QUIÉNES SOMOS

Del tifón en el Sudeste Asiático, Norteamérica y Europa han sentido apenas una brisa. Esta es, en resumidas cuentas, la opinión oficial sobre la crisis financiera que ha deparado pérdidas en la zona considerada hasta ahora la más dinámica de la economía mundial. Es una opinión confortable. Es plausible. Pero no es la única posibilidad.
(Financial Times, 2/1/98)

 

Poco después del crash bursátil de octubre de 1997, Alan Greenspan, jefe de la Reserva Federal de EEUU, pronunció un discurso en una cena de caridad en el que aseguró a los ilustres invitados que todo iba bien y la economía norteamericana estaba “impresionante”. Las optimistas declaraciones de Greenspan, Clinton y otros tras el crash eran previsibles. Imaginan que la causa de la crisis es subjetiva, debido al ambiente entre los inversores (“confianza”). Lo que no sabían los invitados de Greenspan es que, incluso mientras estaba hablando, un ayudante estaba pasándole subrepticiamente datos sobre la situación del mercado, para así poder considerar el efecto de cada una de sus palabras. Este pequeño detalle es suficientemente revelador del extremo nerviosismo de la burguesía estadounidense.

 

Temores crecientes ante la recesión

 

Más tarde la Bolsa se recuperó, principalmente por el gran número de pequeños inversores que fueron persuadidos para comprar acciones en un mercado decadente, después de que los grandes monopolios hubiesen vendido ya sus acciones días antes. Esta recuperación, sin embargo, tiene un carácter inestable y temporal.
La caída de Wall Street, a pesar de todos los intentos de restarle importancia, fue seria. Históricamente, el Dow Jones oscila diariamente el 1-2%. El lunes 27 de octubre sufrió una caída del 7%, la duodécima peor caída de su historia, aunque menor que el espectacular crash de octubre de 1987. La subida del martes fue del 4,7%, un buen paso adelante que, sin embargo, no bastó para recuperar el terreno perdido. A pesar de esto, las acciones en EEUU siguen sobrevaloradas en extremo. Esto de por sí es suficiente para asegurar una nueva caída más severa en el futuro, que probablemente no tarde demasiado.
Impresionados como nunca, los economistas del denominado “nuevo paradigma” rápidamente decidieron que el crash era una “sobre-reacción”. ¡No hay peor ciego que el que no quiere ver! Esgrimen que el perjuicio será insignificante, ya que sólo el 4% de las exportaciones estadounidenses van a Indonesia, Tailandia, Malaisia y Filipinas. La única razón para el crash, según ellos, es la sobrevaloración de la Bolsa. En palabras de Stephen Roach, economista de Morgan Staley Dean Witter: “No cuesta mucho descarrilar un mercado que ha ido a la luna” (Time Magazine, 10/11/97).
Wall Street decidió que el crash era una “cosa del mercado”, exclusivamente causado por el elevado valor de las acciones y que no tenía nada que ver con la economía real. Es verdad que la manía de comprar y vender acciones tiene una dinámica propia, separada y aparte de la economía real. Sin embargo, no es verdad que ambas cosas estén totalmente separadas y que no puedan influirse recíprocamente. Las inquietudes sobre el estado de la economía real, en determinadas condiciones, pueden traducirse en pánico por vender y comprar en Bolsa. En una lógica perversa, cuando el desempleo cae en EEUU, las acciones también caen. Este hecho es en sí una contundente confirmación de que los intereses de trabajadores y capitalistas son completamente antagónicos. La noticia de más empleos, buena para los trabajadores y parados, es mala para los propietarios de acciones, preocupados porque un menor desempleo conduzca a una presión para subir los salarios y (supuestamente) los precios; viceversa también es verdad.

 

Crisis bursátil y recesión

 

Aunque no toda crisis bursátil conduce a una recesión, en determinadas circunstancias sí puede hacerlo (con la demora de algunos meses). Desarrollaremos esto más tarde. Tras el shock inicial, los capitalistas templaron sus nervios. Por todos lados leemos declaraciones de aliento. Clinton nos recuerda que “las bases de la economía norteamericana están sanas” y que “no hay motivos para pensar que la Bolsa estadounidense vaya a encaminarse hacia la baja”. Según el economista Allen Sinai, de Primark Decision Economics, “la economía USA no va a ser golpeada por la crisis asiática”. Y por último Alan Greenspan, el mismo hombre que advertía hace doce meses de la “irracional exuberancia” de la Bolsa, se apresuró a tranquilizar los nervios de Wall Street: “Nuestra economía ha gozado de un largo período de buen crecimiento económico, unido no casualmente a una baja inflación. La Reserva Federal está dedicada a prolongar ese rendimiento”.
Es interesante comparar estas tranquilizadores opiniones con los discursos realizados por los economistas y políticos burgueses antes, durante e incluso después del gran crash de Wall Street de 1929.
“Representantes de las treinta y cinco grandes empresas de información bursátil se reunieron en las oficinas de Hornblower and Weeks y hablaron con la prensa sobre la marcha de la Bolsa, describiéndola como ‘fundamentalmente fuerte’ y ‘técnicamente en las mejores condiciones que ha estado en meses’. Era opinión unánime de todos los allí presentes que lo peor había pasado. La firma anfitriona dirigió una carta al mercado en la cual afirmaba que ‘comenzando con las transacciones de hoy, el mercado debería empezar a sentar las bases para el avance constructivo que creemos caracterizará a los años 30’. Charles E. Mitchell anunció que el problema era ‘puramente técnico’ y los ‘cimientos permanecían intactos”. (J. K. Galbraith, The Great Crash, 1929).
