen, todos los prerrequisitos que auguraban un desarrollo ininterrumpido de la democracia, han provocado en realidad una fantástica concentración de la riqueza.

Con la promesa de esta vez triunfar en la lucha contra los monopolios, Ickes se remonta imprudentemente a Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson como los predecesores de Franklin D. Roosevelt.[13] “Prácticamente todas nuestras más grandes figuras históricas —dijo el 30 de diciembre de 1937— son famosas por su valiente y persistente lucha para impedir la superconcentración de la riqueza y del poder en unas pocas manos”. Pero de esas mismas palabras se deduce que el fruto de esa “valiente y persistente lucha” es el completo dominio de la democracia por la plutocracia.

Por alguna inexplicable razón, Ickes piensa que esta vez la victoria está asegurada siempre y cuando el pueblo comprenda que la lucha no es “entre el New Deal y el hombre de negocio ilustrado medio, sino entre el New Deal y los ‘borbones’ de las sesenta familias que han puesto al resto de los empresarios estadounidenses bajo el terror de su dominación”. Este portavoz autorizado no nos explica cómo se las arreglaron los “borbones” para subyugar a todos los hombres de negocios ilustrados, a pesar de la democracia y de los esfuerzos de las “más grandes figuras históricas”. Los Rockefeller, los Morgan, los Mellon, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Ford y Cía. no invadieron Estados Unidos desde fuera, como Cortés invadió México, sino que salieron del “pueblo”, o, para ser más precisos, de la clase de los “industriales y hombres de negocios ilustrados” y, conforme al pronóstico de Marx, alcanzaron la cumbre natural del capitalismo. Dado que una joven y fuerte democracia en su apogeo fue incapaz de frenar la concentración de la riqueza cuando el proceso se hallaba todavía en sus inicios, ¿es posible creer ni siquiera por un minuto que una democracia en decadencia sea capaz de debilitar los antagonismos de clase, que han alcanzado su límite máximo? En cualquier caso, la experiencia del New Deal no da pie a semejante optimismo. Al refutar las acusaciones de los grandes negocios contra el gobierno, Robert H. Jackson, alto cargo de la administración, demostró con cifras que durante el mandato de Roosevelt los beneficios de los magnates del capital alcanzaron niveles con los que ni ellos mismos habían soñado durante la última etapa de la presidencia de Hoover[14], de lo cual se deduce en todo caso que la lucha de Roosevelt contra los monopolios no ha sido coronada con un éxito mayor que la de todos sus predecesores.

Aunque se sienten llamados a defender los cimientos del capitalismo, en la práctica los reformadores se muestran impotentes para embridar sus leyes a través de medidas de política económica. ¿Qué otra cosa pueden hacer entonces, sino moralizar? Ickes, como los otros miembros del gabinete y publicistas del New Deal, termina apelando a los monopolistas para que no olviden la decencia ni los principios de la democracia. ¿En qué se diferencia esto de las rogativas para que llueva? Con total seguridad, la visión marxista del propietario de los medios de producción es mucho más científica: “Como capitalista —leemos en El capital—, es simplemente capital personificado. Su alma es el alma del capital. Pero el capital tiene un único objetivo en la vida: crear plusvalía”. Si el comportamiento del capitalista estuviese determinado por los atributos de su alma o por las líricas efusiones del secretario del Interior, no serían posibles ni los precios medios, ni los salarios medios, ni la contabilidad ni toda la economía capitalista. Sin embargo, la contabilidad continúa floreciendo y es un fuerte argumento a favor de la concepción materialista de la historia.

Curandería judicial

“A menos que destruyamos el monopolio —dijo el ex fiscal general estadounidense Homer S. Cummings en noviembre de 1937—, el monopolio encontrará la forma de destruir la mayoría de nuestras reformas y, finalmente, rebajar nuestros niveles de vida”. Citando cifras asombrosas para demostrar que “la tendencia a una excesiva concentración de la riqueza y el control económico es innegable", Cummings se vio obligado al mismo tiempo a admitir que, hasta ahora, la pugna legislativa y judicial contra los trusts no ha conducido a ninguna parte. “Es difícil establecer —se quejó— una intención siniestra” cuando se trata de “resultados económicos”. ¡Esta es la cuestión! Peor todavía: la lucha judicial contra los trusts ha traído la “confusión más confundida”.[15] Este feliz pleonasmo expresa bastante bien la impotencia de la justicia democrática en su lucha contra la ley marxista del valor. No hay motivos para esperar que el sucesor de Cummings, el señor Frank Murphy, sea más afortunado a la hora de resolver estas tareas, cuyo mero planteamiento demuestra la desesperada curandería en la esfera del pensamiento económico.

Traer de vuelta el pasado

No se puede menos que estar de acuerdo con el profesor Lewis W. Douglas, exdirector de Presupuestos de la administración Roosevelt, cuando condena al gobierno por “atacar el monopolio en un campo mientras lo fomenta en muchos otros”. Pero, dada la naturaleza de las cosas, no puede ser de otra manera. Según Marx, el gobierno es el comité ejecutivo de la clase dominante. Actualmente los monopolistas constituyen el sector más poderoso de la misma. El gobierno no está en condiciones de luchar contra el monopolio en general, es decir, contra la clase por cuya voluntad gobierna. Mientras ataca a una fase del monopolio, se ve obligado a buscar un aliado en otras fases del mismo. Unido a los bancos y a la industria ligera, puede descargar golpes ocasionales contra los trusts de la industria pesada, los cuales, dicho sea de paso, no dejan por ello de cosechar beneficios fantásticos.

