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Oriente Medio, Siria, Iraq, Afganistán…, se han convertido en nombres cotidianos de una tragedia que no cesa. Las intervenciones militares del imperialismo, los enfrentamientos sectarios y el terrorismo yihadista, el caos y la destrucción con sus devastadores efectos de desplazamientos forzosos, hambruna, represión y destrucción de los elementos de civilización más básicos, constituyen el día a día para cientos de millones de personas. Un panorama que es consecuencia directa de la crisis económica, política y social del sistema capitalista mundial, y del recrudecimiento de la lucha interimperialista por el control de los mercados, las materias primas, las vías de comunicación y las zonas de importancia geoestratégica.

La Primavera Árabe

Para la burguesía internacional, para sus periodistas a sueldo, y para muchos dirigentes reformistas de la izquierda, este es el saldo de la Primavera Árabe, del intento de las masas oprimidas de sacudirse el yugo de los regímenes dictatoriales que las potencias occidentales respaldaron durante décadas. En esta campaña para denigrar el movimiento revolucionario que colocó contra las cuerdas al imperialismo occidental y sacudió todo el Magreb, Egipto y Oriente Medio en 2010-2011, se usan todo tipo de argumentos y cifras. Por ejemplo, un informe de la ONU de noviembre pasado, calculaba en 600.000 millones de euros (un 6% del PIB regional) el “coste de la revolución”. El caos en Libia, la dictadura militar egipcia, la guerra siria, el yihadismo…, nada de eso sucedería si las masas no se hubieran atrevido a levantarse país tras país… ¡Qué cinismo! En realidad, lo que hemos vivido en estos años indica justamente lo contrario.

Las atrocidades que han sumido en una espiral sangrienta la región son el resultado de la contrarrevolución levantada con esmero por las diferentes potencias imperialistas y por las clases dominantes de esos países, y de sus propios enfrentamientos por sacar ventaja. En todo caso este resultado también indica que, ante la ausencia de una organización revolucionaria de masas con un programa socialista e internacionalista, la oleada revolucionaria se quedó a medias, no se completó, cediendo el paso a la ofensiva de la reacción. La extraordinaria revolución de los oprimidos en los países árabes ha sido derrotada temporalmente por las potencias imperialistas, utilizando todo tipo de métodos: prometiendo reformas democráticas que nunca llegaron pero que permitieron a muchos dirigentes del movimiento justificar sus políticas de colaboración de clase y frentepopulistas; recurriendo a golpes militares directos como en Egipto, y desplegando una brutal represión contra los activistas de la izquierda y del movimiento obrero; o a través de la intervención militar directa, aplastando la revolución mediante la vía armada y la creación de ejércitos de mercenarios yihadistas.

Todos de acuerdo en descarrilar la revolución

Los trabajadores y la juventud de Siria se echaron a la calle masivamente en marzo de 2011, emulando a sus hermanos de clase de Túnez, Egipto y tantos otros países. El accidente inmediato por el que se expresó la furia de la población fue la solidaridad con los adolescentes de la ciudad siria de Daraa, torturados salvajemente por hacer una pintada contra el régimen de Bashar al-Assad. El descontento acumulado ante una represión omnipresente y el empeoramiento acelerado de las condiciones de vida estalló y desató una ola de confianza y participación en la lucha. Cientos de comités revolucionarios florecieron por todo el país y tomaron todo tipo de iniciativas políticas y culturales. A pesar del acoso de la policía política, el fenómeno se extendió por las principales ciudades e incluso en determinados barrios y poblaciones hubo elementos incipientes de doble poder. Hay que decir que pocos preveían que la Primavera Árabe contagiara a la supuestamente estable Siria. Una vez más, las alarmas sonaron allí donde se reúnen los poderosos del mundo; el movimiento de masas ya había hecho caer a Ben Alí en Túnez y a Mubarak en Egipto y se las veían y deseaban para recuperar el control de la situación…

En ese momento, tanto el gobierno de Bashar al-Assad como las potencias imperialistas estaban de acuerdo en una idea fundamental: había que descarrilar la revolución, todavía en una fase inicial. Hay que recordar que el régimen de al-Assad, al que sectores de la izquierda estalinista siguen presentando cínicamente como un “baluarte progresista”, no tenía ya nada en común con aquel que tejía relaciones con la URSS, y que bajo el impulso del llamado “socialismo baasista” llevó a cabo reformas sociales y nacionalizaciones en sectores y empresas clave de la economía. Bashar al-Assad, como Gadafi, como Putin en Rusia, había socavado los elementos “socialistas” del pasado, liberalizado la economía, privatizado a mansalva empresas estatales, abriendo sus relaciones exteriores y comerciales al imperialismo estadounidense. Por supuesto, cuando quería recurría a la retórica socialista y antimperialista, pero eso no anulaba el carácter procapitalista de su régimen.