“Eugene M. Stevens, presidente del Continental Illinois Bank, dijo: ‘No hay nada en la situación de los negocios que justifique el nerviosismo’. Walter Teagle afirmó que no se ha producido ningún ‘cambio fundamental’ en los negocios del petróleo para justificar tal preocupación. Charles M. Schwab afirmó que los negocios del acero han realizado ‘avances fundamentales’ para conseguir la estabilidad y agregó que ‘esta situación de fortaleza era responsable de la prosperidad de la industria’. Samuel Vauclain, presidente de Baldwin Locomotive Works, declaró que ‘los cimientos son fuertes’, el presidente Hoover dijo que ‘los negocios fundamentales del país, es decir, la producción y distribución de mercancías, tienen unas bases prósperas y sólidas” (Ibid).
La descripción de Galbraith del ambiente de Wall Street tras el crash inicial parece que ha sido escrita ayer:
“Casi todos creían que el rapapolvos celestial había pasado y que ahora podría reanudarse la especulación seria. Los periódicos estaban llenos de perspectivas bursátiles para la siguiente semana, las acciones volvían a ser baratas y por consiguiente existía una fuerte demanda de compra, numerosos relatos de las agencias de valores, algunos de ellos posiblemente inducidos, tuvieron el fabuloso efecto de incrementar el volumen de órdenes de compra, que se iban amontonando incluso antes de la apertura de la Bolsa. En los periódicos del lunes, una campaña de propaganda orquestada por las empresas de Bolsa animaba a recuperar la cordura en los negocios rápidamente. ‘Creemos’, decía una empresa, ‘que el inversor que persigue seguridad en este tiempo, un instinto que es siempre una condición de la inversión prudente, debería hacerlo aún con más confianza’. El lunes comenzó el auténtico desastre” (Ibid).
Los tiempos pueden haber cambiado, pero el sistema y la mentalidad de sus representantes es exactamente la misma. La efectividad de este tipo de discursos terapéuticos en prevenir una recesión es la misma que la del hechizo del curandero para sanar el cáncer. Greenspan, olvidando sus primeros avisos, ahora dice que la caída en el valor de las acciones es un “acontecimiento saludable”. Pasa por alto que hace un año, cuando advertía públicamente de la “irracional exuberancia”, el índice Dow Jones había alcanzado el nivel récord de los 5.000, mientras que antes del presente crash había alcanzado los 8.000, e incluso ahora permanece por encima de los 7.000. Esta situación sigue siendo un desafío a las leyes económicas de la gravedad. Además, el aumento de órdenes de compra lo empujará más al alza, preparando el camino para nuevas y más catastróficas caídas. Evidentemente Greenspan es consciente de ello, pero en determinadas circunstancias la discreción es la mejor forma de valor.
“Como un encantador de serpientes, Greenspan llevó el mercado a un estado catatónico con sus palabras. ¿O acaso los inversores estaban simplemente exhaustos?” (Time Magazine, 10/11/97). Indudablemente el último factor fue más importante que el primero, pero al igual que los salvajes primitivos cuyas vidas estaban amenazadas por fuerzas invisibles e incomprensibles, la burguesía también está preparada para creer en milagros. Es verdad que la actual situación tiene diferencias importantes con 1929, pero decir esto es decir muy poco. Aunque cada período del capitalismo tiende a ser diferente a cualquier otro, los ciclos económicos y crashes bursátiles presentan rasgos comunes. La diferencia con el período actual es esencialmente que el nivel de desarrollo del capitalismo es mucho mayor, cada vez se ven afectadas más sumas de capital y la escala potencial para el desastre es mayor. The Economist, en su informe El mundo en 1998, señala:
“Para finales de 1998, las sociedades de fondos inmobiliarios controlarán más fondos que los existentes en todo el sistema bancario norteamericano, cerca de 4'6 billones de dólares. El sector de fondos inmobiliarios tiene más de la mitad de sus activos en acciones, unos treinta millones de norteamericanos poseen ahora acciones, comparado con los tres millones de antes de la Segunda Guerra Mundial” (subrayado nuestro).
“La capitalización del mercado de valores norteamericano ha alcanzado los 9 billones de dólares, un nivel equivalente al 115% del PIB, comparado con el anterior máximo del 82% en 1929; en sesenta años sólo ha variado un promedio del 48%”.
La situación de la Bolsa estadounidense tiene muchas similitudes con la de vísperas de 1929. Los valores de las acciones en la Bolsa de Nueva York están sobrevaloradas en extremo y existe un gran nivel de endeudamiento. Aunque en la actualidad los economistas afirman que la crisis bursátil no afecta a la economía real, eso está lejos de la realidad. Una crisis en la economía real puede provocar un crash en la Bolsa, pero en determinadas circunstancias el proceso puede producirse a la inversa, como vimos en 1929. Que la burguesía se las haya arreglado para eludir una recesión a gran escala tras el crash de 1987 ha creado una equívoca sensación de seguridad. Los economistas burgueses defensores del llamado Nuevo Paradigma Económico toman esta situación como una norma, igual que los generales imaginaban la Segunda Guerra Mundial como una guerra de trincheras.
Este optimismo superficial carece de base real. Aunque es imposible predecir con certeza las alzas y bajas de la Bolsa, sí es perfectamente posible predecir la inevitabilidad de una nueva crisis incluso más severa en los próximos meses, que llevará a un serio crash en un determinado momento. Es extremadamente dudoso que los llamamientos a la calma __basados en unas “supuestas bases sólidas”__ tengan el mismo efecto sobre los pequeños inversores en vísperas de una caída seria, cuando sea más evidente que la situación no es sólida en absoluto. En tales condiciones, un crash bursátil en EEUU tendría serias consecuencias en el mercado interno (y por consiguiente en el mercado mundial) y la inversión sufriría una profunda caída, provocando una recesión.