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"La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenece al pasado irrevocable."

Lewis Douglas no contrapone la ciencia a la curandería oficial, sino simplemente otra clase de curandería. Ve la fuente del monopolio no en el capitalismo, sino en el proteccionismo y, acorde con ello, descubre la salvación de la sociedad no en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, sino en la rebaja de las tarifas aduaneras. “A menos que se restaure la libertad de los mercados —predice—, es dudoso que las libertades (empresarial, de expresión, educativa, religiosa) puedan sobrevivir”. En otras palabras, sin el restablecimiento de la libertad de comercio internacional, la democracia, dondequiera y en cualquier grado que todavía sobreviva, deberá ceder el sitio bien a una dictadura revolucionaria, bien a una dictadura fascista. Pero la libertad de comercio internacional es inconcebible sin la libertad de comercio nacional, es decir, sin la competencia. Y la libertad de competencia es inconcebible bajo la dominación del monopolio. Por desgracia, Douglas, como Ickes, como Jackson, como Cummings o como el propio Roosevelt, no se ha molestado en darnos su receta contra el capitalismo monopolístico ni, por tanto, contra una revolución o un régimen totalitario.

La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenece al pasado irrevocable. Traer de vuelta el pasado es ahora la única prescripción de los reformadores democráticos del capitalismo: traer de vuelta más “libertad” para los pequeños y medianos empresarios, cambiar en su favor el sistema crediticio y monetario, liberar el mercado del dominio de los trusts, eliminar de la bolsa a los especuladores profesionales, restaurar la libertad de comercio internacional, y así ad infinitum[16]. Los reformadores sueñan incluso con limitar el uso de máquinas y proscribir la técnica, que perturba el equilibrio social y causa muchas preocupaciones.

Millikan y el marxismo

Hablando el 7 de diciembre de 1937 en defensa de la ciencia, el doctor Robert A. Millikan, uno de los principales físicos estadounidenses, observó: “Las estadísticas de EEUU demuestran que el porcentaje de la población con un empleo remunerado ha aumentado constantemente durante los últimos cincuenta años, en los que la ciencia ha sido aplicada con más rapidez”. Esta defensa del capitalismo bajo la apariencia de defender la ciencia no puede calificarse de afortunada. Precisamente durante el último medio siglo es cuando se “rompió el eslabón de los tiempos” y se alteró agudamente la interrelación entre economía y técnica. El período al que se refiere Millikan incluye tanto el comienzo de la decadencia capitalista como el punto álgido de la prosperidad capitalista. Ocultar el comienzo de esa decadencia, que afecta al mundo entero, es actuar como un apologista del capitalismo. Al rechazar de manera improvisada el socialismo con la ayuda de argumentos que ni siquiera harían honor a Henry Ford, el doctor Millikannos dice que ningún sistema de distribución puede satisfacer las necesidades humanas sin aumentar el rango de la producción. ¡Indudablemente! Pero es una lástima que este famoso físico no explique a los millones de desempleados estadounidenses cómo van a participar en el aumento de la riqueza nacional. La predicación abstracta acerca de la virtud salvífica de la iniciativa privada y la alta productividad del trabajo no proporcionará empleos a los parados, ni cubrirá el déficit presupuestario ni sacará del callejón sin salida a los negocios de la nación.

Lo que distingue a Marx es la universalidad de su genio, su habilidad para comprender los fenómenos y los procesos de diversos campos en su conexión inherente. Sin ser un especialista en ciencias naturales, fue de los primeros en apreciar la importancia de los grandes descubrimientos en ese terreno, por ejemplo, la teoría darwinista. Marx estaba seguro de esa preeminencia no tanto en virtud de su intelecto como en virtud de su método. Los científicos de mentalidad burguesa pueden pensar que están por encima del socialismo; sin embargo, el caso de Robert Millikan no es sino una confirmación más de que en la esfera de la sociología sigue habiendo charlatanes incurables. Deberían aprender de Marx el pensamiento científico.

Posibilidades productivas y propiedad privada

En su mensaje al Congreso de comienzos de 1937, el presidente Roosevelt expresó su deseo de elevar la renta nacional a noventa o cien mil millones de dólares, pero sin indicar cómo. En sí, ese programa era excesivamente modesto. En 1929, cuando había unos dos millones de desempleados, la renta nacional alcanzó los 81.000 millones de dólares. Poner en marcha las actuales fuerzas productivas no sólo debería ser suficiente para llevar a cabo el programa de Roosevelt, sino para superarlo considerablemente. Las máquinas, las materias primas, los trabajadores, todo está disponible, por no hablar de la necesidad de productos que tiene la población. Si a pesar de ello el plan es irrealizable —que lo es—, la única razón es el antagonismo irreconciliable entre la propiedad capitalista y la necesidad social de expandir la producción. La famosa Encuesta Nacional sobre la Capacidad Productiva Potencial, patrocinada por el gobierno, llegó a la conclusión de que el coste de la producción y los servicios utilizados en 1929 rozó los 94.000 millones de dólares, calculados en base a los precios al por menor. Sin embargo, si se utilizasen todas las posibilidades productivas reales, la cifra se habría elevado a 135.000 millones, es decir, que la renta anual familiar media habría alcanzado los 4.370 dólares, suficiente para garantizar una vida decente y cómoda. Debe añadirse que los cálculos de la Encuesta Nacional se basan en la actual organización productiva de Estados Unidos, que es la que es a consecuencia de la anárquica historia del capitalismo. Si el equipamiento fuese reprovisto en función de un plan socialista unificado, los cálculos sobre la producción podrían ser superados considerablemente y podría asegurársele a todo el pueblo un nivel de vida muy cómodo y una jornada laboral extremadamente corta.

