La Revolución portuguesa fue la revolución, en la Europa de la posguerra, en que el proletariado estuvo más cerca de tomar el poder. Pero ninguna revolución puede hacerse a medias. En noviembre de 1975, la clase dominante logró restaurar su orden, y en las siguientes décadas buscó, con todos los medios de que dispone, inducir a la clase obrera a una completa amnesia histórica. Sus éxitos no pudieron ser sino temporales.
El capitalismo está hoy sumergido nuevamente en una crisis sin fin a la vista, y sus instituciones están cada vez más desacreditadas a ojos de las masas. Las grandes promesas de prosperidad y desarrollo infinito se han convertido en una realidad de ataques a los derechos democráticos, machismo, racismo, pobreza, enfermedades, guerras y destrucción ambiental.
Negándose a continuar en este descenso hacia la barbarie, los trabajadores y la juventud se levantan contra los gobiernos burgueses país tras país. El socialismo vuelve a estar en el horizonte de toda una generación y, como en el bienio de 1974-75 en Portugal, no surge como utopía o ideal moral, sino como necesidad objetiva, como respuesta concreta a los problemas que causa la decadencia capitalista. Por tanto, recuperar las lecciones de esta revolución no sólo es un ejercicio de memoria histórica, es una tarea fundamental para iluminar la acción de los revolucionarios hoy.
El capitalismo portugués, en un callejón sin salida
A pesar de que en varios aspectos era un país extremadamente atrasado, el Portugal de los años 70 del siglo pasado se hallaba en la fase superior del capitalismo —el imperialismo—, donde la economía está dominada por los monopolios, y el capital industrial y el capital bancario se funden, dando lugar al capital financiero, con su carácter parasitario y especulativo.
El país estaba controlado por siete familias. A principios de la década, los siete bancos más grandes poseían el 83% de todos los depósitos y las carteras comerciales, y el 0,4% de las empresas concentraban el 53% de todo el capital del país. En 1972, el 16,5% de las empresas eran responsables del 73% de la producción industrial portuguesa. Solo el grupo Companhia União Fabril (CUF), el mayor grupo financiero, poseía más de cien empresas de todos los sectores de actividad.
Sin embargo, la protección del Estado a ciertos grupos económicos a través de la regulación de la actividad productiva y de la competencia se convirtió, sobre todo a partir de la década de 1960, en un obstáculo a la libre expansión de los monopolios. El régimen estaba atravesado por una contradicción irresoluble: no podía favorecer a los grandes grupos económicos sin perder una parte fundamental de su base social entre la pequeña burguesía e incluso entre las capas inferiores de la burguesía.
De igual manera, la política autárquica seguida hasta entonces por la burguesía portuguesa se convertía en un estorbo para los monopolios. El desarrollo del capitalismo ligaba cada vez más la economía nacional con el mercado mundial. El sector de la burguesía que temía la competencia del capital extranjero y se beneficiaba de los obstáculos a la inversión extranjera chocaba frontalmente con el sector interesado en estrechar lazos con el capital imperialista europeo.
Entre 1970 y 1973, la inversión extranjera pasó de 826.000 millones de escudos a 2,7 billones. El gran capital portugués, como todos los capitales, requería una expansión infinita, pero chocaba con los límites del mercado nacional y colonial, que estaban en estancamiento e incluso en contracción. Los mercados de los países avanzados de Europa eran la única posibilidad de continuar en el proceso de acumulación. Estos fueron los intereses que estuvieron detrás de la entrada de Portugal en la EFTA[1] en 1960.
Esta contradicción se profundizó por la “cuestión colonial”. El sector más reaccionario de la burguesía soñaba con un colonialismo eterno. El ala liberal, por su parte, veía claramente la irrealidad de tal sueño, que se expresaba con estruendo en los costes de una guerra prolongada. En 1973, la guerra colonial, iniciada doce años antes, consumía más del 40% del presupuesto público, convirtiéndose en un obstáculo titánico para la acumulación de capital e la inversión.