Aprendiendo de las experiencias tunecina y egipcia, al-Assad intentó machacar los brotes de rebelión ametrallando las manifestaciones y aterrorizando localidades enteras; esto inevitablemente obligó a muchos de los comités revolucionarios a armarse para garantizar la seguridad de esas movilizaciones. Por otro lado, el gobierno sirio intentó asustar a las minorías religiosas, especialmente a la alauí (base principal de apoyo al régimen), con el bulo de que detrás de los manifestantes operaban los integristas suníes. Para favorecer el enfrentamiento sectario liberó a los dirigentes de grupos islamistas, que aun así sólo jugaron un papel gracias al auxilio económico y militar de Estados Unidos y sus aliados del Golfo Pérsico que, de igual forma que en Libia, se presentaron como los “amigos del pueblo” para poder estrangularlo mejor.

De esta manera, el brote revolucionario se pudo desviar hacia las aguas de la reacción yihadista, gracias a las armas, el dinero y los mercenarios que el imperialismo occidental logró agrupar. Por supuesto, para EEUU y sus aliados se trataba de conseguir un doble objetivo: derrotar a la revolución siria y acabar con Bashar al-Assad debilitando la influencia de Irán, de Rusia y de sus aliados en la región. El gran juego había comenzado.

El imperialismo norteamericano tiene una larga experiencia en descarrilar revoluciones. Pero, en este caso, los cambios en la correlación de fuerzas mundial y su debilidad para intervenir directamente con tropas —porque eso hubiera provocado movilizaciones masivas dentro del territorio estadounidense— explican las maniobras y giros que se han visto obligados a dar y, en última instancia, su fracaso. La Casa Blanca, con Obama al frente, empezó a conectar a sectores más atrasados estimulando el yihadismo islamista, para enfrentarlos a los elementos más revolucionarios. Muchos de los dirigentes naturales del movimiento, incluyendo los del Ejército Libre Sirio (ESL), en principio, soldados y militares que se negaron a participar en la represión estatal y se ofrecieron a defender las manifestaciones, fueron eliminados o comprados y asimilados con promesas. De esta manera, tanto los EEUU como sus aliados, Qatar, Arabia Saudí o Turquía, han construido grupos armados afines en este tablero sangriento.

Mientras descarrilaban la revolución en marcha cada potencia tenía sus propios intereses en Siria. De carácter político y geoestratégico, como acabar con la única base rusa en el mediterráneo, debilitar a Hezbolá y dar un golpe fundamental a Irán, aplastar la resistencia kurda… pero también económico en una zona vital para el transporte de materias primas. La construcción de un gasoducto que surtiera de gas a Europa desde Siria, eliminando a Rusia como principal proveedor, era uno de los objetivos.

La guerra en Siria dura ya seis años. La base para un enfrentamiento tan largo se explica precisamente por el fracaso de la rebelión social inicial, pero sobre todo por las aspiraciones del imperialismo occidental por derrocar al régimen y hacerse con el control de Siria. Ni el gobierno de al-Assad ni los diferentes grupos islamistas suníes (el grueso de las bandas armadas, y que de hecho se han ido fortaleciendo en pertrechos, financiación y poder según se desarrollaba la guerra) tienen la suficiente base social como para poder eliminar de forma rápida al contrincante con sus propias fuerzas. Pero una cosa ha quedado clara. Aquellos que pensaban que el régimen de al-Assad caería rápidamente se han equivocado por completo. La alternativa al gobierno de Damasco, especialmente el Estado Islámico, Daesh, con su culto a la muerte y sus métodos fascistas, no representa ningún atractivo para las masas sirias.