Por tanto, para salvar la sociedad no es necesario frenar el desarrollo de la técnica, cerrar fábricas, dar primas a los granjeros para que saboteen la agricultura, empobrecer a un tercio de los trabajadores ni llamar a maníacos para que ejerzan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible a los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parasitarios y organizar la sociedad de acuerdo a un plan racional. Entonces sería realmente posible, por primera vez, curar los males sociales. Quien fuese capaz de trabajar encontraría un empleo. La jornada laboral disminuiría gradualmente. Todos los miembros de la sociedad verían asegurada la satisfacción de sus necesidades. Palabras como “pobreza”, “crisis” o “explotación” desaparecerían de la circulación. El género humano cruzaría por fin el umbral hacia la verdadera humanidad.

La inevitabilidad del socialismo

“Al mismo tiempo que disminuye constantemente el número de magnates capitalistas —dice Marx—, crece la cantidad de miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación; pero con ello crece también la revuelta de la clase obrera, una clase que aumenta siempre en número, disciplinada, unida, organizada por el propio mecanismo del proceso de la producción capitalista (...) La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan finalmente un punto en que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura revienta en pedazos. Doblan las campanas por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados”. Esta es la revolución socialista. Para Marx, el problema de reconstruir la sociedad no surgió de una prescripción motivada por sus gustos personales; fue consecuencia de una necesidad histórica imperativa, de la madurez de las fuerzas productivas, por un lado, y de la imposibilidad de desarrollar más esas fuerzas a merced de la ley del valor, por el otro. Las elucubraciones de ciertos intelectuales sobre el tema de que, a pesar de la teoría de Marx, el socialismo no es inevitable, sino meramente posible, carecen de todo sentido. Evidentemente Marx no quiso decir que el socialismo vendría sin la voluntad y la acción del hombre; esta idea es absurda. Marx previó que la socialización de los medios de producción sería la única solución al colapso económico al que inevitablemente conduciría el desarrollo del capitalismo, colapso que tenemos ante nuestros ojos. Las fuerzas productivas necesitan un nuevo amo que las organice y, dado que la existencia determina la conciencia, Marx no tuvo duda de que la clase obrera, a costa de errores y derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, más pronto o más tarde, extraerá las conclusiones prácticas imperativas.

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"Marx previó que la socialización de los medios de producción sería la única solución al colapso económico al que conduciría el desarrollo del capitalismo."

Que la socialización de los medios de producción creados por los capitalistas representa una tremenda ventaja económica se puede demostrar hoy día no sólo teóricamente, sino también con el experimento de la Unión Soviética, a pesar de las limitaciones del mismo. Es verdad que los reaccionarios capitalistas, no sin artificio, usan el régimen de Stalin como un espantajo contra las ideas socialistas. En realidad, Marx nunca dijo que el socialismo se podría alcanzar en un solo país, y menos en un país atrasado. Las continuas privaciones de las masas en la Unión Soviética, la omnipotencia de la casta privilegiada que se ha colocado a sí misma sobre la nación y su miseria, y finalmente la desenfrenada ley de la porra de los burócratas no son consecuencias del método económico socialista, sino del aislamiento y el atraso de la URSS, cercada por los países capitalistas. Lo asombroso es que en tales circunstancias, excepcionalmente desfavorables, la economía planificada se las haya arreglado para demostrar sus insuperables ventajas.

Todos los salvadores del capitalismo, tanto los demócratas como los fascistas, pretenden limitar o, al menos, disimular el poder de los magnates capitalistas, para así prevenir la “expropiación de los expropiadores”. Todos ellos admiten, muchos abiertamente, que el fracaso de sus tentativas reformistas conducirá inevitablemente a la revolución socialista. Todos ellos han conseguido poner en evidencia que sus métodos para salvar el capitalismo no son más que curandería reaccionaria e inútil. El pronóstico de Marx sobre la inevitabilidad del socialismo se confirma así plenamente mediante una prueba negativa.

