Se cumplen cincuenta años de la Primavera de Praga checoslovaca, el acontecimiento político que sacudió de arriba abajo a los países del extinto bloque estalinista. Aquellos hechos demostraron que los Estados obreros burocratizados de Europa del Este no eran inmunes a la agitación revolucionaria en Occidente, pero sobre todo vislumbraron que sólo la revolución política de los trabajadores podría establecer una auténtica democracia obrera en estos países.
Una década convulsa para el estalinismo
Para comprender lo sucedido en Checoslovaquia es necesario retroceder a la década de los años cincuenta que fue especialmente convulsa para el estalinismo. El 5 de marzo de 1953 murió Stalin, un hecho de enorme trascendencia que agudizaría la lucha por el poder entre diferentes sectores de la camarilla burocrática soviética. El elegido para suceder a Stalin al frente de la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) fue Nikita Jrushchov, y el cambio favoreció la agitación social y política en los países que en ese momento estaban bajo la órbita soviética.
En junio de ese mismo año, los trabajadores de la República Democrática Alemana (RDA) iniciaron una amplia rebelión contra el régimen burocrático presidido por Walter Ulbricht. Cuando éste anunció cuotas de producción mucho más duras que empeoraban las condiciones laborales, aderezada con una bajada “voluntaria” de los salarios, la respuesta fue inmediata: los obreros de Berlín Oriental declararon la huelga general y el levantamiento se extendió a toda la RDA hasta que fue aplastado por las tropas soviéticas. El año 1953 acabó con otro suceso impactante: la detención y ejecución de Lavrenti Beria, el que fuera todopoderoso jefe de la GPU estalinista.
Otro punto de inflexión en la historia del estalinismo fue 1956: el 25 de febrero de ese año, Jrushchov pronunció un discurso trascendental ante el XX Congreso del PCUS. Conocido como el Informe Secreto, denunciaba los crímenes de Stalin y las purgas de los años treinta contra la vieja guardia leninista, criticaba el culto a la personalidad, y prometía reformas en el partido y el Estado. Las revelaciones de Jrushchov intentaban responder a la insatisfacción creciente de la sociedad soviética, adoptando reformas superficiales y cosméticas que no alteraran en lo esencial las bases autoritarias y represivas del régimen, y mucho menos los privilegios materiales de la burocracia. Pero este mensaje reformista tuvo un enorme impacto para los trabajadores de la URSS y Europa del Este, convirtiéndose en un catalizador que sacó a la superficie el rechazo hacia las camarillas burocráticas que gobernaban con mano de hierro sus respectivos países.
En junio de 1956 le tocó el turno a Polonia, donde estalló la sublevación obrera de Poznan por mejores condiciones laborales y salariales, y en las que participaron más de 100.000 trabajadores y sus familias. La brutal represión de este movimiento a manos del ejército y la policía política se saldó con más de 50 muertos. Con todo, el régimen estalinista acusó la presión y cuatro meses más tarde colocaría a Wladyslaw Gomulka, el representante del ala reformista de la burocracia, al frente del gobierno.
A Moscú no le había dado tiempo a reponerse del susto provocado por los acontecimientos polacos cuando el 23 de octubre estalló la revolución húngara. Fue el levantamiento de masas más importante: en el transcurso de la revolución los trabajadores crearon sus propios órganos de poder obrero y milicias armadas. Para aplastar la insurrección, la burocracia tuvo que traer tropas desde Siberia que estaban aisladas y convencidas de que iban a luchar contra la restauración del capitalismo. La represión costó la vida a más de 20.000 personas.
