Este año se cumple el centenario de la Revolución de Octubre, cuando los trabajadores, los soldados y los campesinos pobres de Rusia se sacudieron siglos de opresión bajo el zarismo y acabaron con el poder de la burguesía y los terratenientes. Los gigantescos acontecimientos que tuvieron lugar en Rusia entre febrero y octubre de 1917 conmocionaron el mundo entero porque fueron la demostración de que los esclavos podían liberarse del yugo de sus amos, de que las masas oprimidas podían organizar la sociedad sin el concurso de sus explotadores. La onda expansiva de la Revolución de Octubre se dejó sentir inmediatamente en numerosos países, en Alemania, Austria, Hungría, Finlandia, Italia, Bulgaria, el Estado español, los países coloniales...
La FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS no podía dejar de conmemorar este centenario, y por ello hemos editado uno de los libros que mejor permite comprender el significado profundo de esa revolución: Diez días que estremecieron el mundo, del comunista estadounidense John Reed, escrito poco después de la misma, entre 1918 y 1919.
Para glosar la figura de John Reed publicamos a continuación la hermosa biografía que de él escribió Albert Rhys Williams (1883-1962), un sindicalista y periodista estadounidense de origen galés, amigo de John Reed, con quien estuvo en Rusia en 1917; de hecho, Reed lo nombra en los primeros párrafos del capítulo VIII.
Desde muy joven, Rhys Williams participó en actividades políticas y religiosas: con 20 años ayudó a organizar un sindicato de empleados de venta al por menor y en 1908 trabajó para la campaña presidencial del socialista Eugene Debs. Entre ese año y 1914 fue el reverendo de una iglesia de Maverick, en el este de Boston. Desde el púlpito instó a los feligreses a luchar para mejorar el mundo y recaudó fondos para apoyar la huelga textil de 1912 en Lawrence, también en el estado de Massachusetts. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, viajó a Europa como corresponsal de la revista Outlook. En 1917, empleado por el New York Post, se trasladó a Petrogrado para informar sobre la revolución en curso. Pasó ese verano viajando por Rusia. En otoño retornó a Petrogrado, donde se unió a sus compatriotas, y también periodistas, John Reed y Louise Bryant, su esposa. Juntos fueron testigos de la Revolución de Octubre. En Petrogrado conoció y trabó amistad con Lenin, a quien consideró “el hombre más civilizado y humano que jamás he conocido”. Rhys Williams relata esos días en su libro Through the Russian Revolution (A través de la Revolución Rusa).
Biografía de John Reed Albert Rhys Williams
Portland, en la costa del Pacífico, fue la primera ciudad estadounidense donde los trabajadores se negaron a cargar armas y municiones para el ejército de Kolchak1. John Reed nació en esta ciudad el 22 de octubre de 1887. Su padre fue una de esas naturalezas fuertes que Jack London retrata en sus cuentos del Oeste americano. Hombre de aguda inteligencia que odiaba la hipocresía y la injusticia, en vez de ponerse, como tantos otros, del lado de los ricos e influyentes, se enfrentó a ellos cuando, como pulpos gigantescos, se apoderaron de los bosques y otros recursos naturales del país, emprendiendo una lucha encarnizada. Fue perseguido, agredido, despedido de su empleo... Pero nunca capituló ante sus enemigos.
John Reed recibió de su padre un buen legado: una inteligencia despierta y un temperamento luchador, intrépido y valiente. Sus brillantes dotes fueron evidentes desde muy temprana edad y, al terminar sus estudios secundarios, llegó a Harvard, la universidad más famosa de EEUU. Allí enviaban a sus hijos los reyes del petróleo, los barones del carbón y los magnates del acero. Sabían muy bien que los cuatro años de deportes, lujo y aburrido estudio de aburridas ciencias depurarían sus espíritus del más leve indicio de radicalismo; en las universidades, decenas de miles de jóvenes estadounidenses se convertían en aguerridos defensores del orden establecido, en guardias blancos de la reacción.
John Reed pasó cuatro años entre los muros de Harvard, donde fue muy apreciado por sus virtudes personales y su capacidad. Se codeó a diario con los cachorros de las clases ricas y privilegiadas. Asistió a las terribles clases de los ortodoxos profesores de Sociología y escuchó los sermones de los sumos sacerdotes del capitalismo, los profesores de Economía Política. Y acabó por fundar un club socialista en el corazón de esa fortaleza de la plutocracia. Fue un verdadero bofetón en la cara de esos ignorantes instruidos. Se consolaban pensando que era una chiquillada y diciéndose: el radicalismo se le pasará tan pronto salga de la universidad y entre en la realidad de la vida.