La inevitabilidad de la revolución socialista

El programa de la tecnocracia que floreció en el período de la gran crisis de 1929-32 se basaba en la premisa correcta de que la economía sólo puede ser racionalizada mediante la unión entre la técnica en el apogeo de la ciencia y el gobierno al servicio de la sociedad. Tal unión es posible, pero siempre y cuando la técnica y el gobierno se liberen de la esclavitud de la propiedad privada. Aquí es donde comienza la gran tarea revolucionaria. Para liberar a la técnica de la conspiración de los intereses privados y poner el gobierno al servicio de la sociedad es necesario “expropiar a los expropiadores”. Solamente una clase poderosa, interesada en su propia liberación y opuesta a los expropiadores monopolísticos, es capaz de realizar esta tarea. Solamente al unísono con un gobierno proletario podrá la capa cualificada de los técnicos construir una economía verdaderamente científica y verdaderamente racional, es decir, una economía socialista.

Por supuesto, sería mejor alcanzar este objetivo de una manera pacífica, gradual y democrática. Pero un orden social que ya no tiene razón de ser nunca deja paso a su sucesor sin oponer resistencia. Si, en su época, la democracia joven y fuerte se demostró incapaz de impedir que la plutocracia se apoderase de la riqueza y el poder, ¿cabe esperar que una democracia senil y devastada sea capaz de transformar un orden social basado en el dominio sin trabas de sesenta familias? La teoría y la historia enseñan que un cambio de régimen social presupone la expresión más elevada de la lucha de clases, es decir, la revolución. En Estados Unidos ni siquiera se pudo abolir la esclavitud sin una guerra civil. “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Nadie ha sido capaz hasta ahora de refutar a Marx respecto a este principio básico de la sociología de la sociedad de clases. Sólo una revolución socialista puede despejar el camino al socialismo.

El marxismo en Estados Unidos

La república estadounidense ha ido más allá que otras en la esfera de la técnica y la organización de la producción. No sólo los estadounidenses, sino la humanidad entera construirá sobre esos cimientos. Sin embargo, las diversas fases del proceso social en una misma nación tienen ritmos diversos dependiendo de condiciones históricas especiales. Mientras Estados Unidos goza de una tremenda superioridad tecnológica, su pensamiento económico se halla extremadamente atrasado, tanto en el ala derecha como en el ala izquierda. John L. Lewis tiene más o menos las mismas opiniones que Franklin D. Roosevelt. Dada la naturaleza de su papel, la función social de Lewis es incomparablemente más conservadora, por no decir reaccionaria, que la de Roosevelt. En ciertos círculos estadounidenses hay una tendencia a repudiar tal o cual teoría radical sin el menor asomo de crítica científica, simplemente declarándola “antiestadounidense”. Pero ¿dónde puede encontrarse el criterio para tal declaración? El cristianismo fue importado a Estados Unidos juntamente con los logaritmos, la poesía de Shakespeare, las nociones de los derechos del hombre y del ciudadano, y otros productos no sin importancia del pensamiento humano. El marxismo se encuentra hoy en la misma categoría.

El secretario de Agricultura, Henry A. Wallace, imputó al autor de estas líneas “una estrechez dogmática que es tremendamente antiestadounidense” y contrapuso al dogmatismo ruso el espíritu oportunista de Jefferson, que sabía cómo llevarse bien con sus oponentes. Al parecer, al señor Wallace nunca se le ha ocurrido que una política de consenso no es producto de algún espíritu nacional inmaterial, sino de las condiciones materiales. Una nación enriquecida rápidamente tiene suficientes reservas como para conciliar partidos y clases hostiles. Por otro lado, cuando las contradicciones sociales se agudizan, desaparece el terreno para los compromisos. EEUU estaba libre de “estrechez dogmática” únicamente porque tenía una plétora de áreas vírgenes, fuentes de riqueza natural inagotables y, según parece, oportunidades ilimitadas para hacerse rico. Pero incluso con estas condiciones, el espíritu de consenso no impidió la guerra civil cuando llegó su hora. En cualquier caso, hoy en día las condiciones materiales que constituyen la base del “americanismo” son cada vez más cosa del pasado. De ahí la crisis profunda de la ideología estadounidense tradicional.

Tanto en los círculos obreros como en los círculos burgueses, el pensamiento empírico, limitado a la solución de tareas inmediatas de vez en cuando, parecía suficiente mientras la ley del valor de Marx daba forma al pensamiento de todo el mundo. Pero actualmente esta ley produce los efectos opuestos. En vez de impulsar la economía hacia adelante, socava sus cimientos. El pensamiento ecléctico conciliador, con su apogeo filosófico, el pragmatismo, se vuelve completamente inadecuado, mientras que la actitud desfavorable o desdeñosa hacia el marxismo por “dogmático” es cada vez más insustancial, reaccionaria y absolutamente ridícula.

Por el contrario, es la idea tradicional del “americanismo” la que se ha convertido en un dogma petrificado, sin vida, que sólo da lugar a errores y confusión. Al mismo tiempo, las enseñanzas económicas de Marx han adquirido una peculiar viabilidad y agudeza respecto a Estados Unidos. Aunque sus cimientos teóricos se sustentan en un material internacional, predominantemente inglés, El capital ofrece un análisis del capitalismo en general, del capitalismo puro, del capitalismo en sí. Indudablemente, el capitalismo desarrollado en las tierras vírgenes y ahistóricas de EEUU es el que más se acerca a ese modelo ideal de capitalismo.