Otro suceso político de primer orden fue el enfrentamiento entre la China de Mao y la URSS, de un calado mucho mayor que la anterior disidencia del presidente de Yugoslavia, Tito, con Moscú. La ruptura entre China y la URSS creó dos campos estalinistas y tuvo un impacto importante en los partidos comunistas de todo el mundo, abriendo toda una gama de “caminos nacionales al socialismo”. Pero esa apariencia de independencia respecto a Moscú no tenía nada que ver con una vuelta al internacionalismo y al genuino leninismo. En 1964 la burocracia rusa más vinculada al aparato militar, harta de también Jrushchov y de la ausencia de resultados concretos, se deshizo de él. Sustituido por Leonid Brézhnev, la dirección del PCUS regresó al conservadurismo más rutinario y osificado, pero la cadena de acontecimientos políticos que se sucedieron en la década de los 50 había resquebrajado el monolito estalinista, y la línea de Moscú ya no provocaba la fe y lealtad ciegas de antes de la guerra.
Checoslovaquia, de la estabilidad a la crisis
En 1948 Checoslovaquia entró a formar parte del bloque estalinista. El realineamiento político con la Unión Soviética fue relativamente sencillo porque el Ejército Rojo y la URSS se habían ganado el respeto y la admiración de la población checoslovaca por su heroica lucha contra los nazis. El papel traidor que jugaron las potencias occidentales al permitir la ocupación hitleriana del país mediante el Tratado de Munich en 1938, generó un gran sentimiento anticapitalista que facilitó el proceso de nacionalización de la economía.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista Checoslovaco (KSC) era el partido comunista más grande de Europa del Este, con un millón y medio de afiliados. En las elecciones de 1946 obtuvo el 38% de los votos, el resultado electoral más alto logrado por un partido comunista en Europa y que le convirtió en el primer partido del país.
Apoyado en la movilización armada de los trabajadores, el KSC no tuvo muchas dificultades en proceder a la nacionalización de la mayor parte de la economía y barrer al Estado burgués y a los partidos capitalistas, contando con el beneplácito de Moscú. Pero el resultado tenía poco que ver con el régimen establecido por Lenin y Trotsky en los primeros años que siguieron a la Revolución rusa. Como sucedió con el resto de países estalinistas de Europa del Este, el régimen checoslovaco era un clon del Estado totalitario creado por Stalin, y aunque descansaba sobre una economía planificada, encumbró a una casta burocrática que ejercía el monopolio del poder político y obtenía privilegios materiales de su posición dominante en la cúspide de la sociedad.
Hasta los años sesenta Checoslovaquia fue el país más estable de Europa del Este fruto de un fuerte desarrollo industrial, y de contar con una base productiva heredada del capitalismo. Eso le permitió durante los años cincuenta disfrutar de un crecimiento económico sostenido, que permitió al régimen checoslovaco, el más conservador del bloque del Este, dirigir el país con puño de hierro.
Los problemas llegaron cuando apareció el estancamiento económico. El burocratismo se había convertido en un freno y a principios de los años sesenta la economía se estancó. La tasa de crecimiento pasó de una media anual del 8,5% entre 1950 y 1960, a un 0,7% en 1962 y a una recesión abierta en 1963. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la renta nacional en un país “socialista” disminuía en lugar de aumentar, y el desempleo, impensable hasta ese momento, rebrotó con fuerza. Esa fue la señal que hizo sonar todas las alarmas.
Además, como el país más desarrollado de Europa del Este, Checoslovaquia soportó el coste de ayudar a industrializar a sus vecinos. Esto hizo que la burocracia checoslovaca pusiera todo el énfasis en la industria pesada, sobre todo en la metalurgia y la ingeniería, en detrimento de la producción de bienes de consumo. Abastecía al bloque del Este con máquinas y herramientas a precios muy bajos, tanto que a veces ni siquiera cubrían los costes de producción, al mismo tiempo que dependía de los suministros, materias primas y combustible de la URSS y otros países del bloque soviético. En momentos determinados era habitual la escasez de estos productos para el consumo, vitales para el sustento cotidiano de la población. Esta orientación provocó la aparición de elementos de sobrecapacidad productiva en la gran industria o, dicho en otros términos, signos de sobreproducción en una economía planificada. Checoslovaquia vio descender su nivel de vida respecto a países vecinos como Polonia o Hungría.