 

La economía estadounidense

 

¿Qué hay de verdad en las tranquilizadoras promesas sobre la “solidez” de la economía USA? El actual boom en EEUU dura ya seis años y medio, bastante tiempo para los niveles de la posguerra, y existen algunos indicadores que sugieren que aún le queda algo de vida. Las ventas de viviendas están creciendo a su tasa más alta en diecinueve años y la inflación fue del 1,4% durante el último trimestre, menos de la mitad que en 1996. A pesar de la victoria de los trabajadores de UPS en el verano y de los avisos de economistas como Stephen Roach sobre una “reacción obrera”, los costes salariales siguen manteniéndose (durante el tercer trimestre de 1997 aumentaron sólo el 0,8%) y el desempleo ha caído al nivel más bajo en décadas. Los beneficios empresariales permanecen altos, superando las estimaciones trimestrales por decimonovena vez, y el gobierno informó que el déficit presupuestario del año fiscal 1997 se redujo a 22.600 millones de dólares, el menor desde 1974 y mejor de lo esperado.
El déficit presupuestario se ha reducido, por un lado, debido al crecimiento económico y a los mayores ingresos por impuestos y, por el otro, al recorte de los subsidios sociales, que ha afectado a los sectores más pobres y depauperados de la sociedad estadounidense. Se calcula que las ganancias de capital del sector de sociedades de inversión y programas de compra de acciones incrementarán los ingresos por impuestos en más de 100.000 millones de dólares y empujarán los gravámenes fiscales del PIB por encima del 20%, por tercera vez en la historia de EEUU si excluimos las épocas de guerra. Esto podría suponer que el déficit presupuestario federal bajase del 0,5% del PIB, la sexta parte del de Alemania, Gran Bretaña o Francia. Pero, tras estas idílicas imágenes, existe el oculto temor de que esta situación no pueda durar. Clinton sueña con liquidar el déficit presupuestario, como el resto de sus amigos europeos, pero una nueva recesión echará abajo todo el esquema.
Los economistas burgueses serios, como Stephen Roach, han admitido lo que los marxistas afirmamos hace un tiempo: que el actual boom se ha logrado a expensas de la clase obrera, del aumento colosal de la explotación para generar enormes beneficios a costa de los nervios y la extenuación física de los trabajadores, con largas y duras jornadas laborales a cambio de bajos salarios. Marx lo definió como plusvalía absoluta (horas extraordinarias, trabajar los fines de semana, no tener vacaciones, pluriempleo, etc.) y plusvalía relativa (intensificación de la explotación a través del aumento de los ritmos de trabajo, incremento de la productividad en la misma o menor jornada, etc.).
Este es el secreto de la “explosión de productividad” que ha tenido lugar, y no sólo en EEUU. Pero tiene sus límites, incluido el físico, dado que el día sólo tiene 24 horas y los nervios y fortaleza muscular del trabajador pueden utilizarse durante un tiempo determinado. La insoportable presión sobre los trabajadores y sus familias está atizando un descontento colosal, frustración y furia que llegado un cierto momento provocarán una reacción. La huelga de UPS fue sólo un anticipo. Si el boom se prolonga durante algún tiempo más, disminuyendo el desempleo, inevitablemente conducirá a nuevas huelgas, donde los trabajadores se esforzarán por recuperar lo perdido en el último período. Esto tendrá un efecto sobre los márgenes de beneficio, dado que la estrechez del mercado no permite aumentar los precios. La presión de las importaciones baratas de Asia agravará la situación e inevitablemente conducirá a la exigencia de medidas proteccionistas por parte de los manufactureros estadounidenses.
En su libro La muerte de la economía, Paul Ormerod señala los efectos de un colapso bursátil en una economía con un alto nivel de deuda:
“El propio Keynes, en un párrafo del capítulo final de la Teoría General, reconocía la importancia de las fluctuaciones en el valor de la Bolsa sobre el gasto del consumidor, particularmente en Estados Unidos. Afirmaba que, en especial si la gente ha pedido prestado dinero para comprar acciones, la caída de las bolsas podría intensificar una recesión. Pero no utilizó este argumento con la fuerza suficiente en el debate sobre el efecto Pigou”.
“El economista norteamericano James Tobin reavivó esa idea hace diez años y Edmond Malinvaud, un distinguido economista francés, recientemente previno a la Comisión Europea sobre los peligros prácticos de tal efecto en las actuales circunstancias. Pero en general, los economistas teóricos han ignorado este punto, a pesar de su relevancia en estas circunstancias, en particular en aquellas economías donde los niveles de deuda son mayores con relación a los ingresos. Japón, América y Gran Bretaña son los principales ejemplos”.
“Cuanto más baja es la tasa de inflación, peor es la situación de los deudores. Si la inflación se convierte en negativa y el nivel de los precios cae, el problema se agudiza. Y potencialmente se agrava más en la actualidad porque los precios de muchos de los fondos que poseen la gente y las empresas, como los depósitos bancarios, no están fijados en términos monetarios. Comparado con los años treinta, por ejemplo, mucha más gente posee casas, cuyos precios pueden caer tanto como suben” (Paul Ormerod, The Death of Economics, pp. 143-4).
Incluso dejando a un lado la cuestión de Asia, tras seis años y medio el boom en EEUU probablemente estaría cerca de su fin. Boom bursátil, optimismo exagerado, especulación desenfrenada y la consecuente sobreproducción son precisamente los elementos que uno esperaría ver en el pico del ciclo económico, justo antes de una recesión, lo que ya fue señalado muchas veces por Marx. Los más perspicaces economistas burgueses también lo comprenden:
“Pero incluso si esa cadena de acontecimientos nunca ocurriese, algunos analistas creen que EEUU está encaminándose hacia una recesión o una caída severa en 1998. Si están en lo cierto, el hundimiento del lunes habría sido el primer disparo, al que seguirán otros. Aquellos que rápidamente despacharon la caída de la Bolsa y están ahora alardeando de comprar, en el fondo podrían encontrarse con que están equivocados” (Time magazine, 10/11/07).
Un factor es el nivel de endeudamiento de los consumidores en EEUU. Según Ron Reuss, economista de Piper Capital Management de Minneapolis, la mitad de las unidades familiares con menos de 50.000 dólares de ingresos anuales tienen una deuda no hipotecaria equivalente al 24% de su salario neto, un nivel nunca visto. Esta situación se está reflejando ya en el aumento de bancarrotas y el crecimiento más lento del crédito al consumo, con tipos de interés del 5% anual (comparado con la cifra del 10-15%, más normal en un boom). En este y otros aspectos, muchos trabajadores viven el actual boom como una recesión. Dado el elevado número de créditos al consumo y de ciudadanos norteamericanos que ahora tienen parte de su riqueza en acciones (diez veces más que antes de la guerra), una bajada en los valores de las acciones tendrá un gran impacto en los gastos del consumidor, precisamente en un momento en que la economía USA está desacelerándose (como todo el mundo reconoce) y se enfrenta a una gran afluencia de importaciones baratas de Asia, que afectarán a los precios y márgenes de beneficios y, por tanto, a la inversión __la fuerza motora fundamental de un boom__. De hecho, el principal estímulo para la inversión productiva en la economía USA ha procedido del sector informático, que ya se ha mostrado extremadamente volátil y vulnerable a las turbulencias bursátiles. Está por ver si la rentabilidad de la industria informática podrá sobrevivir mucho tiempo en las nuevas condiciones, y dado el enorme peso específico de este sector actualmente en EEUU __emplea a más de nueve millones de personas, más que el acero o el automóvil__, una recesión en él rápidamente se transmitiría al resto de la economía estadounidense y mundial.
Todas las habladurías sobre la “solidez” de la economía estadounidense pasan por alto la cuestión fundamental: los efectos en EEUU del desarrollo mundial. Hugh Johnson, responsable de inversiones estratégicas de la agencia de valores First Albanya, advierte: “Siempre es de sabios tomar en serio los mensajes de los mercados. El mensaje es que la actual crisis en el Sudeste Asiático afectará no sólo a las economías asiáticas, sino también a EEUU”. El nerviosismo de un sector de la burguesía norteamericana se expresaba en el Wall Street Journal el 30 de diciembre de 1997. Tras señalar debidamente que la mayoría de los economistas eran optimistas ante las perspectivas de la economía norteamericana, el artículo señala:
“Sin embargo, apuntan los pesimistas, los analistas son fatales al predecir momentos económicos decisivos incluso en tiempos normales __e incluso son probablemente peores cuando las viejas normas están cambiando. Además, los modelos de pronóstico tienden a partir de suposiciones que la gente cree racionales, mientras los acontecimientos actuales están a menudo conducidos por oleadas de irracionalidad; tales oleadas son las que preocupan a los pesimistas”.
“Aún desconocemos partes del cuento: cuánto durará la crisis y hasta dónde llegará en los países desarrollados. Ha pasado de Tailandia a Indonesia y Corea del Sur. Y la especulación nerviosa se ha extendido a Hong Kong, Taiwán, China, Rusia, Ucrania y Brasil en las recientes semanas”.
“Hace un año los inversores de EEUU y otras zonas veían las economías ‘emergentes’ como un sitio atractivo para invertir. Ahora muchos están escapando, causando así la devaluación de las monedas y la subida de los tipos de interés en muchos de esos países. Otro temblor, como una suspensión de pagos surcoreana, podría hundir más las monedas y aumentar los intereses, elevando los costes de capital y ralentizando el crecimiento en la mayoría del mundo desarrollado. La economía USA sería la más afectada porque los países en vías de desarrollo juntos absorben una cuarta parte de las exportaciones estadounidenses”.
“La incipiente recesión en Japón probablemente se profundizará, reduciendo posiblemente las mercancías europeas y norteamericanas vendidas allí. Y los problemas de los bancos japoneses, entre los que están seis de los diez más grandes del mundo, exacerban las preocupaciones. Si los burócratas japoneses no manejan el problema hábilmente __los aprensivos directivos occidentales tienen poca confianza en ellos__, las repercusiones podrían ser enormes”.
“El conjunto del sistema bancario depende de que los principales bancos del mundo se proporcionen mutuamente miles de millones de dólares en préstamos a corto plazo, extendidos con la confianza de una rápida devolución. La caída de un banco importante en Japón, mal manejada, podría trastornar ese flujo de pagos y hacer que el sistema se agarrotara __el equivalente financiero a un golpe__”.
“Nadie está prediciendo ese desastre, por supuesto. Pero el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, está profundamente preocupado. Jeffrey Shafer, un ex funcionario del ministerio de Hacienda con Clinton, dice que si aún estuviera en su antiguo trabajo, 'estaría en vela toda la noche preocupado por una caída mayor de los bancos en Asia, especialmente en Japón”.

 

Fin del ‘modelo asiático’

 