John Reed obtuvo su título universitario, se lanzó al ancho mundo y lo conquistó en un período de tiempo increíblemente corto gracias a su amor a la vida, su entusiasmo y su pluma. En Harvard había sido miembro del consejo de redacción de la revista satírica Lampoon, demostrando un estilo ingenioso y brillante. De su pluma fluyó un torrente de poemas, relatos, dramas. Los editores lo abrumaban con ofertas, las revistas le pagaban sumas casi fabulosas, grandes diarios le encargaban crónicas de los acontecimientos más relevantes de la vida en el extranjero.
Se convirtió así en vagabundo por los grandes caminos del mundo. Quien quisiera estar al tanto de la actualidad, sólo tenía que seguir a John Reed; como el albatros, el ave de las tormentas, se presentaba allí donde estuviera ocurriendo algo importante.
En Paterson, la revuelta de los obreros textiles fue creciendo hasta convertirse en una tempestad revolucionaria; allí estuvo John Reed, entre la multitud.
En Colorado, los esclavos de Rockefeller salieron de los pozos y se negaron a volver a ellos a pesar de las porras y los fusiles de los guardias; John Reed fue uno de los rebeldes.
En México, los campesinos subyugados alzaron el estandarte de la rebelión y, encabezados por Villa, marcharon sobre el Palacio Nacional; John Reed cabalgó entre ellos.
El relato de esta batalla se publicó en el Metropolitan Journal y, más tarde, en su libro México insurgente. Con cierto sentimiento poético, John Reed pintó en sus páginas las montañas purpúreas y los inmensos desiertos protegidos por grandes cactus y arbustos espinosos. Le gustaban las llanuras infinitas, pero sobre todo amaba a sus habitantes, explotados sin piedad por los terratenientes y por la Iglesia católica. Reed los describe bajando con sus rebaños desde las montañas para unirse a los ejércitos libertadores, cantando por la noche alrededor del fuego y, a pesar del frío y el hambre, combatiendo aguerridamente por la tierra y la libertad descalzos y cubiertos de harapos.
Estalló la guerra imperialista. John Reed estaba allí donde tronaba el cañón: Francia, Alemania, Italia, Turquía, los Balcanes, Rusia. Cuando denunció la traición de los funcionarios zaristas y recopiló documentos que demostraban su participación en la organización de los pogromos, fue detenido por la policía junto al célebre artista Boardman Robinson. Pero, como siempre, valiéndose de un truco ingenioso, una feliz circunstancia o un golpe de suerte, escapó de sus garras y se lanzó a una nueva aventura. El peligro nunca lo detuvo. Era su elemento natural. Siempre se dirigía a las zonas prohibidas, a la primera línea de fuego.
En mi recuerdo tengo el viaje que hice con John Reed y Boris Reinstein por el frente de Riga en septiembre de 1917. Nuestro automóvil se dirigía al sur, hacia Cesis, cuando la artillería alemana comenzó a bombardear un pueblo situado al este. ¡Al instante, para John Reed ese pueblo se convirtió en el lugar más interesante del mundo! Insistió en ir allí. Fuimos acercándonos con cautela. De pronto, detrás de nosotros estalló un proyectil; en el lugar por donde acabábamos de pasar brotó una columna negra de humo y polvo.
Asustados, nos agarramos los unos a los otros convulsivamente, pero un minuto después John Reed estaba radiante, como si hubiera satisfecho una necesidad interior.
Así recorrió el mundo, de un país a otro, de un frente a otro, de una aventura extraordinaria a otra. Pero no era solamente un aventurero, un viajero que miraba con indiferencia el sufrimiento de la gente. Todo lo contrario: ese sufrimiento era también el suyo. Todo el caos, suciedad, agonía y sangre vertida ofendían su sentido de la justicia y la decencia. Trataba obstinadamente de llegar a la raíz del mal, para extirparla.
Cuando regresaba a Nueva York no era para descansar, sino para seguir trabajando y agitando.
Cuando volvió de México, declaró: “Sí, en México hay tumulto y caos, pero la responsabilidad de ello no es de los campesinos sin tierra, sino de quienes siembran la inquietud enviando oro y armas, es decir, de las compañías petroleras británicas y estadounidenses que pugnan entre ellas”.
A la vuelta de Paterson, organizó en la sala con más capacidad de Nueva York (el Madison Square Garden) una grandiosa representación dramática en torno a la lucha del proletariado de Paterson contra el capital, cuyos beneficios se destinaron a los huelguistas.