Salvando la presencia de Wallace, Estados Unidos no se desarrolló económicamente según los principios de Jefferson, sino según las ideas de Marx. Reconocerlo ofende tan poco la autoestima nacional como reconocer que América da vueltas alrededor del Sol según las leyes de Newton. En la actualidad, cuanto más se ignora a Marx en EEUU, tanto más imperiosas son sus enseñanzas. El capital ofrece un diagnóstico impecable de la enfermedad y un pronóstico insustituible. En este sentido, la teoría de Marx está mucho más impregnada del nuevo “americanismo” que las ideas de Hoover y de Roosevelt, de Green y de Lewis.

Es cierto que en Estados Unidos hay una amplia y original literatura consagrada a la crisis de la economía estadounidense. En la medida en que los economistas serios ofrecen una descripción objetiva de las tendencias destructivas del capitalismo estadounidense, sus investigaciones, dejando al margen sus premisas teóricas, en general ausentes, parecen ilustraciones directas de las teorías de Marx. Sin embargo, la tradición conservadora se deja ver cuando esos autores se empeñan tercamente en no sacar conclusiones definitivas, limitándose a tristes predicciones o a banalidades tan edificantes como “el país debe comprender”, “la opinión pública debe considerar seriamente”, etc. Estos libros se asemejan a un cuchillo sin filo o a una brújula sin aguja.

En el pasado hubo marxistas en Estados Unidos, cierto, pero eran de un tipo extraño, o más bien de tres tipos extraños. En primer lugar, estaba la casta de inmigrantes europeos, que hicieron todo lo que pudieron, pero no obtuvieron respuesta; en segundo lugar, los grupos estadounidenses aislados, como los deleonistas[17], que en el curso de los acontecimientos y a consecuencia de sus propios errores se convirtieron en sectas[18]; en tercer lugar, los diletantes atraídos por la Revolución de Octubre y que simpatizaban con el marxismo como una teoría exótica que poco tenía que ver con Estados Unidos. Ya pasó su tiempo. Ahora amanece la nueva época de un movimiento de clase independiente orientado al proletariado y al mismo tiempo genuinamente marxista. En esto también Estados Unidos alcanzará de unos pocos saltos a Europa y la dejará atrás. La técnica y la estructura social progresistas preparan el camino en la esfera de la doctrina. Los mejores teóricos del marxismo aparecerán en suelo estadounidense. Marx será el mentor de los trabajadores estadounidenses avanzados. Para ellos, esta exposición abreviada del primer volumen [de El capital] será solamente un primer paso hacia el Marx completo.

El modelo ideal de capitalismo

En la época en que se publicó el primer volumen de El capital, la dominación mundial de la burguesía británica todavía no tenía rival. Las leyes abstractas de la economía mercantil encontraron de forma natural su completa encarnación, o sea, la menos dependiente de las influencias del pasado, en el país donde el capitalismo había alcanzado su mayor desarrollo. Al basar su análisis principalmente en Inglaterra, Marx no sólo tenía en mente a este país, sino a todo el mundo capitalista. Utilizó la Inglaterra de su época como el mejor modelo contemporáneo de capitalismo.

La hegemonía británica es ahora sólo un recuerdo. Las ventajas de la primogenitura capitalista se han convertido en desventajas. La estructura técnica y económica de Inglaterra ha quedado obsoleta. Su posición mundial depende más del imperio colonial, herencia del pasado, que de su potencial económico activo. A propósito, esto explica la caridad cristiana de Chamberlain hacia el gansterismo internacional de los fascistas, que tanto ha sorprendido a todo el mundo.[19] La burguesía inglesa no puede evitar darse cuenta de que su decadencia económica se ha vuelto completamente incompatible con su posición en el mundo y que una nueva guerra amenaza con el derrumbamiento del Imperio Británico. La base económica del “pacifismo” francés es esencialmente similar.

Alemania, por el contrario, ha utilizado las ventajas del atraso histórico en su rápida ascensión capitalista, armándose con la técnica más completa de Europa. Con una base nacional estrecha y escasez de recursos naturales, el dinámico capitalismo alemán llegó a transformarse necesariamente en el factor más explosivo del llamado equilibrio entre las potencias mundiales. La ideología epiléptica de Hitler es sólo el reflejo de la epilepsia del capitalismo alemán.

Además de las numerosas e inestimables ventajas de su carácter histórico, el desarrollo de Estados Unidos gozó de la preeminencia de un territorio inmensamente más grande y una riqueza natural incomparablemente mayor que Alemania. Habiendo aventajado considerablemente a Gran Bretaña, a comienzos del siglo actual la república estadounidense se erigió como plaza fuerte de la burguesía mundial. Todas las potencialidades del capitalismo encontraron allí su más alta expresión. En ningún otro lugar del planeta puede la burguesía obtener éxitos mayores que en la república del dólar, que se ha convertido en el modelo de capitalismo más perfecto del siglo XX.

En nuestra modesta introducción hemos recurrido a la experiencia económica y política estadounidense por las mismas razones que tuvo Marx para basar su exposición en las estadísticas inglesas, los informes parlamentarios ingleses, los libros azules[20] ingleses, etc. No es necesario añadir que no sería difícil citar hechos y cifras análogos de cualquier otro país capitalista. Pero no añadirían nada esencial. Las conclusiones seguirían siendo las mismas; sólo que los ejemplos serían menos llamativos.