Cabe señalar que, incluso en estas circunstancias, el ala liberal era incapaz de concebir la independencia “pura y dura” de las colonias. Toda la burguesía temía la pérdida de los mercados coloniales y, sobre todo, el efecto que la victoria de las revoluciones en África pudiera tener en las masas explotadas en Portugal.
Los autodenominados liberales soñaban con una Commonwealth portuguesa que preservase y desarrollase los mercados coloniales. En resumen, pretendían sustituir el colonialismo, con su ocupación militar directa y cruda, por el neocolonialismo, escondido detrás de independencias nacionales que no tocasen los intereses del capital portugués.
La coincidencia fundamental entre las dos alas de la burguesía no era solamente la política hacia los pueblos africanos, sino también hacia la clase obrera portuguesa. Ambas alas habían apostado por un modelo de desarrollo basado en la represión del movimiento obrero y en los bajos salarios. Esto es lo que también explica el desinterés de los capitalistas portugueses por invertir en maquinaria y tecnología, que era acentuado por el miedo a una apertura brusca del mercado nacional al capital extranjero, que con su tecnología obtenía una productividad mucho mayor de la fuerza de trabajo.
Finalmente, en un contexto de crisis mundial del capitalismo, la tasa de ganancia en la industria estaba cayendo, reduciendo la inversión productiva. Entre 1966 y 1969, el crecimiento de la inversión productiva portuguesa pasó del 17,3% al 0,9%. En 1971, la burguesía mundial reacciona liquidando el sistema monetario de Bretton Woods que, al establecer el patrón-oro, representaba una barrera a la especulación necesaria para compensar las menguantes ganancias industriales, lo que desencadenó una crisis financiera mundial que la crisis del petróleo de 1973 vino a agravar.
Así, cada vez más capital se canalizaba hacia la especulación financiera. En los primeros cinco meses de 1973, las cotizaciones bursátiles aumentaron tanto como en los siete años anteriores, siendo su valor nominal 32 veces mayor que su valor real. La inflación se disparó hasta el 19,2%. El capitalismo había entrado en la mayor crisis de sobreproducción de la posguerra.
La clase obrera se levanta
A principios de 1974, la base social del régimen estaba completamente erosionada. Como ya dijimos, la burguesía estaba dividida y paralizada. La pequeña burguesía no sólo se proletarizaba con el avance de la crisis económica, sino que aún tenía a sus hijos muriendo en una guerra que cada vez era más obvio que estaba perdida. Finalmente, la clase trabajadora, que entregaba el mayor número de vidas para la guerra, no tenía nada que perder excepto sus cadenas.
El 25 de abril mostró lo aislado que estaba el régimen. Cuando los chaimites[2] del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) rodearon el cuartel del Carmo y exigieron la rendición del dictador Marcelo Caetano, el régimen cayó como un castillo de naipes.
Pero las masas no se limitaban a aplaudir a los militares. Con su movilización, no solo garantizaron el éxito casi inmediato del golpe, sino que fueron mucho más allá. De poco sirvieron los continuos llamamientos a que se mantuvieran en casa. En unas pocas horas, los trabajadores superaron el programa del MFA, que se limitaba a exigir el fin de la guerra y un sistema “democrático” que no tocase el poder económico de los monopolios. La idea peregrina de que sería posible pasar del fascismo a la democracia parlamentaria burguesa con un golpe militar quirúrgico fue completamente destrozada.
Para los trabajadores y jóvenes que se movilizaron por la caída del fascismo, la libertad era mucho más que el derecho a elegir, cada cuatro años, qué representante de la clase dominante iba a organizar la explotación. La libertad era el fin de la explotación. Ahora que la estructura represiva del Estado Novo[3] estaba en ruinas, ahora que la clase trabajadora sentía que los militares estaban de su lado, era hora de agarrar esa libertad.
Las ocupaciones de casas comenzaron pronto, el día 26, una lucha que partió de las barriadas pobres de los cinturones industriales de Lisboa, Setúbal y Oporto, y que se extendió e intensificó durante todo el período revolucionario. Para organizar la lucha por la vivienda, se creaban comisiones de vecinos, los primeros órganos del poder proletario, que desafiaron las estructuras de un Estado burgués suspendido repentinamente del aire.