Los intentos de la burguesía de restar importancia a la crisis asiática rozan lo grotesco. Antes exageraban la importancia de Asia y ahora tratan de minimizarla. Sin embargo, la importancia de esta región se demuestra en que el 60-65% del crecimiento de la producción mundial entre 1990 y 1995 procedió de ella, lo que evitó que la recesión mundial de 1990-92 se convirtiese en una depresión. Esgrimir ahora que una recesión en Asia no tendría efectos sobre la economía mundial es negar la evidencia.
Hasta ahora esto no ha ocurrido. Incluso no está teóricamente excluido que, aun continuando la crisis bursátil, la economía norteamericana se pudiese recuperar algo y el boom chisporrotease durante otros dieciocho meses o dos años, aunque con tasas más bajas de crecimiento. Sin embargo, según pasan los meses, las voces expresando alarma están sonando con más fuerza. Incluso The Economist, el más optimista de los portavoces del “capitalismo liberal”, no puede ocultar sus más profundos presentimientos sobre las perspectivas para la economía mundial. En su editorial del 20/12/97, con el significativo título ‘Asia y el abismo’, admitía que ya era evidente que la extensión de la crisis a Corea del Sur y Japón tenía muy serias implicaciones para toda la economía mundial:
“La historia tomó un cariz más serio cuando se desplazó hacia el nordeste, a Corea del Sur y Japón, que, contrariamente a la creencia popular, son dos de los países más grandes de la economía mundial y también dos de los mayores importadores del mundo, además de enviar sus inversiones por todo el orbe. Una calamidad financiera allí traería una caída a escala mundial o incluso una recesión. ¿Es eso probable? La respuesta, desgraciadamente, es que tal calamidad aún no puede excluirse” (subrayado nuestro).
Es divertido seguir las vueltas y giros de los economistas burgueses, su lucha para explicar los acontecimientos en Asia, donde no hace mucho veían el “nuevo renacer” capitalista. Al regreso de sus negociaciones en Corea del Sur, Michel Camdessus, el director del FMI, admitía: “El modelo asiático está pasado de moda”. En realidad nunca hubo nada nuevo en la ola de inversiones en el Sudeste Asiático. A este respecto la burguesía manifestó la misma infantil superstición que aquellos que creen que hay una olla de oro al final de cada arcoiris.
En cada período de su desarrollo, desde el siglo XVI en adelante, el capitalismo siempre ha abierto nuevos mercados, comenzando con el “descubrimiento” de América. Su saqueo proporcionó oro y plata, que abastecieron el inicio del desarrollo capitalista en Europa. Más tarde, en los siglos XVII y XVIII, vimos extenderse el proceso de colonización a Asia, Africa y América del Norte, y los comienzos de la división mundial del trabajo, que se intensificó en el siglo XIX con la “apertura” de China (a través de las guerras del Opio). Engels hizo referencia a las exageradas ilusiones de los manufactureros algodoneros de Lancashire (Inglaterra) en las ilimitadas perspectivas del mercado chino (que posteriormente finalizó con sobreproducción y recesión). Más tarde vimos la fiebre del oro en California, el desarrollo de Australia y Rusia, etc.
Marx explicó hace tiempo que la burguesía es capaz de “resolver” sus crisis, pero sólo a costa de preparar otras nuevas y más profundas en el futuro. Una de las formas para conseguirlo es precisamente aumentando su participación en el comercio mundial. La historia de las dos pasadas décadas es un testimonio gráfico de lo correcto de este análisis. En una entrevista con Camdessus en El País (1/12/97), le preguntaban si el modelo asiático “basado en las exportaciones masivas y la absorción de inversiones extranjeras”, que supuestamente era un “paradigma”, había llegado a su fin. Su respuesta fue un ejemplo de humor inconsciente:
“Los modelos económicos no son eternos. Hay momentos en los que son útiles y otros en los cuales, como el mundo evoluciona, pasan de moda y tienen que ser abandonados. Unamuno solía decir que utilizaba sus ideas como sus botas: las utilizaba y después las tiraba. Debemos hacer lo mismo con los modelos económicos”.
Esta asombrosa franqueza, por no decir cinismo, revela con exactitud la verdadera actitud de la burguesía hacia la “teoría económica”, que actualmente es menos útil para ellos que un buen par de botas. Todos los denominados “paradigmas económicos” reflejan un intento desesperado de conseguir algún éxito __real o imaginario__ para revivir el antiguo sueño de la clase capitalista y sus representantes ideológicos: que el ciclo de booms y recesiones haya terminado para siempre. La propensión a la autoilusión está directamente relacionada con los vertiginosos niveles alcanzados por la Bolsa, rentabilidad, crecimiento económico y otros índices que están normalmente relacionados con la cumbre de un ciclo económico __justo antes de una caída__. Como dice el proverbio, “la soberbia llega antes de la caída” y cuando ésta llega, “más dura será”.

 

Las soluciones del FMI y sus consecuencias

 

Hasta cierto punto, Camdessus y otros representantes de las grandes potencias occidentales parecen disfrutar de un perverso placer con el colapso del “modelo asiático”. Parecen creer que pueden escaparse de las consecuencias, dar a esos advenedizos orientales una lección de humildad y demostrarles quién manda. El director del FMI se jacta de forzar el cierre de los chaebols (monopolios industriales surcoreanos) y los bancos indonesios poco rentables. La arrogancia y al mismo tiempo la ciega estupidez de estos caballeros es realmente asombrosa.
La medicina repartida por el FMI es la misma de siempre: se dan préstamos a condición de que toda la carga de la crisis se sitúe de lleno sobre los hombros de las masas (“austeridad”). El crecimiento debe ser más lento, el desempleo debe crecer, las fábricas y bancos deben cerrar, los tipos de interés deben aumentar, los presupuestos deben ser equilibrados y los niveles de vida deben ser reducidos. A cambio, los tiburones internacionales dispensan su generosidad: 4.000 millones de dólares a Filipinas, 10.000 millones a Indonesia y una cantidad mayor a Corea del Sur (la suma final todavía no está clara). Además, otros bancos e instituciones han prestado 17.000 millones de dólares a Tailandia y 13.000 millones a Indonesia, y hay la promesa de más “ayuda” por parte de EEUU, Australia, Hong Kong, China, Singapur y otros.
El problema es que esta “ayuda” no se da libre de cargas, todos tendrán que devolverla con intereses. Los pagos serán arrancados de los trabajadores, campesinos y clases medias, agudizándose así las tensiones sociales y creando una situación explosiva en un país tras otro. Ya ha habido manifestaciones en Tailandia en las que han participado no sólo trabajadores, sino también las clases medias e incluso algunos hombres de negocios. La situación en Corea del Sur, con su poderosa clase obrera, o en Indonesia, donde la crisis de la economía está unida a la dictadura corrupta de la odiada camarilla de Suharto, es explosiva.
La ayuda prometida por Japón y China no es desinteresada; tienen pánico a que la crisis económica en Asia les provoque una estrepitosa caída. Sus temores no son infundados. Más del 40% de las exportaciones de Japón van a países asiáticos. Para empeorar la cosa, tanto la banca japonesa como la china están sobrecargadas de colosales deudas. La fuerza motriz del crecimiento chino en los últimos años fueron las exportaciones, también principalmente a países asiáticos. El riesgo de un colapso en China y Japón es por tanto muy serio. Y un crash serio en Japón y China rápidamente causarían un shock en todo el sistema económico y financiero mundial.
En común con la mayoría de los estrategas del capital, Camdessus considera que la crisis asiática no causará necesariamente una recesión a escala mundial. La economía mundial, insiste, todavía crece a un ritmo del 4% anual. La actual crisis podría reducir la tasa de crecimiento en EEUU al 1,2 ó 1,3%. Esto supone que, en cualquier caso (y según los pronósticos más optimistas), la economía mundial ralentizará su crecimiento el próximo año, con el consiguiente aumento del desempleo y caída de la demanda. Si añadimos a esto los efectos de nuevos recortes del gasto público en Europa por el proceso de introducción de la Unión Económica y Monetaria, el panorama no parece muy esperanzador. Y todo esto, en cualquier caso, se basa en una serie de suposiciones: si los japoneses adoptan las medidas necesarias para reformar su sistema financiero, si la crisis no se extiende a China, si las masas en Asia están preparadas para aceptar profundos recortes en sus niveles de vida con la necesaria resignación confuciana, si no hay un nuevo colapso en la sobrevalorada Bolsa estadounidense, si los trabajadores norteamericanos no sacan provecho del pleno empleo para exigir salarios más altos. Demasiadas incertidumbres para pronósticos tan confiados.
En el editorial de The Economist antes mencionado se expresa un abierto escepticismo en la capacidad de la burguesía japonesa para salvar la crisis de su sector financiero:
“El 17 de diciembre, el primer ministro de Japón, Ryutaro Hashimoto, anunció un recorte de 16.000 millones de dólares en el impuesto de la renta, más otro de 6.800 millones en el de las empresas. Pero esto se aplicará solamente durante un año y sólo anulará la severidad fiscal que su gobierno impuso la pasada primavera. También han surgido noticias de un plan para emitir bonos del Estado por valor de 10 billones de yenes para financiar la salvación de bancos, pero que todavía es impreciso: no hay detalles de cómo se ejecutará ni de si será necesario más dinero. Hashimoto explica que su propósito es acabar con los problemas económicos que está ‘originando en Japón la depresión global’. Es un buen propósito y su plan fue un paso en la buena dirección. Pero el riesgo de un colapso japonés permanece, lo que empeoraría el asiático y después causaría una recesión mundial”.