La política económica del Frente Popular francés era, como señaló perspicazmente uno de sus financieros, una adaptación del New Deal “para liliputienses”. Es muy obvio que en un análisis teórico es mucho mejor tratar con magnitudes ciclópeas que con magnitudes liliputienses. La propia inmensidad del experimento de Roosevelt nos demuestra que solamente un milagro puede salvar al sistema capitalista mundial. Pero sucede que el desarrollo de la producción capitalista ha puesto fin a los milagros. Abundan los encantamientos y las plegarias, pero los milagros no aparecen. Sin embargo, es evidente que, si el capitalismo rejuveneciera milagrosamente, tal milagro sólo podría ocurrir en Estados Unidos. Pero ese rejuvenecimiento no se ha producido. Y lo que no logran los cíclopes, mucho menos lo lograrán los liliputienses. Sentar las bases de esta sencilla conclusión es el objeto de nuestra excursión al campo de la economía estadounidense.

Metrópolis y colonias

“El país más desarrollado industrialmente —escribió Marx en el prefacio de la primera edición de El capital— muestra al menos desarrollado la imagen de su propio futuro”. Este pensamiento no puede tomarse literalmente en ninguna circunstancia. El crecimiento de las fuerzas productivas y la profundización de las contradicciones sociales son indudablemente el lote que corresponde a todo país que ha tomado la senda del desarrollo burgués. Sin embargo, la desproporción en los ritmos y estándares, que atraviesa todo el desarrollo de la humanidad y que tiene razones tanto históricas como naturales, no sólo se hace especialmente aguda bajo el capitalismo, sino que dio lugar a la compleja interdependencia de subordinación, explotación y opresión entre países de diferentes tipos económicos.

Sólo una minoría de países ha pasado por ese desarrollo lógico y sistemático, analizado en detalle por Marx, desde el trabajo artesanal a la manufactura y de esta a la fábrica. El capital comercial, industrial y financiero invadió desde el exterior los países atrasados, destruyendo en parte las formas primitivas de la economía nativa y sujetándolos parcialmente al sistema industrial y bancario de Occidente. Bajo el látigo del imperialismo, las colonias y semicolonias se vieron obligadas a pasar por alto las etapas intermedias, permaneciendo sin embargo al mismo tiempo artificialmente atadas a un nivel u otro. El desarrollo de la India no duplicó el desarrollo de Inglaterra; sólo fue un complemento para este. Sin embargo, para entender el tipo combinado de desarrollo de los países atrasados y dependientes, como la India, es necesario tener siempre en mente el esquema clásico que Marx derivó del desarrollo de Inglaterra. La teoría del valor del trabajo guía por igual los cálculos de los especuladores de la City londinense y los cambios de divisas en los rincones más remotos de Hyderabad[21], excepto que en este caso adquiere formas más sencillas y menos astutas.

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"El capital invadió desde el exterior los países atrasados, sujetándolos parcialmente al sistema industrial y bancario de Occidente."

La desproporción en el desarrollo trajo consigo beneficios tremendos para los países avanzados, los cuales, aunque en grados diversos, siguieron desarrollándose a expensas de los atrasados, explotándolos, colonizándolos o, al menos, haciéndoles imposible figurar entre la aristocracia capitalista. Las fortunas de España, Holanda, Inglaterra o Francia se obtuvieron no sólo de la plusvalía de su propio proletariado, no sólo arrollando a su pequeña burguesía, sino también mediante el pillaje sistemático de sus posesiones ultramarinas. La explotación de clases fue complementada, y su potencial aumentado, con la explotación de naciones. La burguesía de las metrópolis fue capaz de asegurarle a su propio proletariado, especialmente a las capas superiores, una posición privilegiada, financiándola con parte de los superbeneficios obtenidos en las colonias. Sin esto, cualquier tipo de régimen democrático estable habría sido completamente imposible. En su manifestación más desarrollada, la democracia burguesa se convirtió en una forma de gobierno accesible únicamente para las naciones más aristocráticas y más explotadoras, y sigue siéndolo. La antigua democracia se basaba en la esclavitud; la democracia imperialista se basa en el saqueo de las colonias.

Estados Unidos, que formalmente casi no tiene colonias, es sin embargo la nación más privilegiada de la historia. Inmigrantes activos procedentes de Europa tomaron posesión de un continente sumamente rico, exterminaron a la población nativa, se apropiaron de la mejor parte de México y se embolsaron la parte del león de la riqueza mundial. Los depósitos de grasa así acumulados continúan siendo útiles incluso ahora, en la época de la decadencia, para engrasar los engranajes y las ruedas de la democracia.

Tanto la reciente experiencia histórica como el análisis teórico atestiguan que el grado de desarrollo de una democracia y su estabilidad son inversamente proporcionales a la tensión de las contradicciones de clase. En los países capitalistas menos privilegiados (Rusia, por un lado; Alemania, Italia y similares, por otro), que fueron incapaces de engendrar una aristocracia obrera numerosa y estable, la democracia nunca se desarrolló en toda su extensión y sucumbió a la dictadura con relativa facilidad. No obstante, la progresiva parálisis del capitalismo está preparando la misma suerte para las democracias de las naciones más ricas y privilegiadas; la única diferencia son las fechas. El deterioro incontenible de las condiciones de vida de los trabajadores hace cada vez menos posible para la burguesía conceder a las masas el derecho a participar en la vida política, incluso dentro del limitado marco del parlamentarismo burgués. Cualquier otra explicación del proceso manifiesto del desalojo de la democracia por el fascismo es una falsificación idealista de la realidad de las cosas, ya sea engaño o autoengaño.