Los primeros días de la revolución vieron también el comienzo de la mayor ola huelguística de la historia portuguesa. En cada centro de trabajo, la ira acumulada explotó contra los partidarios del viejo régimen. Se exigía la depuración de los fascistas en todas las empresas y en la Administración pública. Se exigía la creación de un salario mínimo nacional que respondiera a la inflación, la jornada laboral de 8 horas, el derecho al fin de semana, las vacaciones pagadas y la extra de Navidad. Se exigía un salario igual por un trabajo igual, el derecho a la vivienda, la salud, la educación. Cuando un patrón no cedía, su empresa era puesta bajo control obrero.
Esta primera ofensiva de la joven clase trabajadora portuguesa obtuvo importantes victorias. Sin el viejo aparato represivo, la patronal no tenía forma de reaccionar. El Primer Gobierno Provisional perdió el control de la situación y cayó en menos de dos meses. Su proyecto presidencialista y neocolonial, que buscaba poner el poder en manos del general Spínola, elevado a la presidencia de la República por el golpe del MFA, fue completamente derrotado. La vida del Segundo Gobierno no sería más fácil.
El proletariado avanzó también en organización. Por todas partes brotaban órganos de poder obrero. Comisiones de vecinos en los barrios, comisiones de trabajadores en las empresas, sindicatos y comisiones sindicales para los trabajadores de las ciudades y del campo. Las principales partes de izquierdas, el Partido Socialista (PS) y el Partido Comunista Portugués (PCP), se convirtieron en organizaciones de masas por la irrupción de la clase obrera en la vida política del país.
Entre el 25 de abril de 1974 y el 25 de noviembre de 1975, el PS y PCP pasaron de unos pocos cientos o miles de miembros a cerca de 60.000 y 100.000 respectivamente, ¡un crecimiento medio semanal de 2.000 militantes! La clase trabajadora estaba en los sindicatos, en los partidos, en las manifestaciones y las asambleas; leía, debatía, cuestionaba; caminaba ―o corría— hacia un enfrentamiento decisivo con el capitalismo.
El látigo de la contrarrevolución
Comprendiendo que la integración de las direcciones reformistas de los partidos de izquierdas no era suficiente para frenar al movimiento —a pesar de los esfuerzos de esas direcciones—, la clase dominante intentó movilizar a las capas medias. Spínola comenzó una campaña contra el “giro a la izquierda” de la revolución, llamando a la “mayoría silenciosa” a mostrar su fuerza en las calles. Se convocó una manifestación “pacífica” de apoyo al presidente Spínola para el 28 de septiembre. El objetivo era provocar choques violentos y justificar la declaración del estado de sitio, que pondría todo el poder en manos del presidente.
Fue un fracaso. No sólo la mayoría de la pequeña burguesía no respondió al llamamiento, sino que el proletariado puso en evidencia la verdadera correlación de fuerzas. Los ferroviarios y los conductores se negaron a transportar manifestantes. Los partidos de izquierdas y la Intersindical[4] no llamaron a los trabajadores a salir a las calles hasta la víspera, pero, a pesar de este retraso, la juventud trabajadora respondió de inmediato, levantando barricadas.
La madrugada del 28 de septiembre, en Lisboa y Oporto, decenas de miles de trabajadores tomaron las calles contra el golpe fascista. La respuesta fue tan poderosa que arrastró a los soldados. Marx explicó cómo “para avanzar, la revolución necesita a veces el látigo de la contrarrevolución”. El paso en falso de la burguesía le costó la caída del Segundo Gobierno Provisional, la dimisión de Spínola, la expulsión de los oficiales más antiguos y, sobre todo, un salto en la radicalización de las masas.
Aún así, esto no se reflejó en un cambio estructural en la política del MFA, que, como movimiento interclasista que era, oscilaba entre las diferentes clases. El Tercer Gobierno Provisional siguió siendo incapaz de proporcionar respuestas al avance de la crisis económica, porque también se negaba a “cuestionar las relaciones de producción en los países de Europa Occidental”.[5]
Con la revolución acelerándose, se presenta el Plan Melo Antunes, un plan trienal apoyado por PS y PCP, que no era más que una tímida imitación de los programas socialdemócratas en la Francia o la Italia de la posguerra. Al mismo tiempo que el PCP llamaba a los trabajadores a tener un domingo de trabajo por la nación, la burguesía apostaba al sabotaje económico. Una vez más, la respuesta no vendría de las direcciones reformistas, sino del magnífico movimiento obrero.