 

El FMI decide

 

Siguiendo las órdenes del FMI, el órgano por excelencia del capitalismo mundial, el gobierno tailandés anunció el 8 de diciembre de 1997 el cierre de 56 de los 58 bancos del país más endeudados, que juntos tenían un “agujero” de 35.000 millones de dólares. Esto es parte de un acuerdo a cambio del cual Tailandia recibirá del FMI unos 17.200 millones de dólares en concepto de “ayuda”. La crisis del sistema bancario tailandés no es en absoluto excepcional. En períodos de boom, la especulación florece, dado que los inversores tienen la ilusión de que el valor de las acciones, la tierra, etc., aumentará eternamente; es la característica de todo boom desde el siglo XVII. Es una enfermedad que no sólo afecta a los sin escrúpulos y deshonestos tiburones bursátiles, sino también a los más respetables banqueros, que se zambullen en un turbulento mar de especulación, ignorando las voces (pocas) de precaución. Esta es la auténtica base psicológica del “nuevo paradigma económico”, que, mirándolo de cerca, se ve que no es en absoluto nuevo, sino tan viejo como las montañas, como la historia de los bancos y las bolsas.
Durante los años de “burbuja especulativa” en la década de los ochenta y noventa, los bancos y otras empresas de Tailandia, Japón y otras economías asiáticas con mucha liquidez buscaron campos sobresalientes donde invertir, y los encontraron en el mercado inmobiliario. Tampoco esto es nuevo, ya presenciamos la especulación de la tierra en Florida que precedió al crash estadounidense de 1929. En ese momento parecía una buena idea (¡siempre lo parece!), era hacer dinero fácil sin correr molestos riesgos y sin invertir en actividades productivas, como la industria. Los precios de la tierra y la propiedad suben como la espuma de una botella de champaña, y continúan creciendo hasta que caen.
Llegados a cierto punto del ciclo capitalista, de una forma dialéctica clásica, todo se convierte en su contrario. Precisamente aquellos elementos que alimentaron el boom, impulsando la economía, se convierten en la fuente de inquietudes. El boom inmobiliario que alimentó la expansión económica y la estimuló, ahora se ha convertido para las economías de países como Japón y Tailandia en un peligro. Lo mismo ocurre con los créditos que mucha gente solicita en un boom, pero que como explicó Carlos Marx, y Micawber conocía muy bien, al final provocan tales niveles de endeudamiento, que profundizan la crisis y hacen la recuperación más difícil. Ahora eso también es obvio; las deudas pública, privada y empresarial penden como una rueda de molino del cuello de la economía y amenazan con arrastrarla al fondo.
En Tailandia, el primero de los tigres que sucumbió a los ataques concertados de los "especuladores" sedientos de sangre (por ejemplo, los grandes monopolios), la debilidad del endeudado sistema bancario fue sin duda uno de los primeros factores que desencadenó la ristra de acontecimientos desastrosos. De repente, la “confianza” colapsa, alguien o algún grupo decide que toda la estructura es mala y comienza a vender, y vende. Es el proceso clásico que se ve en todo ciclo económico, y en absoluto es resultado de las peculiaridades de Tailandia o Asia. Más adelante veremos el mismo fenómeno en EEUU y Europa.
La crisis bursátil tiene efectos en la “economía real”, pese a que muchos lo nieguen. El lunes 8 de diciembre, el gobierno tailandés envió 400 policías al centro comercial de Bangkok en previsión de incidentes. Sus temores estaban bien fundados, dado que el gobierno había anunciado una serie de medidas que dejarían a 20.000 trabajadores del sector en paro. De hecho, es sólo la punta del iceberg de desastres sociales ya causados por la crisis en Tailandia. No menos de dos millones de trabajadores han perdido sus empleos desde su comienzo en junio de 1997. Muchas de las víctimas son profesionales altamente cualificados, como admitía Sampong Sawasdipahdi, ex vicepresidente de una de las empresas cerradas por el gobierno:
“No es sólo una cuestión de trabajadores fabriles; entre los que han perdido sus empleos están trabajadores de los más cualificados del país” (El País, 9/12/97).
Naturalmente los mercados aplaudieron la “decisión” de llevar adelante los dictados del FMI, y la Bolsa tailandesa creció un 3% al escuchar las noticias, un comportamiento bastante típico de las bolsas en todas partes, como ya destacamos. Cuando los trabajadores son despedidos y se anuncian fuertes recortes de las condiciones de vida del pueblo tailandés, el mercado aplaude. Pero para cualquiera con ojos para ver o cerebro para pensar, esto demuestra de manera concluyente que los intereses del “mercado”, es decir, de los grandes monopolios son intereses opuestos a los de los trabajadores y las capas pobres. Con la profundización de la crisis, esta realidad se hará más evidente en la conciencia de las masas.
El sufrimiento en Tailandia es real, extendiéndose más allá de los límites de la clase obrera, a la pequeña burguesía y otras capas sociales que se imaginaban inmunes a la crisis del capitalismo. ¿Y los resultados? Los llamados “subsidios” son muy pequeños y en gran parte imaginarios. El “estabilizado” bath está a un cambio de 41,60 baths por dólar USA, algo que se consideró una victoria, aunque representa una pérdida del 60% desde el 2 de julio. Y la Bolsa de Bangkok ha registrado una pérdida de más del 78% de sus valores desde esa fecha.
Por supuesto, los banqueros nunca pierden. En un esfuerzo por calmar los trémulos nervios de los inversores, el banco central de Corea del Sur acordó entregar 476.000 millones de wons (355 millones de dólares) en créditos de emergencia a los bancos comerciales y sociedades financieras amenazadas con el colapso. El agujero en el sistema financiero coreano es tan profundo que la “ayuda” inicial del FMI (5.500 millones de dólares) se evaporó como una gota de agua en el desierto. El won se hundió a un nuevo nivel mínimo, pasando de 1,342 a 40 wones por dólar. La Bolsa de Seúl cayó todavía más.
En Indonesia, a principios de diciembre el gobierno anunció la fusión de varias grandes entidades bancarias, tras el cierre el 1 de noviembre de 16 bancos privados considerados insolventes. El asunto no acaba aquí, ya que es de dominio público que otros grandes bancos también son insolventes.

 

Corea del Sur y Japón

 

En un esfuerzo desesperado por reforzar la economía surcoreana, el FMI acordó un préstamo, pero como es habitual impuso condiciones draconianas. Exigió un descenso del crecimiento de la economía al 2,7-2,8% (un desastre para Corea del Sur, que estaba creciendo a un ritmo del 6% este año) y un aumento de los tipos de interés al 18-20%, una medida que llevaría, por usar un eufemismo actual, a una “reestructuración radical”, es decir, cierre generalizado de fábricas y paro masivo en un país donde el desempleo de masas había desaparecido y la cobertura a los parados es inexistente.
En un primer momento, el préstamo del FMI iba a ser de entre quince y veinte mil millones de dólares, pero desde el principio quedó claro que esa cifra no serviría para las necesidades reales de la economía surcoreana. Extraoficialmente la cifra mencionada era de 60.000 millones de dólares, más de lo concedido a México en 1995. Pero incluso ni siquiera esa cifra solucionaría el problema. La envergadura del desastre económico en Corea del Sur sólo está empezando a percibirse; surgirán nuevos datos que revelarán la profundidad del colapso.
A pesar de la tentativa de “rescate” a gran escala, no es seguro en absoluto que las medidas del FMI puedan “restablecer la confianza” y estimular a los bancos extranjeros a reanudar los préstamos a Corea. Los devastadores efectos sociales de las medidas están fuera de toda duda y producirán una inestabilidad política a una escala no vista en décadas, poniendo a la orden del día movimientos revolucionarios de las masas. En definitiva, un crudo escenario para las grandes inversiones foráneas.
Una vez tomada la amarga medicina recetada por el FMI, Corea del Sur esperaba el veredicto del “mercado”, que no tardó en producirse: tras una recuperación inicial, el won cayó de nuevo un 18% el 30 de diciembre, siguiendo al pesado dólar comprado por las endeudadas empresas surcoreanas.
La inestabilidad general en la región necesariamente tuvo su reflejo en la Bolsa de Tokio. A principios de diciembre, el índice Nikkei bajó 292,91 puntos con el anuncio de que las nuevas estimaciones situaban el crecimiento del PIB de Japón en cero no sólo para 1998, sino también para 1999. En términos reales (excluyendo la inflación), la economía japonesa sólo creció un miserable 0,5% en 1997, cifra que es aún más catastrófica si consideramos que Japón es el segundo país del mundo en términos económicos y hasta no hace mucho era la fuerza motriz de la economía mundial, con unas tasas anuales de crecimiento que en algunas ocasiones, en los años cincuenta y principios de los sesenta, incluso sobrepasaron el 10% de la URSS. Ahora, a todos los efectos, Japón lleva en recesión la mayor parte de la década, sin visos de que la situación cambie. Al contrario, la burguesía tiene bien presente la perspectiva de un serio colapso.
La actividad especulativa en la cúspide del boom está inevitablemente acompañada por un gran nivel de fraude, actuaciones sin escrúpulos, malversación y latrocinio manifiesto. En el período de auge, estas prácticas pasan desapercibidas y sus perpetradores son incluso laureados como héroes de la empresa financiera. A la hora de la verdad, cuando los precios comienzan a caer, los fraudes empiezan a salir a la luz. Un aviso temprano fue el colapso de la antigua y respetada empresa Barings Bank. Ahora se ha destapado que una gran tajada del sistema bancario japonés está en manos de la Mafia conocida como sokaiya, no matones barriobajeros, sino hombres de negocios discretos y de elegantes trajes oscuros. La actividad de estos grupos comenzó a despegar en los años de la “burbuja japonesa”, los ochenta e inicio de los noventa. Uno de estos gánsters, Ryuichi Koike, acumuló una fortuna de 95,3 millones de dólares, obtenidos de las principales entidades financieras japonesas, más otros 89,9 millones a cambio de su silencio. Koike fue arrestado, pero salió rápidamente de la cárcel. Como resultado de sus tejemanejes, cuatro de las más importantes sociedades financieras (Nomura, Nikho, Daiwa y Yaimichi Securities) y el banco Dai-Ichi Kangyo quebraron. A diferencia de los ciudadanos normales, gente como Koike no pasará mucho tiempo en la cárcel; tras expresar en público su arrepentimiento, serán obsequiados con una magnanimidad excepcional por los jueces, que los dejarán libres para continuar con sus carreras.