Al mismo tiempo que destruye la democracia en las viejas metrópolis del capital, el imperialismo impide el ascenso de la democracia en los países atrasados. El hecho de que, en la nueva época, ni una sola de las colonias o semicolonias haya consumado su revolución democrática —sobre todo en el ámbito de las relaciones agrarias— se debe por completo al imperialismo, que se ha convertido en el principal freno al progreso económico y político. Expoliando la riqueza natural de los países atrasados y restringiendo deliberadamente su desarrollo industrial independiente, los monopolistas y sus gobiernos dan al mismo tiempo apoyo financiero, político y militar a los grupos semifeudales de explotadores nativos más reaccionarios y parasitarios. La artificialmente preservada barbarie agraria es la plaga más siniestra de la economía mundial contemporánea. La lucha de los pueblos coloniales por su liberación, saltándose las etapas intermedias, se transforma forzosamente en una lucha contra el imperialismo, y así se alinea con la lucha del proletariado de las metrópolis. A su vez, los levantamientos y las guerras coloniales sacuden más que nunca los cimientos del mundo capitalista, haciendo menos posible que nunca el milagro de su regeneración.

La economía mundial planificada

El capitalismo consiguió el doble mérito histórico de haber llevado la técnica a un alto nivel y de haber vinculado por lazos económicos todas las partes del mundo, proporcionando así los prerrequisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el capitalismo no está en condiciones de realizar esta tarea urgente. La base de su expansión siguen siendo los Estados nacionales, con sus aduanas y sus ejércitos. Sin embargo, las fuerzas productivas han sobrepasado hace tiempo las fronteras del Estado nacional, convirtiendo así lo que antes era un factor histórico progresista en una restricción insoportable. Las guerras imperialistas no son más que explosiones de las fuerzas productivas contra las fronteras nacionales, que se han convertido en demasiado limitantes para ellas. El programa de la llamada autarquía no tiene nada que ver con volver a una economía autosuficiente y limitada. Parece que se están poniendo a punto las bases nacionales para una nueva guerra.

Tras la firma del tratado de Versalles se pensó en general que el globo terrestre había quedado bien dividido. Pero los acontecimientos más recientes han servido para recordarnos que en nuestro planeta sigue habiendo tierras vírgenes o poco explotadas. Italia ha esclavizado Abisinia[22] y entró en Albania. Japón está intentado hacerse con China. Harta de esperar por la devolución de sus antiguas posesiones, Alemania convirtió Checoslovaquia en una colonia. La suerte de la península Balcánica está en juego. Estados Unidos está alarmado por las incursiones de “intrusos” en América Latina. La lucha por las colonias sigue siendo parte integrante de la política del capitalismo imperialista. Por mucho que se divida el mundo, el proceso nunca termina, sino que una y otra vez se pone a la orden del día la cuestión de un nuevo reparto conforme a una nueva correlación de fuerzas entre las potencias imperialistas. Esta es la auténtica razón de los rearmes, las convulsiones diplomáticas y los alineamientos bélicos actuales.

Todos los intentos de presentar la inminente guerra como un choque entre la democracia y el fascismo pertenecen al reino de la charlatanería o de la estupidez. Las formas políticas cambian, pero los apetitos capitalistas permanecen. Si mañana se estableciese un régimen fascista a cada lado del canal de la Mancha —y casi nadie se atreverá a negar tal posibilidad—, los dictadores de París y Londres serían tan incapaces de renunciar a sus posesiones coloniales como Mussolini y Hitler de renunciar a sus exigencias al respecto. La lucha furiosa y desesperada por una nueva división del mundo es una consecuencia inevitable de la crisis mortal del sistema capitalista.

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"El desarrollo histórico ha alcanzado una de esas etapas en que únicamente la intervención directa de las masas es capaz de barrer los obstáculos reaccionarios."

Las reformas parciales y los parches no servirán de nada. El desarrollo histórico ha alcanzado una de esas etapas decisivas en que únicamente la intervención directa de las masas es capaz de barrer los obstáculos reaccionarios y sentar las bases de un nuevo régimen. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción es el primer prerrequisito para la economía planificada, es decir, para introducir la razón en la esfera de las relaciones humanas, primero a escala nacional y finalmente a escala mundial. La revolución socialista, una vez comenzada, se extenderá de un país a otro con una fuerza inmensamente mayor que con la que hoy se extiende el fascismo. Con el ejemplo y la ayuda de los países avanzados, las naciones atrasadas también serán arrastradas por la corriente dominante del socialismo. Las barreras aduaneras, totalmente carcomidas, caerán. Las contradicciones que dividen Europa y el mundo entero encontrarán su solución natural y pacífica dentro del marco de los Estados Unidos Socialistas de Europa y de otras partes del mundo. La humanidad liberada se elevará a su cumbre más alta.