De Colorado trajo el relato de los crímenes en Ludlow, cuyo horror casi superaba al de los fusilamientos del Lena, en Siberia. Contó cómo los mineros fueron echados de sus casas y tuvieron que instalarse en tiendas de campaña, cómo esas tiendas fueron rociadas con queroseno e incendiadas, cómo los soldados dispararon contra los obreros que huían del incendio y cómo mujeres y niños perecieron entre las llamas. Dirigiéndose a Rockefeller, rey de los millonarios, bramó: “Son sus minas, son sus bandidos y soldados contratados. ¡Ustedes son los asesinos!”.
Regresaba de los campos de batalla no con charlas vacuas sobre las atrocidades de uno u otro bando, sino con una condena general de la guerra como epítome de la bestialidad, un baño de sangre organizado por imperialismos rivales. En la revista radical-revolucionaria The Liberator, a la que entregó gratuitamente sus mejores escritos, publicó un demoledor artículo antimilitarista titulado Prepara una mortaja para tu hijo. Junto a otros periodistas, fue llevado ante un tribunal de Nueva York acusado de traición a la patria. El fiscal hizo lo indecible por arrancar de los patrióticos miembros del jurado un veredicto de culpabilidad; llegó incluso a situar cerca del edificio del tribunal una banda que estuvo tocando el himno nacional todo el tiempo que duraron las deliberaciones. Pero Reed y sus compañeros defendieron sus convicciones con firmeza. Después de que Reed declarase orgullosamente que consideraba su deber luchar por la transformación social bajo la bandera revolucionaria, el fiscal le preguntó:
—Pero, en la actual guerra, ¿combatiría usted bajo la bandera estadounidense?
—No —contestó rotundamente.
—¿Y por qué no?
Como respuesta, Reed pronunció un discurso apasionado en el que describió los horrores que había presenciado en los campos de batalla. Su descripción fue tan vívida, tan impresionante, que conmovió hasta el llanto a algunos pequeñoburgueses prejuiciosos que formaban parte del jurado. Todos los acusados fueron absueltos.
Cuando EEUU entró en la guerra, John Reed tuvo que someterse a una operación quirúrgica y perdió un riñón. Los médicos lo declararon no apto para el servicio militar. “La pérdida de un riñón —dijo— puede librarme de hacer la guerra entre dos pueblos, pero no me libra de hacer la guerra entre las clases”.
En el verano de 1917, John Reed salió apresuradamente hacia Rusia porque en los primeros combates revolucionarios reconoció la proximidad de una gran guerra de clases.
Un rápido análisis de la situación le llevó a la conclusión de que la conquista del poder por el proletariado era lógica e inevitable. Pero las vacilaciones lo inquietaban. Cada mañana se irritaba al comprobar que la revolución aún no había triunfado. Por fin, el Smolny dio la señal y las masas se lanzaron a la lucha revolucionaria. Con toda la naturalidad del mundo, John Reed se lanzó con ellas. Estuvo en todas partes: en la disolución del preparlamento, en el levantamiento de las barricadas, en el entusiástico recibimiento tributado a Lenin y a Zinóviev cuando salieron de la clandestinidad, en la toma del palacio de Invierno...
Por todas partes iba recogiendo material: colecciones completas del Pravda y del Izvestia, proclamas, bandos, panfletos y carteles. Sentía especial pasión por los carteles. Cada vez que aparecía uno nuevo, si no podía conseguirlo de otro modo, lo arrancaba de una pared sin vacilación.
Por aquellos días, los carteles se imprimían en tal cantidad y con tal rapidez, que era difícil encontrar un lugar donde pegarlos. Carteles de todos los partidos —los kadetes, los eseristas, los mencheviques, los eseristas de izquierda, los bolcheviques— estaban pegados unos encima de otros, en capas tan gruesas que un día Reed desprendió dieciséis sobrepuestos. Me parece verlo entrar en mi habitación agitando el tocho de papel y exclamando: “¡Mira! ¡He cogido toda la revolución y la contrarrevolución!”.
Así, por distintas vías, fue reuniendo una colección de materiales tan formidable que, cuando desembarcó en el puerto de Nueva York después de 1918, los agentes del Departamento de Justicia de EEUU se la confiscaron. Pero logró recuperarla y ocultarla en el cuarto neoyorquino donde, entre el estruendo de los trenes que pasaban por encima y por debajo, escribió su libro Diez días que estremecieron el mundo.
Huelga decir que los reaccionarios estadounidenses no querían que este libro llegase a manos del público. Seis veces entraron en las oficinas de la editorial para intentar robar el manuscrito. Una fotografía de John Reed lleva esta dedicatoria: “A mi editor, Horatio Liveright, que estuvo a punto de arruinarse por publicar este libro”.