 

Crisis en China

 

Ante la crisis de los “tigres” asiáticos, Occidente busca consolarse con la idea de que China podría alejar el problema. De lejos pudiera parecerlo, pero examinando la cuestión más de cerca vemos la fragilidad de tales esperanzas.
El presidente Jiang Zemin repite cada día que la economía china es sólida e inmune a la crisis que está golpeando el resto de Asia. Hace tiempo Galbraith explicó que en una crisis las autoridades recurren a cualquier tipo de encanto que pueda estabilizar el mercado. El autor del trabajo sobre el crash de 1929 señala también que esos encantos pocas veces tienen el efecto deseado. Es lo mismo que las repetidas afirmaciones de Clinton de que en EEUU “los cimientos son sólidos”. Exactamente las mismas palabras fueron repetidas una y otra vez por políticos, economistas y banqueros antes, durante e incluso después del crash de 1929.
No obstante, las autoridades de Pekín son muy conscientes de que los acontecimientos en el resto de Asia tendrán un efecto sobre China en un futuro no muy lejano. Para empezar, el espectacular crecimiento de China en el último período se vio estimulado por dos factores: la inversión extranjera y las exportaciones, y ambos se verán afectados por la actual crisis. Los inversores extranjeros preferirán establecer sus negocios en aquellos países que han devaluado sus monedas, antes que en China, dado que al menos hasta el momento Pekín se está resistiendo a una nueva devaluación del yuan, que pondría en peligro el vínculo entre el dólar de Hong Kong y el dólar USA.
La devaluación del yuan chino en 1994 proporcionó un enorme estímulo a las exportaciones chinas y probablemente fue el detonante de la actual crisis en Asia, agravando el problema de la sobreproducción en los saturados mercados asiáticos. Ahora la situación se ha invertido: los productos chinos son un 40% más caros que los malayos y un 60% más que los indonesios, lo que hará inevitable que las exportaciones chinas al resto de Asia, uno de los principales motores de su desarrollo en los últimos dieciocho años, disminuyan rápidamente en los próximos meses, a menos que China también devalúe, algo que actualmente se niega a hacer.
La idea de que China puede de alguna manera aislarse de la crisis asiática guía la política adoptada por Jiang Zemin y Ziang Rongji. La vieja idea reaccionaria de la autarquía (“socialismo en un solo país”) fue abandonada tras la muerte de Mao. El destino de China __al igual que Rusia__, está directamente ligado a la economía mundial. La participación en los mercados mundiales ha beneficiado a China (aunque no a Rusia), pero ahora sufre la otra cara de la moneda. La crisis en Asia la golpeará duramente, lo que intensificará las contradicciones sociales en el país y con ellas la lucha entre los diferentes sectores de la burocracia. El ala pro capitalista de Ziang Rongji ha manejado el timón, pero la profundización de la crisis puede hacer cambiar la correlación de fuerzas.
El rápido crecimiento de la producción en China ha originado la aparición de la sobreproducción, como señala The Economist (informe El mundo en 1998):
“Los problemas [de Asia] se verán exacerbados porque China tiene ahora una gran superabundancia de capacidad manufacturera, desde automóviles a petroquímicas y televisores en color. La mayoría [de las fábricas] son ineficientes, y el gobierno chino seguirá adelante con su programa para racionalizar el peor sector __el estatal__. Por lo tanto, China aún se convertirá en más competitiva”.
Otro artículo en El País (9/12/97) señala:
“China, que acumulaba a finales del año pasado 30.000 millones de dólares en stocks, está plagada de artículos invendibles, desde tejidos de poca calidad a aparatos con diseños de hace treinta años, producidos en fábricas del período maoísta que ni los chinos necesitan”.
The Economist (22/11/97) escribía: “Muchas empresas en ciudades y pueblos sufren de un exceso de productos en el mercado”. Esto no se refiere al sector estatal, sino al sector “colectivizado”, que supone no menos de las dos quintas partes de la producción no agrícola. Y el mismo artículo avisa: “La mayor amenaza es una crisis bancaria, que podría dejar a la asiática como una ligera brisa”.
Se estima que los créditos fallidos de los bancos chinos suponen el equivalente al 30% del PIB, dos veces el nivel del Sudeste Asiático. La verdad es que la economía china continúa creciendo, pero a una tasa decreciente que caerá todavía más en los próximos meses.
“Esta crisis ha enseñado a China una gran lección”, explica Gordon Cheung, profesor de economía en la Universidad china de Hong Kong, “ha demostrado a sus dirigentes que no pueden proceder con una rápida apertura de su mercado sin haber adaptado previamente sus empresas locales. Se han dado cuenta de que la apertura debe ser gradual y acompañada de medidas de reestructuración de su economía” (El País, 29/12/97).
En el mismo artículo, el economista residente en Hong Kong Valérie Brunschwig hace una interesante comparación entre China y las otras economías del Sudeste Asiático, demostrando que las similitudes son más que las diferencias:
“En muchos aspectos, China manifiesta las mismas perversiones que las economías asiáticas ahora abiertamente en crisis: la saturación industrial, una administración corrupta, los negocios y políticas mixtas, proyectos de construcción interrumpidos antes de terminarlos, un sistema bancario paralizado, créditos dudosos por valor de entre 30 y 37,5 billones, etc.” (El País, 29/12/97, subrayado del autor).
El mismo artículo cita al profesor Lau Siu-kai, director del Instituto de Estudios del Sudeste Asiático de la Universidad china de Hong Kong:
“El círculo dirigente es perfectamente consciente de que será incapaz de resolver la crisis que está afectando a China, y está alarmado al ver cómo el FMI, y por tanto las potencias occidentales, de nuevo se hace con el control de estas economías, que ellos ven como una pérdida de autonomía y soberanía”.
Estas palabras son de una tremenda importancia para calcular las dimensiones de la crisis actual, no sólo en su aspecto económico, sino también en el político y militar. China es una gran potencia no sólo asiática, sino mundial. Por eso Napoleón dijo de ella: “cuando este gigante despierte, el mundo entero temblará”.
En contraste con Rusia, donde el colapso del estalinismo y el intento de restaurar el capitalismo ha estado acompañado por un colapso sin precedentes de las fuerzas productivas, la burocracia china ha permanecido firmemente asentada en el poder a la par que permite el desarrollo de elementos de capitalismo en determinadas zonas costeras y participa en el mercado mundial, sacando así un valioso provecho del acceso al capital extranjero y la moderna tecnología. Esto ha permitido un alto nivel de crecimiento y un aumento de las expectativas entre un sector de la población, base material para el fortalecimiento del sector pro capitalista. Sin embargo, hay otra cara del cuadro.
El desarrollo de tendencias capitalistas ha conducido a un rápido aumento de las desigualdades entre la élite dirigente y las masas, entre la ciudad y el campo, entre las regiones costeras y el interior. Las tensiones sociales se han expresado en una oleada de huelgas, manifestaciones y protestas campesinas. Hay un gran número de desempleados, quizá 150 millones, que han huido de la pobreza rural para buscar empleo en las ciudades costeras. Se da una explotación brutal de los trabajadores en las fábricas y la corrupción abunda. Además los imperialistas están ejerciendo una implacable presión sobre Pekín para privatizar las industrias estatales, lo que implicaría una explosión del paro y el consiguiente malestar social. Un sector de la burocracia, temeroso de las consecuencias, está siguiendo de mala gana el camino de la “reforma”. El reciente 15º Congreso del Partido supuso la victoria del sector pro capitalista, pero el desarrollo de la crisis puede convertir todo el proceso en su contrario.
Los temores de la élite dirigente se revelaron por la decisión de posponer la convertibilidad del yuan hasta el año 2000. Pero el test real está por venir. El planeado cierre de empresas estatales supondría el despido de 1,2 millones de trabajadores textiles en los próximos tres años (600.000 de ellos ya el que viene) y la industria química va a despedir a 400.000 trabajadores más en 1998. Pero si el clima económico empeora, todos estos planes no servirán para nada. Las explosiones sociales, las huelgas en las ciudades y sublevaciones en los pueblos, además de un agravamiento de las tensiones étnicas (Sinkiang, Tíbet, Mongolia), pueden precipitar la división de la élite dirigente, ya que los éxitos del ala pro capitalista no están en absoluto garantizados. Después de todo, la burocracia china tiene un horrible ejemplo de lo que el capitalismo ha supuesto para Rusia. Una profunda recesión mundial significa que todas las apuestas serán anuladas.
Incluso si la tendencia pro capitalista tuviera éxito, China no sería una semicolonia pro occidental dócil y débil, como hace cien años. Durante un tiempo, China ha estado adquiriendo un formidable arsenal de armas, principalmente a Rusia. China ya estuvo en guerra con Vietnam y tiene pretensiones territoriales en la zona. En un contexto de crisis económica y lucha por los mercados, no están descartadas nuevas guerras. Por otro lado, las tensiones entre China y EEUU están ya empezando a surgir. Así, de ser un mercado potencial y un factor de estabilidad para EEUU y el capitalismo mundial, China se convertirá en un nuevo y poderoso elemento de inestabilidad en Asia y a escala mundial.


