General

En torno a las 22.30 horas del 24 de enero de 1977, un comando de pistoleros fascistas (militantes de Falange, la Triple A y Fuerza Nueva) asaltaron el despacho de abogados laboralistas situado en el número 55 de la calle de Atocha. En pocos minutos mataron a sangre fría a cinco militantes vinculados al PCE y CCOO e hirieron a otros cuatro más.

Su objetivo era asesinar al dirigente de CCOO del transporte de Madrid, Joaquín Navarro, a la cabeza en ese momento de una huelga del transporte privado en la capital que se saldó con una importante victoria de los trabajadores.

Pero cuando los asesinos accedieron al despacho en el que se había celebrado la reunión de los sindicalistas del transporte, los participantes ya habían salido. En su interior solo se encontraban 7 abogados laboralistas de CCOO, Enrique Valdelvira, Luis Javier Benavides y Javier Sauquillo, que resultaron asesinados y Miguel Sarabia Gil, Alejandro Ruiz-Huerta, Luis Ramos Pardo y Dolores González Ruiz, que fueron gravemente heridos. El estudiante de derecho en prácticas, Serafín Holgado y un administrativo, Ángel Rodríguez Leal, también cayeron asesinados por las balas del comando.

El crimen fascista de Atocha provocó una conmoción sin precedentes: millones de trabajadores en todo el Estado, furiosos por esa matanza execrable, estaban dispuestos a todo. Que esa indignación se tradujese en un asalto decisivo a contra la dictadura franquista, y abriese el camino a la transformación socialista y que el Partido Comunista de España se pudiese hacer con el poder después de meses de huelgas obreras y luchas de masas formidables, era una posibilidad que tanto la burguesía como los agentes del imperialismo norteamericano tenían presente. Pero las cosas sucedieron de otro modo muy diferente.

Un régimen asesino hasta el último momento

Durante la llamada Transición democrática, la actividad asesina de las bandas fascistas no era una anécdota como se repite una y otra vez desde las tribunas de la historiografía oficial. En esos años el aparato del Estado se empleó a fondo para reprimir brutalmente a la clase obrera y la juventud en su lucha contra la dictadura franquista, por los derechos democráticos y por unas condiciones de vida dignas.

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En esos años el aparato del Estado se empleó a fondo para reprimir brutalmente a la clase obrera y la juventud, y las bandas fascistas actuaban con total impunidad.

La labor represiva llevada a cabo por la policía y la guardia civil, se complementaba y reforzaba con la actividad de bandas fascistas parapoliciales como el Batallón Vasco Español, la Alianza Apostólica Anticomunista (Triple A), Acción Nacional Española, Grupos Armados Españoles, o los Guerrilleros de Cristo Rey, y formaciones políticas como Fuerza Nueva encabezada por Blas Piñar. Todos ellos tutelados por agentes del servicio secreto SECED (Servicio Central de Documentación), con dinero y manos libres para actuar con total impunidad (1).

Así se enfrentaban el Gobierno del tardofranquismo y el Estado a la masiva y contundente ofensiva que las masas protagonizaban a lo largo y ancho de toda la geografía. En 1976 las huelgas obreras se sucedían afectando a todos los sectores: metal, construcción, transporte, enseñanza, sanidad, pesca... En esos 12 meses hubo más de doce millones de jornadas perdidas en huelgas.

El 3 de marzo de 1976 en Vitoria-Gasteiz, la policía bajo mando de Manuel Fraga Iribarne atacó una asamblea de 5.000 trabajadores asesinando a cinco e hiriendo a más de cien. El 8 de marzo la huelga general paralizó todo Euskadi y se produjeron manifestaciones espontáneas por toda la geografía española denunciando esta masacre.

Los sectores decisivos de la burguesía, aterrados por la dimensión que estaba alcanzando la ofensiva obrera, y convencidos de que el uso exclusivo de la vía represiva lejos de frenarla la estaba alentando, consideraron que no tenían más remedio de buscar la colaboración de los dirigentes de la izquierda, especialmente de Santiago Carrillo y los líderes del PCE que dominaban el movimiento obrero y el juvenil, para intentar contener la radicalización política de los trabajadores.