Notas.

[1] El resumen del primer volumen de El capital —la base de todo el sistema económico de Marx— fue realizado por Otto Rühle con una profunda comprensión de su tarea. Eliminó primero las ilustraciones y los ejemplos anticuados, las citas que hoy en día sólo tienen un interés histórico, las polémicas con escritores ahora olvidados y finalmente numerosos documentos (actas parlamentarias, informes de inspecciones de fábricas y similares) que, a pesar de su importancia para la comprensión de una época determinada, no tienen sentido en una exposición concisa cuyos objetivos son más teóricos que históricos. Al mismo tiempo, el señor Rühle tuvo gran cuidado para preservar la continuidad en el desarrollo del análisis científico y la unidad de la exposición. Las deducciones lógicas y las transiciones dialécticas de pensamiento no han sido infringidas, confiamos, en ningún caso. Por estas razones, este resumen merece una lectura atenta y cuidadosa. Para ayudar al lector, Otto Rühle ha añadido al texto sucintos títulos marginales. (Nota del Autor)

[2] La competencia como influencia restrictiva —se lamenta el ex fiscal general de Estados Unidos Homer S. Cummings— es desplazada gradualmente, y en gran medida sólo subsiste “como un pálido recuerdo de las condiciones que un día existieron”. (N. del A.)

[3]Franklin Delano Roosevelt había iniciado su mandato presidencial en marzo de 1933, es decir, seis años antes de que Trotsky escribiera este texto.

[4] En febrero de 1937, una comisión del Senado comprobó que, durante los veinte años anteriores, las decisiones de doce de las grandes corporaciones habían equivalido a las de la mayor parte de la industria estadounidense. El número de presidentes de esas corporaciones es casi el mismo que el número de miembros del gabinete del presidente de Estados Unidos, la rama ejecutiva del gobierno republicano. Pero esos presidentes son inmensamente más poderosos que los miembros del gabinete. (N. del A.)

[5] Nombre que recibió la Primera Guerra Mundial antes del estallido de la Segunda.

[6] La guerra de Secesión estalló en 1861. Alexis de Tocqueville falleció en 1859.

[7] New Deal (“nuevo pacto”): Nombre que recibe el conjunto de medidas económicas y laborales promovido en 1933 por Roosevelt para hacer frente a la crisis del capitalismo iniciada en 1929. Sus ejes fundamentales fueron la ayuda estatal a los grandes monopolios y un pacto social con los sindicatos para frenar la movilización obrera. Los estalinistas lo apoyaron con entusiasmo.

[8] El escritor estadounidense Ferdinand Lundberg, quien, con toda su escrupulosidad académica, es un economista bastante conservador, escribió en su libro, que produjo conmoción: “Estados Unidos es en la actualidad propiedad y dominio de sesenta de las familias más ricas, apoyadas por no más de noventa familias de riqueza menor”. A esto se podría añadir una tercera fila de quizá otras trescientas cincuenta familias con rentas que superan los cien mil dólares anuales. La posición predominante corresponde al primer grupo de sesenta familias, que dominan no solamente el mercado, sino también todas las palancas del gobierno. Son el gobierno verdadero, “el gobierno del dinero en una democracia del dólar”. (N. del A.)

[9]Alessandro diCagliostro y Giacomo Casanova fueron dos vividores italianos del siglo XVIII, el segundo famoso por su poder de seducción.

[10] Los fascistas italianos vestían uniforme con camisa negra.

[11] Jean Jaurès (1859-1914): Dirigente del ala reformista del socialismo francés. Asesinado por un fascista la víspera del inicio de la Primera Guerra Mundial.

[12]Léon Blum (1872-1950): Dirigente socialista defensor de la coalición con la burguesía. Primer ministro del Frente Popular francés en 1936.

[13] Todos fueron presidentes de Estados Unidos.

[14] Herbert C. Hoover (1874-1964): Presidente de EEUU entre marzo de 1929 y marzo de 1933.

[15] Trotsky escribió aquí “confusionworseconfounded”, expresión tomada de la obra El paraíso perdido, del poeta inglés del siglo XVII John Milton. Un pleonasmo es el uso de una o más palabras innecesarias para que una frase tenga sentido, pero que añaden expresividad.

[16] “Hasta el infinito”.

[17] Seguidores de Daniel de León (1852-1914), un dirigente marxista de origen sefardí nacido en la colonia holandesa de Curaçao y emigrado a EEUU a los 20 años, donde ingresó en el Partido Laborista Socialista (SLPA). Firme oponente del sindicalismo reformista, participó en la fundación de los Industrial Workers of theWorld.

[18] En la terminología marxista, una secta es una organización incapaz de conectar con las masas.

[19] Neville Chamberlain (1869-1940): Primer ministro conservador británico entre 1937 y 1940. Mantuvo una política de paños calientes con los nazis, aceptando, en la conferencia de Berlín de 1938, la anexión por Alemania de los Sudetes checos.

[20] Anuarios con datos e información. El término se debe a las tapas de terciopelo azul que cubrían los usados por el Parlamento inglés en el siglo XVI.

[21] Ciudad de la India.

[22] Nombre que le puso el régimen de Mussolini a Etiopía tras invadir el país en 1935.

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