Una crisis global

 

En un curioso giro de sus posturas anteriores, los economistas burgueses ahora tratan de minimizar el papel de Asia en la economía mundial, señalando que el PIB de Asia representa sólo el 13% de las economías capitalistas más industrializadas (el G-7). Sin embargo este argumento subestima a propósito los efectos de una recesión seria en una de las partes componentes de una economía mundial interpenetrada. La velocidad con la que el pánico bursátil se extendió de Asia a Lati-noamérica, Europa del Este, Rusia, EEUU y Europa es un aviso. El que las bolsas estadounidenses y europeas posteriormente se recuperaran (por cuánto tiempo es otra cuestión) no varía el hecho de que el advenimiento de la “globalización”, que era presentado por algunos como la solución final a la crisis capitalista, presente ahora otra cara muy diferente.
Como ya hemos explicado, no es verdad que la crisis bursátil no afecte a la economía real. Los precios (en dólares) de las exportaciones asiáticas han caído automáticamente con relación a los precios en Europa y EEUU. De esta forma automáticamente adquieren ventaja en los mercados mundiales. Además, la devaluación (con su consabido aumento del precio de las importaciones), más el aumento de los tipos de interés al que se ven obligados estos países para intentar defender su divisa, significa una profunda reducción en los niveles de vida y la correspondiente caída de la demanda interna. Ante todo, esas economías tienen la urgente necesidad de obtener moneda extranjera para pagar sus deudas, y la única manera de conseguirlo es exportando. No hay que ser un genio para ver que el único mercado que puede (en teoría) absorber todas esas exportaciones a bajo precio provenientes de Asia es EEUU, y en menor medida Europa Occidental.
Los productos de la industria asiática ya eran antes muy competitivos. Hay enormes cantidades de coches, televisores, ordenadores, zapatos y tejidos que no pueden ser absorbidas por el mercado asiático y que están buscando salida. Lo que preocupa a los estrategas del capital no es tanto la crisis de la Bolsa, ni incluso la existencia de sobreproducción o la amenaza de una recesión. Lo que más les preocupa es la amenaza del proteccionismo, que ya ha aparecido en Asia en forma de devaluaciones competitivas. Hay que recordar que ése fue uno de los principales mecanismos proteccionistas en los años treinta y lo que transformó la recesión de 1929-33 en una depresión mundial que persistió hasta la Segunda Guerra Mundial.
Marx definió el comercio mundial como “el elemento básico y vital de la producción capitalista” (El Capital, vol. 3). Uno de los principales motores del auge capitalista de 1948-74 fue el crecimiento sin precedentes del comercio mundial. Sin embargo, las cifras demuestran que el comercio mundial en el último período no ha tenido el mismo efecto que tuvo anteriormente a la hora de promover el crecimiento y la inversión productiva. No se ha producido una vuelta al tipo de proteccionismo feroz que vimos entre las dos guerras mundiales, lo que habría hecho añicos la delicada fábrica del comercio mundial creada a lo largo de décadas desde 1945 y tendría los efectos más catastróficos en la economía mundial, pero ya hay signos claros de que las tendencias proteccionistas están emergiendo no sólo en Asia, sino también en EEUU.
No hace mucho Clinton fue al Congreso a pedir permiso para proceder con el denominado “acuerdo de la vía rápida” para desarrollar el libre comercio. En una humillante derrota, su propuesta fue desechada por una mayoría tanto de republicanos como de demócratas. ¿Qué significa esto? Clara-mente que un sector de la burguesía de EEUU ya estaba preocupado incluso antes de la crisis bursátil por los efectos de una masiva afluencia de importaciones extranjeras baratas. Están preparándose para una lucha feroz por los mercados en el período que viene.
En otros documentos y artículos anteriores ya hemos señalado la tendencia a la creación de bloques comerciales regionales. EEUU domina Canadá y México mediante el TLC (Tratado de Libre Comercio). Clinton quería extenderlo al resto de Latinoamérica, comenzando con Chile, y recientemente visitó Brasil y Argentina con la intención de preparar el camino. Brasil y Argentina son los principales países del bloque comercial llamado Mercosur. Pero desde la crisis de la Bolsa, la propia existencia de Mercosur está en peligro. La crisis en Asia causó inmediatamente una similar en Brasil, obligando al gobierno a aumentar los tipos de interés e introducir medidas de austeridad. Incluso es probable que el real brasileño tenga que ser devaluado, lo que tendría efectos calamitosos en Argentina, que envía gran parte de sus exportaciones a Brasil. Puesto que el peso argentino está sujeto a un tipo de cambio fijo al dólar USA, la devaluación está excluida. La única opción clara sería la introducción de medidas proteccionistas que supondrían la ruptura de Mercosur.
La característica de la globalización (el alto grado de interpenetración) hace que un factor rápidamente afecte a otro. La causa se convierte en efecto y el efecto en causa. Las pérdidas sufridas por los bancos extranjeros en Asia ahora significan que el coste del crédito en esa zona aumentará. Los banqueros ya están exigiendo un recargo mayor para prestar dinero a Asia, pero también a Europa del Este, Rusia y las “economías emergentes” en general. Sorprendentemente los bancos más afectados no son los japoneses. Un estudio del economista francés W. I. Carr demuestra que en los últimos tres años el volumen de fondos extranjeros en Tailandia, Indonesia y Corea del Sur (los países de la región que han tenido los mayores recursos de capital extranjero) provienen en un 27% (30% en el caso de Tailandia) de bancos europeos, frente al 25% de los estadounidenses y el 22% de los japoneses.
El problema central, la sobreproducción (“sobrecapacidad”), permanece. Valerie Brunschwig escribe desde Hong Kong: “Además de las devaluaciones de moneda, el alcance del contagio dependerá, sobre todo, del grado de exceso de capacidad de las economías asiáticas y su habilidad para deshacerse de su excedente de productos a precios bajos en Europa y EEUU. ¿Cuántos vehículos coreanos e indonesios, cuántas toneladas de acero de Tailandia y Corea y de cemento y plásticos de Tailandia, cuántos televisores y aparatos electrodomésticos de la República Popular China, cuántos microchips de Corea o Taiwán están esperando encontrar compradores?” (El País, 29/12/97).
Brunschwig relata la situación de otros países asiáticos, comenzando con “el excedente gigantesco de cemento en Tailandia y, en general, de todos los materiales de construcción, desde acero a cerámicas, en un país donde está paralizada la construcción”. El excedente tailandés de productos textiles se redujo, pero sólo porque la competencia de Vietnam, Filipinas y Laos obligó a cerrar un gran número de fábricas tailandesas. Tales lecciones no serán obviadas en el Congreso de EEUU ni en Europa cuando los tigres asiáticos busquen deshacerse de sus productos baratos. Comprenden también muy bien que la devaluación competitiva es un medio de exportar desempleo. Creer que los manufactureros de EEUU y sus portavoces en el Congreso se quedarán de brazos cruzados es de ingenuos.