Rusia, Irán y la caída de Alepo

Para muchos el derrumbe de Alepo fue una sorpresa. El 12 de diciembre, The National, principal diario de Emiratos Árabes Unidos, claramente favorable a los yihadistas, escribía: “Es un misterio incomprensible para muchos organismos regionales e internacionales, porque se esperaba una dura y digna lucha dada la importancia estratégica de la ciudad (...) Las disensiones entre los diferentes grupos, las acusaciones entre ellos sobre quién es el responsable del desastre” y que “una buena parte de la propia población [de los barrios controlados por ellos] ha estado proporcionando información al ejército sirio”, parecen claves para la derrota. De los 150.000 habitantes, unos 110.000 decidieron trasladarse a zonas controladas por el Gobierno, y 40.000, a Idlib, la zona más importante controlada por las milicias yihadistas.* Es evidente que un sector mayoritario de la población, cansado de más de un lustro de guerra, de los 310.000 muertos y 11 millones de desplazados, de la destrucción, y de los métodos sanguinarios no sólo del gobierno, también del Estado Islámico y sus aliados, anhela la paz y el fin del conflicto.

Sin duda, estos elementos explican la derrota, pero hay muchos más. El efecto de la intervención de Rusia en la guerra, el giro de Erdogan en sus alianzas, y la debilidad del imperialismo estadounidense incapaz de liderar una solución, son aspectos fundamentales.

Ante la ausencia de ningún carácter progresista del bando yihadista, el régimen sale fortalecido, aunque está por ver todavía el futuro de al-Assad. En realidad es Putin quién determinará en gran medida lo que ocurra con él. Sin la intervención decisiva de la aviación rusa, así como la implicación en hombres y en formación militar de Hezbolá, de los Pasdarán iraníes (cuerpo militar de élite) y de diferentes bandas de paramilitares iraquíes y afganas, hubiera sido difícil para el régimen de Damasco alcanzar las victorias militares actuales y controlar el grueso del territorio. El triunfo de al-Assad en Alepo le ayuda a atornillarse en el Gobierno por qué así lo considera, de momento, la diplomacia de Moscú. De hecho, la exigencia de su salida ha desaparecido de las negociaciones para la “paz” celebradas en Astaná (Kazajistán).

Rusia está consiguiendo desarrollar su zona de influencia bastante más allá de sus fronteras, en un pulso tremendo con el imperialismo estadounidense, francés y británico. Se ha convertido en una pieza clave en la zona, en un nuevo árbitro, en detrimento de Estados Unidos. Incluso está atrayendo a un histórico aliado de éstos, Egipto, cuyo gobierno ha permitido maniobras navales conjuntas en el Sinaí, y está concretando su apoyo militar en Siria.

Por su parte, Irán es una potencia regional en alza. Primero consiguió una influencia política y militar decisiva en Iraq, a través de su influencia en el ejército y de bandas paramilitares chiíes como las Fuerzas de Movilización Popular; su presencia ha crecido como nunca en Siria, dónde ha protagonizando la mayor incursión militar desde la guerra contra Iraq de los 80, y ha logrado aparecer como el defensor mundial de los chiíes. El régimen de los mulás ha conseguido en pocos años relanzar sus aspiraciones imperialistas en la región y debilitar considerablemente a su enemigo tradicional: Arabia Saudí.

La lucha global entre Irán y Arabia Saudí, y la derrota de los brotes revolucionarios surgidos al calor de la Primavera Árabe transformándolos en un enfrentamiento sectario, es lo que explica también la guerra en Yemen, sobre la que hay un pesado manto de silencio. En Yemen hay un mínimo de 10.000 muertos y tres millones de desplazados, mientras el 90% de la población vive de la ayuda internacional. Arabia lidera una coalición con Marruecos, Jordania, Sudán, Somalia, Senegal, y el apoyo de Estados Unidos y Gran Bretaña para la intervención aérea y terrestre; una intervención imperialista que está destrozando este país, el más pobre del mundo árabe. Bombas de racimo, prohibidas por las leyes internacionales y construidas en Brasil y EEUU, y mucho armamento español, se utilizan contra zonas densamente pobladas, y los hospitales, escuelas, mezquitas y mercados son sistemáticamente atacados.