Para asfaltar ese camino, en julio de 1976 propiciaron la caída del Gobierno de Carlos Arias Navarro, conocido como “el carnicero de Málaga”(2), y en el nuevo Gabinete fueron colocados en las posiciones clave los elementos más proclives a la negociación con los dirigentes del PCE y del PSOE. Un exfalangista con aurea de “moderado” y experiencia en tareas de Estado fue nombrado presidente: Adolfo Suárez.

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Los sectores decisivos de la burguesía, tuvieron que buscar la colaboración de los dirigentes de la izquierda, especialmente de Santiago Carrillo y los líderes del PCE, para intentar contener la radicalización política de los trabajadores. 

Pero otra parte de los capitalistas, y amplios sectores del aparato del Estado, no compartían esta línea. Estos elementos persuadidos de que un ataque brutal propiciaría el clima de terror necesario para que las masas volvieran a sus casas, decidieron pasar a la acción.

En 1977 se intensifican los asesinatos perpetrados por la policía y los pistoleros fascistas

El 23 de enero, en una manifestación a favor de la amnistía de los presos políticos, prohibida por el ministro del Interior Rodolfo Martín Villa, (condecorado en 2017 por el Congreso de los Diputados), moría de un disparo por la espalda el estudiante Arturo Ruiz, de tan solo 19 años. El asesinato fue obra de uno de los pistoleros de extrema derecha que fueron a reventar la movilización.

Las fuerzas represivas intentaron exculpar a estos matones acusando a los manifestantes de haber provocado los disturbios. Sin embargo, pocas horas después, la misma policía se vio obligada a corroborar que los asesinos de Arturo habían sido un grupo de elementos pertenecientes a la organización ultraderechista Cristo Rey.

Su asesino, Jorge Cesarsky Goldstein, pasó únicamente un año en prisión, al beneficiarse de la misma Ley de Amnistía para los presos de la dictadura, que se reivindicaba en la manifestación que atacaron estos fascistas.

Al día siguiente, el 24 de enero, se convocaron paros universitarios en todo el Estado, que tuvieron especial repercusión en las universidades madrileñas. En la manifestación en Madrid de repulsa por el asesinato de Arturo Ruíz, otra estudiante, Mari Luz Nájera, murió a causa del impacto en la cabeza de un bote de humo lanzado por las fuerzas represivas.

La noche de ese mismo día, los pistoleros fascistas enaltecidos por sus superiores, se decidieron a dar un escarmiento a los cabecillas de una de las luchas más emblemáticas. Con su acción criminal en Atocha desataron un movimiento de respuesta formidable, que desveló los pies de barro en que se apoyaba una dictadura en descomposición.

Cuando se pudo “tomar el cielo por asalto”

Con esta matanza, los asesinos y sus instigadores obtuvieron lo contrario de lo que perseguían. Lejos de frenar y de atemorizar a la clase obrera y la juventud, una ola de indignación y rabia se desató por todo el país.

El día 26, el entierro de las víctimas se convirtió en la manifestación de masas más multitudinaria desde la muerte del dictador. Se congregaron cerca de un cuarto de millón de personas que desfilaron y saludaron con el puño en alto a los féretros, ocupando las arterias de todo el centro de la capital. A pesar de que eran organizaciones clandestinas, la demostración de fuerza y disciplina que realizaron el PCE y CCOO fue imponente.

Sin embargo, esa demostración de masas, de fuerza y determinación, no tenía como objetivo tumbar al Gobierno de Suárez y servir de palanca para una huelga general indefinida hasta imponer una asamblea constituyente revolucionaria y un Gobierno de los trabajadores. Fue utilizada por los dirigentes “eurocomunistas” para demostrar su fiabilidad a los prohombres de la dictadura, que solo pensaban en cómo desmontar legalmente el andamiaje de la dictadura y sustituirlo por una forma de “democracia” burguesa que protegiera la propiedad capitalista, y asegurase la viabilidad de la monarquía restaurada de Juan Carlos I.