Este libro no fue el único fruto de su actividad literaria para difundir la verdad sobre Rusia. Obviamente, la burguesía, que odiaba y temía la Revolución de Octubre, trató de ahogarla en un torrente de calumnias. Las tribunas políticas, las pantallas de los cines, las columnas de los periódicos y las páginas de las revistas desparramaban oleadas interminables de sucias mentiras. Las publicaciones que antes se desvivían por obtener artículos de Reed, ahora se negaban a publicar ni una sola línea escrita por él. Pero no pudieron silenciarlo. John Reed hablaba en actos multitudinarios.
Fundó su propia revista, colaboró en el periódico de izquierda The Revolutionary Age, predecesor de The Communist, escribió artículo tras artículo para The Liberator, viajó por EEUU, dio conferencias, atiborrando de datos a quienes acudían a escucharlo, contagiándoles su entusiasmo combativo y su ardor revolucionario. Por último, en el corazón mismo del capitalismo estadounidense, en unión de otras personas, fundó en 1919 el Partido Comunista Obrero, tal como diez años antes había fundado un club socialista en el corazón de la Universidad de Harvard.
Como es habitual, los “sabios” se habían equivocado. El radicalismo de John Reed había sido cualquier cosa menos una “chiquillada”. Contra todos sus pronósticos, el contacto con el mundo exterior no había “curado” en absoluto a John Reed. Al contrario, había reafirmado y fortalecido su radicalismo. La burguesía estadounidense pudo comprobar la firmeza y profundidad de las convicciones de John Reed leyendo The Voice of Labor (La Voz del Trabajo), el nuevo órgano comunista dirigido por John Reed. La burguesía se daba cuenta ahora de que su patria también contaba con un auténtico revolucionario. ¡Pero la palabra revolucionario la hizo temblar! Sin duda, EEUU había conocido revolucionarios en su pasado lejano. Los nombres de sociedades como los Hijos de la Revolución Estadounidense o las Hijas de la Revolución Estadounidense nos lo recuerdan. Así es cómo la burguesía reaccionaria rinde homenaje a la revolución de 1776. Pero aquellos revolucionarios dejaron este mundo hace ya mucho tiempo. Sin embargo, John Reed era un revolucionario vivo, increíblemente vivo, ¡un azote y un desafío para la burguesía! Había que encerrarlo a toda costa. Así que fue arrestado, pero no una vez ni dos, sino veinte veces. En Filadelfia, la policía clausuró el local donde John Reed iba a hablar; él se subió a un cajón y desde esa “tribuna” habló a la multitud que ocupaba la calle. El acto tuvo tanto éxito, que, tras detenerlo por “alteración del orden público”, no pudieron convencer al jurado de que pronunciase un veredicto de culpabilidad. Parecía como si las autoridades de las ciudades estadounidenses no estuvieran contentas si no detenían a John Reed al menos una vez. Pero él siempre logró salir libre, bien bajo fianza o por un aplazamiento del juicio. Inmediatamente, se apresuraba a saltar a una nueva arena.
La burguesía occidental ha convertido en un hábito achacar todas sus desgracias y todos sus reveses a la Revolución Rusa, uno de cuyos crímenes más nefastos es haber vuelto loco a ese joven estadounidense tan brillante y convertirlo en un fanático de la revolución. Así piensa la burguesía. La realidad es un poco diferente.
Rusia no hizo de John Reed un revolucionario. La sangre revolucionaria estadounidense fluyó por sus venas desde el mismo día que nació. Aunque los estadounidenses siempre son considerados una nación acomodada, satisfecha de sí misma y reaccionaria, la indignación y la rebeldía aún laten en ellos. Piénsese en los grandes rebeldes del pasado: Thomas Paine, Walt Whitman, J. Brown, Parsons. Y también en los compañeros de lucha de John Reed: Bill Haywood, Robert Minor, Ruthenberg y Foster. Recuérdense los sangrientos conflictos en los distritos industriales de Homestead, Pullman y Lawrence, las luchas de los IWW (Trabajadores Industriales del Mundo)... Todos ellos —los dirigentes y las masas— son estadounidenses. Aunque no sea muy obvio en la actualidad, la sangre estadounidense tiene una fuerte adicción a la rebelión.
Por eso no puede decirse que fue Rusia la que hizo de John Reed un revolucionario. ¡Sí lo convirtió en un revolucionario coherente y con pensamiento científico! Este es el gran mérito de Rusia: lo llevó a interesarse por las obras de Marx, Engels y Lenin; le dio una comprensión de la historia y del curso de los acontecimientos; le ayudó a remplazar sus puntos de vista humanistas, un tanto vagos, por los hechos puros y duros de la economía; lo llevó a convertirse en un educador del movimiento obrero estadounidense y a esforzarse por aportarle los fundamentos científicos que sustentaban sus propias convicciones.