Otro elemento clave para entender la evolución del conflicto en Siria es el factor kurdo. Mayoría en una gran parte del norte sirio, lo que se llama Rojava, su organización más importante, el PYD —Partido de la Unidad Democrática, vinculado al PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán)— aprovechó el vacío de poder en las administraciones municipales abandonadas por el Estado durante la revuelta social para establecer su control. A partir de ahí ha desarrollado sus propias milicias, YPG e YPJ, y ha llevado a cabo con éxito una lucha para expulsar de Rojava, en casi su totalidad, al Estado Islámico. El éxito militar de las milicias kurdas, y hasta cierto punto toda una serie de reformas políticas a favor de una mayor participación de la población, ha alimentado las esperanzas en algún tipo de ente autónomo kurdo, o incluso independiente, del poder central en Damasco. Esa perspectiva es una pesadilla para el imperialismo turco, y es clave para entender el reciente cambio de alianzas de Erdogan hacia un entendimiento con Putin.

La nueva “amistad” ruso-turca

Efectivamente, la actual entente cordiale entre Rusia y Turquía ha sorprendido al mundo, y demuestra la inestabilidad extrema de las relaciones internacionales, marcadas por la crisis capitalista de la que no se vislumbra ninguna salida, y por la decadencia del poderío de Estados Unidos.

Turquía ha sido, y es, junto a Arabia Saudí y Qatar, el gran patrocinador de las milicias yihadistas, de Al Qaeda y del Estado Islámico. Pero su agenda ha cambiado. Ya no es tan urgente un gobierno títere en Damasco, dada la consolidación de al-Assad, sino evitar, manu militari, un semi-Estado kurdo que pueda ser un referente para los kurdos turcos. Y en esto coincide con los intereses de Irán, aliado de al-Assad y ocupante también de una parte del Kurdistán. En la mente de Erdogan y sus colaboradores, y mucho más después de sus últimas medidas bonapartistas, está la creación de un protectorado sobre el norte de Siria para controlar nuevos intentos de liberación kurdos, y para influir en la política que se pueda diseñar para el resto de Siria. Este objetivo ha llevado al ejército turco a la implicación directa en la lucha contra las milicias kurdas y contra el Estado Islámico (en una carrera contrarreloj para ocupar sus ciudades antes que los kurdos). La intervención terrestre turca en Mosul, ciudad iraquí bajo control yihadista, obedece a la misma intención, e inevitablemente provocará un conflicto militar, no sólo con los kurdos, que participan de forma decisiva en la batalla de Mosul, sino con el ejército y los paramilitares chiíes, que también ambicionan la ciudad.

El acuerdo con Rusia es claro: Erdogan acepta la continuidad, al menos de momento, de al-Assad, debilitando la posibilidad de resistencia de las milicias yihadistas, y el régimen de Damasco concede manga ancha al ejército turco en Rojava. Este giro estratégico fue claro en Alepo. Anteriormente, Erdogan había avisado de que la caída de la ciudad sería una línea roja que no permitiría traspasar. Sin embargo cuando se produjo, no movió un dedo para impedirlo ni protestó. Previamente había retirado a sus militares de la sala de operaciones que compartían en Jordania con otros países financiadores de las bandas yihadistas. También aumentó el control sobre sus fronteras, llegando a cerrar algún paso fronterizo, como le pedía Rusia. Es más, en la actual ofensiva contra la localidad de al-Bab, próxima a Alepo y controlada por el Estado Islámico, los militares turcos atacan posiciones de las cercanas milicias kurdas, con la colaboración de la aviación rusa y del gobierno sirio.

La coincidencia temporal de estos intereses imperialistas entre enemigos del pasado, es lo que ha posibilitado la tregua iniciada el 29 de diciembre y el inicio de negociaciones en Astaná. A ambas partes les interesa, al menos de momento, un alto el fuego y centrar fuerzas en eliminar a Al Qaeda y el Estado Islámico y, también, en acabar con el Estado de facto en Rojava. Sin embargo, aunque Turquía intenta disciplinar a sus peones en Siria, lo va a tener complicado, pues los intereses personales de cada camarilla lo obstaculizan y los vasos comunicantes con las dos facciones yihadistas mencionadas crearán nuevos conflictos.

Las perspectivas para la guerra en Siria siguen siendo muy inciertas y es imposible trazar un pronóstico cerrado. Como nación unificada Siria ha sido duramente golpeada, y los intereses imperialistas en la zona pueden acabar propiciando una división territorial en protectorados de facto.