A pesar de los llamamientos de la dirección del PCE a la calma y la “contención”, a “no provocar”, en los días posteriores al sepelio se produjeron movilizaciones y paros por todo el Estado. Cerca de 300.000 personas fueron a la huelga en Madrid, 280.000 en el País Vasco, 35.000 en Valladolid, 60.000 en Asturias, más de 65.000 en Andalucía, etc.

La estrategia de Carrillo fue celebrada por los sectores más conscientes de la clase dominante, que sabían lo que se estaba jugando en esos días. Así lo señalaba el periódico La Vanguardia el 28 de enero de 1977: “Los partidos políticos de la izquierda han dado muestras de una sensatez que hace pocos meses parecía imposible. Concretamente, esta mañana se ha restablecido la normalidad laboral en el cinturón industrial de Madrid”.

Unos meses después el PCE era legalizado tras aceptar la Monarquía, la bandera rojigualda y la “unidad de España”, y renunciar a hacer realidad las aspiraciones revolucionarias de los sectores decisivos de la clase obrera y la juventud.

Los capitalistas y los elementos clave del aparato del Estado se convencieron definitivamente de que debían apoyarse en los dirigentes obreros y reconocer legalmente las libertades democráticas que ya habían sido arrancadas con la lucha de masas. A cambio mantendrían el control de las palancas decisivas del poder, de la propiedad de los grandes medios de producción y de la banca, base sobre la que se cimientan sus privilegios y su posición hegemónica en la sociedad, y se beneficiarían de una ley de punto y final que dejaría impunes los crímenes de la dictadura.

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Durante el entierro cerca de un cuarto de millón de personas desfilaron y saludaron con el puño en alto a los féretros. La demostración de fuerza y disciplina que realizaron los todavía clandestinos PCE y CCOO fue imponente.

Un infame proceso judicial

Las investigaciones en torno a la matanza vincularon fácilmente a sectores de las altas esferas del régimen franquista, implicando a Francisco Albadalejo Corredera –secretario del Sindicato Vertical del transporte en Madrid– como autor intelectual de los hechos, además de a los tres autores materiales, José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada, y a 2 excombatientes de la División Azul que les facilitaron las armas.

Sin embargo, el proceso legal demostró perfectamente el control de la justicia por parte de los herederos del franquismo, y la connivencia del aparato del Estado, ya en plena transición “democrática”, con los autores materiales del atentado y con sus organizadores.

El juez encargado de la instrucción en un primer momento fue Rafael Gómez Chaparro, que llegó, como tantos otros, a la entonces recién creada Audiencia Nacional después de haber sido magistrado titular en el Tribunal de Orden Público franquista. Este se negó a investigar más allá de los inculpados inicialmente, pese a que todos los indicios señalaban directamente a la cúpula del partido ultraderechista Fuerza Nueva como responsables de la matanza.

Gómez Chaparro, con todo el descaro concedió un permiso antes del juicio a Lerdo de Tejada, uno de los asesinos materiales, para que pasara la Semana Santa con su familia. Tejada, hijo de la secretaria del dirigente de Fuerza Nueva, Blas Piñar, lo aprovechó para fugarse. Este asesino sigue en paradero desconocido, aunque hoy podría regresar al Estado español sin temor a entrar en prisión; la última orden de busca y captura dictada cesó en 2015.

Otro de los pistoleros, García Juliá estuvo un mes a la fuga, hasta que fue detenido. En 1979, durante su permanencia en prisión preventiva a la espera del juicio, secuestró al director de la cárcel de Ciudad Real, a su familia y a un funcionario en un intento de fuga que fracasó. En 1980 fue condenado a una pena de 193 años de prisión. De estos ha cumplido muy pocos.

En 1991 le fue concedida la libertad condicional y en 1994 un juez le dio permiso para viajar a Paraguay para trabajar en una empresa naviera. El permiso fue revocado y Juliá escapó. En 1996 fue detenido en Bolivia y condenado a seis años de cárcel por tráfico de drogas. También huyó aprovechando un permiso. En 2018 fue detenido nuevamente en Brasil y extraditado al Estado español en febrero de 2020.