En diciembre, fueron los latifundistas quienes blandieron el látigo de la contrarrevolución: tratando de derrotar la revolución por el hambre, ya que las armas habían fracasado, los terratenientes cerraron los campos a los trabajadores. En respuesta, comenzaron las primeras ocupaciones de tierras.
Simultáneamente, estallaba la segunda ola de luchas en defensa de las conquistas de mayo-julio de 1974 —las libertades democráticas, el salario mínimo nacional, la jornada diaria de 8 horas, el fin de semana, el derecho al divorcio, etc. —, que los empresarios se negaban a aceptar. Las ocupaciones de viviendas y de tierras se intensificaron. En las empresas, los trabajadores respondieron con el control obrero, exigiendo nacionalizaciones.
Cada vez más desesperada, la burguesía fue incapaz de confiar en el Gobierno y esperar a las elecciones a la Asamblea Constituyente. Excitado por un giro a la derecha en la cúpula del MFA, y basándose en el apoyo de las altas finanzas, Spínola quiso movilizar al ejército contra un imaginario golpe de Estado que estaría preparando el PCP siguiendo directrices de Moscú, la matanza de Pascua, como le llamó el general.
Con esta confabulación se justificó un nuevo intento de golpe reaccionario el 11 de marzo de 1975, derrotado incluso más humillantemente que el del 28 de septiembre. Este nuevo error de la derecha tuvo una respuesta fulminante de la clase obrera. Por todo el país se convocaron movilizaciones de masas y los golpistas tuvieron que huir al Estado español.
Los trabajadores de la banca se pusieron en huelga, ocuparon las oficinas y exigieron su nacionalización. Lo mismo sucedió en decenas de empresas, incluyendo la CUF, Correos y los transportes. Dándose cuenta de que el éxito del golpe les habría costado la vida, y empujados por un movimiento arrollador, los oficiales de izquierdas limpiaron el ejército de derechistas, arrestaron a los oficiales golpistas y, en la llamada Asamblea Salvaje, modificaron la estructura del MFA, creando el Consejo de la Revolución, que “dirigiría y llevaría a cabo el proceso revolucionario en Portugal”. Con la banca y los seguros nacionalizados, más del 70% de la economía estaba ahora en manos del Estado. ¡Por fin el MFA declaraba que el objetivo de la revolución era el socialismo!
Una clase sin dirección revolucionaria
Tras la derrota del 11 de marzo, el hondo desánimo de la burguesía mundial quedó patente en el célebre editorial de la revista Times, titulado “El capitalismo ha muerto en Portugal”. Las elecciones a la Asamblea Constituyente confirmaron la hegemonía de la izquierda. La correlación de fuerzas era tal, que todos los partidos que obtuvieron diputados juraron defender una sociedad sin clases, ¡incluso el PPD (hoy PSD) y el CDS!
El capitalismo parecía estar condenado de facto.
¿Cómo fue posible salvarlo? Cuando la burguesía se vio sin herramientas propias para aplastar la revolución, no tuvo otra opción que usar herramientas del proletariado. El capitalismo fue salvado por la política de los dirigentes de las principales organizaciones de izquierdas: PS y PCP. La llamada extrema izquierda, a su vez, se entregó al sectarismo y a las vacilaciones más estériles, incapaz de seguir una política que ganase a las bases del PS y del PCP, y en varias ocasiones incluso alineándose con la derecha contra los dos partidos de masas de la izquierda.
Los trabajadores que ocupaban barrios enteros, extendían el control obrero a cientos de empresas y tomaban los latifundios eran los mismos que se unían en masa al PS y el PCP, los mismos que le dieron la victoria en la Asamblea Constituyente al PS —el partido del “socialismo en libertad”—, los mismos que encomendaron la dirección de sus sindicatos y comisiones a esos partidos. La extrema izquierda, sin una política de frente único con estos trabajadores, se entregó a la inutilidad.