“La política no es tu fuerte, John —le decían a menudo sus amigos—. Tú eres un artista, no un propagandista. ¡Deberías dedicar tu talento a la actividad literaria creativa!”. A menudo sentía la verdad de estas palabras, pues en su mente brotaban sin cesar nuevos poemas, novelas y dramas que trataban de expresarse, que aspiraban a revestir una forma literaria. Pero cuando sus amigos le insistían en que dejase a un lado la propaganda revolucionaria y se sentara en el escritorio, él, sonriente, les respondía: “Vale, lo haré enseguida”.
Pero ni por un minuto redujo su actividad revolucionaria. ¡Simplemente no podía! La Revolución de Octubre lo había cautivado por completo, estaba dominado por ella y lo obligó a someter su fluctuante temperamento anárquico a la rigurosa disciplina del comunismo. Ella lo envió, cual profeta con una antorcha encendida, a las ciudades de EEUU y ella lo llamó un día a Moscú para trabajar, desde la Internacional Comunista, por la unificación de los dos partidos comunistas estadounidenses.
Equipado con nuevos conocimientos de la teoría revolucionaria, emprendió un viaje clandestino a Nueva York. Pero un marinero lo traicionó y lo desembarcaron en Finlandia, donde fue encarcelado. Desde allí volvió a Rusia, escribió en la prensa de la Internacional Comunista, recopiló materiales para un nuevo libro y asistió como delegado al Congreso de los Pueblos de Oriente, en Bakú. Enfermó de tifus (probablemente contraído en el Cáucaso); agotado por el exceso de trabajo, no pudo reponerse y murió el domingo 17 de octubre de 1920.
Otros luchadores del temple de John Reed combaten contra el frente contrarrevolucionario en EEUU y Europa con la misma determinación con que el Ejército Rojo ha combatido contra la contrarrevolución en la Unión Soviética. Unos fueron asesinados, otros enmudecieron para siempre en prisión; uno perdió la vida en una tempestad desatada en el mar Blanco, cuando regresaba a Francia; otro se estrelló en San Francisco con el avión desde el que lanzaba proclamas contra la intervención. El asalto del imperialismo contra la revolución ha sido furioso, pero podría haberlo sido todavía más de no haber sido por estos luchadores. Hicieron mucho para contener la contrarrevolución. A la Revolución Rusa no sólo la han ayudado los rusos, los ucranianos, los tártaros y los caucasianos, sino también, aunque sea en menor medida, los franceses, los alemanes, los británicos, los estadounidenses... Entre los no rusos sobresale la figura de John Reed, hombre de un talento extraordinario, alcanzado por la muerte en la flor de la vida...
Cuando de Helsingfors y de Revel llegó la noticia de su muerte, estábamos convencidos de que era una más de las muchas mentiras que fabrica y difunde a diario la reacción. Pero cuando Louise Bryant nos la confirmó, tuvimos que abandonar, pese a nuestro dolor, la esperanza de verla desmentida.
A pesar de que la muerte sorprendió a John Reed en el exilio y condenado en su patria a cinco años de prisión, la prensa burguesa le había dado crédito como artista y como ser humano. Los burgueses se sintieron aliviados: John Reed, el gran desenmascarador de sus mentiras y de su hipocresía, el hombre cuya pluma los ponía constantemente en la picota, había dejado de existir.
Los revolucionarios estadounidenses han sufrido una gran pérdida. Para los camaradas que viven fuera de EEUU es muy difícil apreciar la honda tristeza causada por su muerte. Los rusos consideran algo natural que un hombre muera por sus convicciones. En la Rusia soviética, miles y decenas de miles de personas han dado su vida por el socialismo. Pero en EEUU estos sacrificios no abundan. Si se quiere, John Reed fue el primer mártir de la revolución comunista, el que marcó el camino que luego siguieron miles. El repentino fin de su vida, verdaderamente meteórica, en una lejana Rusia cercada por el bloqueo fue un golpe terrible para los comunistas estadounidenses. Sólo un consuelo les ha quedado a sus viejos amigos y camaradas: John Reed ha encontrado su último reposo allí donde él quería, en las murallas del Kremlin.
Sobre su tumba se ha colocado una lápida acorde con su carácter, una piedra de granito sin pulir en la que están grabadas estas palabras:
John Reed, delegado de la III Internacional, 1920