La Audiencia Provincial de Ciudad Real concedió definitivamente la libertad a García Julia, el 19 de noviembre del 2020. Los 3.854 días que le restaban de condena, calculados inicialmente por la Audiencia Nacional se quedaron en 258 días. En diciembre de 2020, el Tribunal Constitucional no admitió a trámite el recurso presentado contra su excarcelación.

Por último, Fernández Cerrá condenado también a 193 años, salió en libertad provisional en marzo de 1992 tras gozar de numerosos permisos desde 1989. Nunca ha pagado la indemnización que le impuso el tribunal de 3,5 millones de pesetas a los familiares de los cinco asesinados ni la de 50.000 pesetas a los heridos.

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Tras décadas fugado, la Audiencia Provincial de Ciudad Real concedió definitivamente la libertad a García Julia, el 19 de noviembre del 2020. En la foto el fascista asesino Juliá junto a Blas Piñar, lider de Fuerza Nueva.

En defensa de un programa genuinamente comunista

En los años de la Transición, la clase obrera volvió a demostrar que los cambios sociales profundos no nacen de los acuerdos espurios entre bambalinas con nuestros enemigos de clase, sino de la defensa de una política transformadora, de la lucha y la movilización en las calles.

La historia reciente ha vuelto a confirmar contundentemente esta tesis. La rebelión social que entre 2011 y 2015 protagonizamos millones trabajadores y trabajadoras, jóvenes y pensionistas, provocó que saltaran todas las alarmas en las sedes de los consejos de administración de las grandes empresas y de los representantes políticos a su servicio.

Al grito de “si se puede” los oprimidos volvimos a demostrar nuestro poder. En ese clima de ofensiva en la calle, la derecha del Partido Popular se batía en franca retirada y la extrema derecha se mantenía en la irrelevancia política.

Con el surgimiento de Podemos, como expresión organizada de ese impresionante movimiento, el giro social a la izquierda que marcaba la auténtica correlación de fuerzas, se vio reflejado claramente en el frente electoral. La nueva organización morada se hizo de un plumazo con la mitad de la base electoral del PSOE.

Pero los dirigentes de Podemos, más tarde coaligados en Unidas Podemos con un debilitado PCE y una IU en retroceso, han dilapidado toda esa fuerza extraordinaria, repitiendo la misma política de colaboración de clases que los líderes de las organizaciones obreras llevaron a cabo en los años 70 del siglo pasado.

Las continuas renuncias, sobre todo desde que UP participa en el Gobierno de coalición con el PSOE, están provocando una creciente decepción y desencanto en millones de jóvenes y trabajadores, propiciando su desapego por la participación en política.

En este contexto, los elementos más reaccionarios de la pequeña burguesía, esos cientos de miles de pequeños empresarios explotadores que tras el estallido del 15M entraron en pánico temerosos de perder sus mezquinos privilegios, han pasado a la ofensiva, han girado bruscamente a la derecha y son el principal segmento del que se nutre VOX.

La estrategia de la dirección de Podemos y su nuevo reformismo no sirve para frenar el ascenso de la extrema derecha, al contrario, las palabras vacías de los dirigentes y ministros de UP, la propaganda ruidosa sobre logros sociales que no existen en la realidad, cuando las condiciones de vida de la mayoría de las familias obreras se hunden… da alas a la demagogia reaccionaria de Vox.

Aprender de las experiencias pasadas no es una tarea baladí. Si queremos enfrentar los graves desafíos a los que nos enfrentamos, hay que construir una izquierda realmente transformadora armada con un programa que rompa radicalmente con las políticas capitalistas.

 

Notas:

(1) Diego Carcedo, Sáenz de Santa María. El general que cambió de bando.

(2) Arias Navarro jugó un papel protagonista en la masiva, cruel y sistemática represión que los franquistas desataron en Málaga tras tomar la ciudad en 1937. Fiscal en los consejos de guerra celebrados a partir de febrero de ese año, se le atribuye haber participado en la muerte de más de 4.300 presos republicanos.

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