La debilidad del imperialismo estadounidense

Por el momento, en este gran juego el imperialismo estadounidense aparece como el perdedor neto. No hay ningún cuerpo armado con presencia real en Siria que defienda sus intereses, a pesar del dinero gastado (miles de millones de dólares) y los esfuerzos de sus servicios de inteligencia.

La razón de esta impotencia es eminentemente política y tiene que ver con la debilidad estructural del imperialismo estadounidense en esta fase de la crisis capitalista mundial. Sus intervenciones en Afganistán e Iraq han pasado una cara factura a la Casa Blanca. Los pasados “triunfos” de Bush se han transformado en su contrario, y la lucha de clases dentro de las fronteras norteamericanas también ha limitado, y mucho, la capacidad de maniobra de la burguesía. Desde el inicio de la Primavera Árabe, los imperialistas estadounidenses han ejercido toda la presión diplomática y económica posible, pero han sido incapaces de movilizar tropas sobre el terreno. En el caso de Siria esto ha sido muy evidente. Y la razón no es su compromiso con la democracia, ni con la ONU, ni con los derechos humanos, sino el hecho de que enviar a los marines a Siria, además de haber encendido la guerra en toda la región haciéndola todavía más sangrienta, habría provocado un movimiento de masas dentro de los EEUU.

Las perspectivas para la guerra en Siria son todavía muy inciertas. Muchos factores están juego, y todos altamente explosivos. La tregua va a estar sometida a enormes presiones. Incluso aunque lleguen a acuerdos, no está claro que todas las milicias yihadistas puedan aceptarlos.

Con o sin tregua, con o sin acuerdos, que en todo caso serán frágiles y temporales, la lucha interimperialista, los odios sectarios azuzados por las distintas potencias, la crisis mundial del capitalismo, no van a permitir volver a la situación previa a la guerra. Al contrario; mientras hablan de paz, todas las potencias se preparan para más guerras. Arabia Saudí, los estados del Golfo, Egipto, Iraq, Israel y Turquía se están rearmando.

El capitalismo es guerra, hambre y horror sin fin. Sólo una Federación Socialista de toda la región, salvaguardando el derecho de autodeterminación de todas las naciones y los derechos de todas las minorías étnicas y religiosas, puede ofrecer una salida a este caos y barbarie. Sólo se podrá garantizar una vida digna a la mayoría de la población oprimida, golpeada y desplazada por años de guerra cruel, a través de la expropiación revolucionaria de las multinacionales imperialistas, la propiedad latifundista y el derrocamiento de los regímenes títeres de las diferentes potencias.

La gran lección de la Primavera Árabe es la necesidad de completar el proceso rompiendo con el imperialismo y el capitalismo, estableciendo las bases del socialismo en toda la región. Los procesos en Siria, en todo Oriente Próximo y Medio, en todo el mundo árabe, no suceden al margen de los del resto del mundo. Al contrario, hay una compenetración evidente. La Primavera Árabe tuvo efectos incluso en países no árabes: el 15-M se inspiró en la toma de la plaza egipcia de Tahrir, y lo mismo ocurrió en Tel Aviv, que tuvo su movimiento de indignados, en Wisconsin o con el movimiento Occupy Wall Street, en numerosas ciudades del África negra, e incluso en Irán…

Hoy el Magreb y Oriente Próximo y Medio están sumergidos en una terrible noche de polvo y niebla levantada por el imperialismo. Quieren castigar a las masas por su atrevimiento. Pero esto no durará siempre. Animadas por acontecimientos en Europa, en los propios Estados Unidos, en otros países, las masas árabes volverán a la acción. Asumiendo las lecciones de estos años terribles, la revolución socialista se pondrá a la orden del día nuevamente.

*  Idlib es una bomba de relojería, de hecho ya hay combates entre diferentes facciones “rebeldes”. Quien tiene la hegemonía es Al Qaeda, pero hay infinidad de grupos, cada uno con sus leyes, sus jueces y sus policías… Un informe del Consejo Atlántico, la dirección de la OTAN, señala que es “la ley de la selva”, añadiendo: “los organismos de seguridad [de las milicias] aterrorizan a los residentes locales porque son totalmente libres de detener, secuestrar o incluso asesinar”. La llegada de los hombres armados expulsados de Alepo va a contribuir a la lucha por el control de la zona entre los diversos sectores.

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