“Lo más preocupante”, continúa Brunschwig, “son las montañas de productos excedentarios en Corea del Sur, que continúa produciendo con profusión mercancías sin salida para poder mantener trabajadores ocupados en sus empleos de por vida. ‘En Corea del Sur, en casi cada sector de la actividad productiva, no tienen ni idea de qué hacer con sus productos sin vender’, dice Russel Napier, responsable de estrategia del Crédit Lyonnais Securities Asia en Hong Kong. Importa poco si hablamos de químicas, acero, plásticos, automóviles, barcos o incluso ordenadores, semiconductores o electricidad para el público general. Y concluye el economista: 'ya que tienen una necesidad vital de vender, harán añicos el sistema de precios para inundar Europa y EEUU con sus productos” (Ibid).
El enorme exceso de productos petroquímicos en Corea, Tailandia y Singapur puede conducir a una rápida caída del 15-20% de los precios del plástico en el mundo, según Janet Yound, analista química de Salomon Brothers en Hong Kong. Aquí tenemos la “otra cara” de la globalización, algo ya previsto por Marx hace más de cien años. En su insaciable gula por el beneficio, la clase capitalista está constantemente buscando nuevos mercados, salidas para la inversión y fuentes de materias primas. La creación del mercado mundial es el resultado inevitable de que el desarrollo de las fuerzas productivas haya superado hace tiempo los estrechos límites de la propiedad privada y el Estado nacional. Quien no entienda este hecho fundamental, será incapaz de comprender el fenómeno más decisivo que está teniendo lugar a escala mundial. La participación en el mercado mundial es ahora una condición necesaria para la producción capitalista, incluso un gigante como EEUU está obligado a participar en la economía mundial a un nivel sin precedentes en los últimos cien años, cuando por primera vez irrumpió en la escena de la historia mundial con la guerra hispano-norteamericana de 1898. Hace diez años, EEUU exportaba el equivalente al 6% de su PIB. Ahora es el 13% __un asombroso aumento en sólo un decenio__, y a la burguesía norteamericana le gustaría elevarlo al 20% para finales de esta década.
Este hecho en sí mismo es una ilustración gráfica del proceso previsto por Carlos Marx, quien señaló que, mediante la participación en el comercio mundial, el sistema capitalista podría durante un tiempo aliviar sus problemas, desarrollando nuevos mercados y (en parte) combatiendo la tendencia a la caída de la tasa de beneficios. De esta manera se pueden obtener durante un tiempo grandes beneficios y retrasar las crisis o aliviarlas (el mercado asiático, como ya hemos explicado, tuvo el efecto de suavizar los efectos de la recesión de 1990-92 y prevenir su conversión en depresión al estilo de los años treinta). Pero eso se consigue sólo a costa de preparar crisis incluso más profundas y a una escala más devastadora en el futuro.
Es verdad que el grado de interpenetración de las diferentes economías capitalistas en el mercado mundial ha alcanzado hasta ahora niveles inimaginables, pero eso no significa en absoluto que las contradicciones entre ellas hayan desaparecido. Al contrario, significa que se han exacerbado a la enésima potencia y se les ha dado un campo mayor que en el pasado para que se manifiesten. El impulso natural del capitalismo es eliminar todas las barreras que le dificulten el extraer plusvalía, algo que se ha venido manifestando en cada período del capitalismo, desde el capítulo sangriento de la acumulación primitiva a la época moderna del imperialismo y el capitalismo monopolista, pasando por la esclavitud de las colonias y la escuela del “libre comercio”. La naturaleza extrema de los antagonismos generados por la época de decadencia capitalista se reveló en las dos horribles guerras mundiales. Hoy en día, con el advenimiento de las armas nucleares (e incluso métodos más horrorosos de guerra química y bacteriológica que no han llamado mucho la atención), la guerra entre las principales potencias como medio de resolver esos antagonismos está excluida (aunque no “pequeñas” guerras como la del Golfo).
El escenario es, por tanto, de crisis violentas y cataclismos de la economía mundial, lo que destruirá completamente el relativo equilibrio que desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha caracterizado al comercio y la política mundiales y a las relaciones entre las clases. Hemos entrado en las aguas inexploradas del período más convulsivo en la historia del capitalismo.
Las sombrías advertencias del especulador George Soros no son el producto de la imaginación o el capricho. Como un profeta del Antiguo Testamento, Soros avisa a la burguesía de calamitosas consecuencias si no ven la luz y cesan de adorar al becerro de oro. El problema es que Soros no puede ofrecer una alternativa real. Esta es la característica común de todos los economistas de “izquierda” burgueses, como Galbraith. Advierten a la burguesía para que regule su sistema, pero no comprenden que planificación y capitalismo son dos conceptos mutuamente excluyentes. Aunque es verdad que durante períodos transitorios, en un auge económico cuando los mercados son abundantes, los grandes monopolios y los Estados capitalistas pueden alcanzar “pactos de caballeros” para repartirse el botín, eso se rompe inmediatamente cuando (como en la actualidad) hay una competencia feroz por unos mercados escasos. Así, tales propósitos permanecen como deseos piadosos. La “teoría” económica predominante (si se le puede dar ese nombre) afirma justo lo contrario: que el “mercado”, abandonado a sí mismo, solucionará todo más pronto o más tarde. Esto es simplemente una expresión ideológica de la obsesión con la edad de oro donde la burguesía puede hacer beneficios rápidos y no sufrir las consecuencias. Todo lo que estropee esto, debe ser destruido sin piedad.
La dominación ilimitada del capital financiero y monopolista nunca estuvo tan clara como ahora. Haciendo una hoguera con todos los controles y regulaciones, especialmente en la última década, con las privatizaciones masivas y el saqueo del Estado, se han liberado enormes e incontrolables fuerzas que en cualquier momento pueden hacer añicos el inestable edificio. Todos los avisos caen en oídos sordos, lo que no es nada nuevo. Como señaló una vez el viejo Hegel, la única lección que se puede extraer de la Historia es que nunca nadie ha aprendido nada de ella, lo que es absolutamente cierto en el caso de la burguesía, como demuestran las crisis de su sistema.
Dejaremos la última palabra para el más augusto portavoz del capitalismo británico, el Financial Times, que finalizó su editorial del 2 de enero con un sombrío aviso:
“Todavía se puede esperar un final feliz para Norteamérica y la Unión Europea. Quizás sea el más probable. Pero las incertidumbres son enormes. La crisis se puede extender no sólo a otras economías emergentes, sino también profundizarse en Japón y desencadenarse en otros países avanzados. Los tifones de este tipo nunca se pueden predecir, pero ningún observador de la situación financiera actual puede estar seguro de que no va a desencadenarse uno, especialmente en 1998”.

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