Desde el inicio del proceso revolucionario, los dirigentes del PS y del PCP mantuvieron una política de alianza con la burguesía, plasmada en su apoyo y participación en el Primer Gobierno Provisional, dominado por los spinolistas, para llevar a cabo la “revolución democrática y nacional”. El socialismo quedaba para un futuro lejano, y quien lo reclamaba para el presente era acusado de “aventurerismo”, de “saltarse etapas”, de hacerle el juego a la reacción.
En todos los momentos decisivos, la prioridad de los reformistas fue mantener, a cualquier precio, su alianza interclasista. El mejor representante de esta alianza era el propio MFA, que, teniendo una base de soldados —obreros y campesinos uniformados—, estaba dominado por oficiales burgueses y pequeñoburgueses.
Para mantener su alianza con el MFA, los partidos de izquierdas nunca defendieron la organización independiente de los soldados, ligándolos orgánicamente a los órganos de poder obrero —las comisiones de trabajadores y de vecinos—, es decir, nunca defendieron una democratización real del ejército bajo control de la clase trabajadora.
En el verano de 1975, agotadas todas las demás opciones, la burguesía apostó por el PS, ganador de las elecciones a la Constituyente. El PS intensificaba por entonces su virulenta campaña anticomunista. Aunque el PCP estaba siendo acusado de querer instaurar una “dictadura comunista” y sufría atentados con bombas en el norte del país, su dirección no hacía más que llamar a la reconstrucción de la alianza gubernamental y a la “unidad del MFA”.
Pero el “socialismo” que los oficiales del MFA pretendían construir no tenía nada que ver con el genuino socialismo, con el poder proletario que se hallaba embrionario en las comisiones de vecinos, de obreros y de soldados. No. El “socialismo” del MFA estaba dirigido por la cúpula militar del Consejo de la Revolución, no fue más que bonapartismo. El apoyo del PCP a este bonapartismo sui generis del MFA y su conocido vínculo con los regímenes estalinistas daba oxígeno a la propaganda anticomunista del PS y tenía un enorme impacto entre una clase trabajadora recién salida de una dictadura de casi medio siglo.
El proletariado no tenía un partido revolucionario y, por tanto, carecía del instrumento para tomar el poder. La pequeña burguesía, cansada de meses de revolución, miraba cada vez con más simpatía al PS, valorando la oposición de Mário Soares a lo que este calificaba de “estrategia anarco-populista”. Cuando, finalmente, un grupo de oficiales organizó el golpe de Estado del 25 de noviembre para “normalizar la democracia”, el PCP y la CGTP sólo se preocuparon en la práctica por asegurarse de que seguirían siendo legales en el nuevo régimen. A los militantes comunistas se les aconsejó que se fueran a casa “con confianza en el futuro".
Después de esta traición de las direcciones reformistas, la clase obrera portuguesa vivió más de cuatro décadas de “libertad” en democracia burguesa. En esas cuatro décadas vio desmantelar todas las conquistas de la Revolución.
Por eso, entre las lecciones que se pueden sacar de la Revolución Portuguesa de 1974-75 destaca una: la necesidad de construir un partido revolucionario que esté a la altura de la tarea de la toma del poder, que no deje la revolución a medias. Porque hoy, como hace medio siglo, las contradicciones del capitalismo engendran crisis y explosiones revolucionarias, y el socialismo sigue siendo la única solución para librarnos de la barbarie de este sistema.
Notas.
[1] Siglas en inglés de la Asociación Europea de Libre Comercio, formada por Gran Bretaña, Dinamarca, Suecia, Noruega, Suiza y Austria.
[2] Vehículos blindados usados por el ejército portugués en las guerras coloniales.
[3] Nombre del régimen dictatorial que gobernó Portugal de 1933 a 1974.
[4] Confederación General de los Trabajadores Portugueses - Intersindical Nacional (CGTP-IN), el principal sindicato de clase portugués, dirigido políticamente por el PCP.
[5] Palabras de Melo Antunes, ministro sin cartera del MFA.