La burocracia dividida
Después de quince años de gestión burocrática, la economía estaba al borde del colapso y la reforma se convirtió en una cuestión de vida o muerte para la burocracia. A mediados de los años sesenta un sector de la dirección del partido comenzó a defender cambios que reactivasen la economía. Básicamente pensaban que aflojando el control del Estado incentivarían la productividad del trabajo.
La burocracia se dividió en dos alas: por un lado, la que representaba el entonces secretario general del partido y presidente del país, Antonin Novotny, partidario de la línea estalinista dura e intransigente y, por otro, el sector reformista encabezado por Alexander Dubček. Éste último también era un estalinista con un largo expediente a sus espaldas: secretario general del partido en Eslovaquia, desde 1962 pertenecía al Presídium y al Comité Central del KSC. Pero presionado por los acontecimientos, y tratando de evitar una explosión social como la que vivieron Polonia o Hungría, adoptó el programa de las reformas.
Hay que subrayar, frente a los mitos y leyendas propagadas posteriormente, que Dubček nunca quiso eliminar los privilegios de la burocracia, al contrario, defendía el aumento de los diferenciales salariales entre los trabajadores y los técnicos. Su propósito era descentralizar parcialmente la economía sustituyendo las directivas del plan centralizado por otras elaboradas en las propias empresas, e introduciendo de manera controlada pequeños elementos de economía de mercado en la industria ligera y el comercio. Eso significaba romper con los métodos burocráticos y administrativos típicos del estalinismo, pero no establecer las bases políticas y económicas de una genuina democracia obrera. Dubček y sus colaboradores pensaban que si daban autonomía a las empresas y ofrecían incentivos económicos a sus directores, éstos estarían más motivados para aplicar las reformas introducidas por el Estado. Igual que premiaría a las empresas que cumplieran sus objetivos, se penalizaría a las que fracasaran.
La división en la dirección del partido y en el aparato del Estado llevó a la convocatoria del XIII congreso del KSC en junio de 1966. En él se tomó la decisión de crear la Comisión Estatal de Gestión y Organización, colocando al frente a Ota Sik —economista y miembro del Comité Central— con el encargo de elaborar un plan de reformas. Las escaramuzas y enfrentamientos entre las dos alas de la burocracia se sucederían en los meses y años siguientes.
El 5 de enero de 1968 Novotny fue obligado a abandonar la dirección del partido, pero mantuvo la presidencia del país hasta las elecciones del 30 de marzo, que ganó el general Ludvik Svoboda. Dubček es elegido nuevo secretario general del KSC, pero Novotny y el ala dura de la burocracia no estaban dispuestos a desaparecer sin más. Estos últimos reaccionaron con una campaña política, enviando a sus seguidores a las fábricas con la esperanza, infructuosa, de hacerse con una base de apoyo entre los trabajadores. La respuesta de Dubček fue contraatacar, y hacerse con una base de apoyo para sus reformas entre los estudiantes y los intelectuales, lo que no fue muy complicado teniendo en cuenta que Novotny no era muy popular después de la represión contra el Congreso de Escritores y las manifestaciones estudiantiles de 1967, las primeras en veinte años.
El Programa de Acción
Finalmente las reformas se concretaron en el llamado Programa de Acción aprobado por el partido en el mes de abril. Las nuevas directrices pretendían liberalizar el sistema económico y político y establecer los fundamentos del llamado “socialismo de rostro humano”, la bandera con la Dubček quiso construir su apoyo entre las masas. Inmediatamente se eliminó la censura, se preparó una nueva legislación que regularía la libertad de prensa y el derecho de asamblea, y se aprobó la libertad de movimiento que facilitaba la salida al extranjero. Se prometió abandonar el modelo de partido único y autorizar la creación de otros partidos y organizaciones siempre que aceptaran el modelo “socialista” y no abogaran por la restauración capitalista. Se prometieron leyes para ayudar y rehabilitar a las víctimas de los juicios farsa y las purgas de los años cincuenta.
El Programa de Acción también reconocía la autonomía de los sindicatos y el derecho a huelga. En el terreno nacional se establecía la igualdad formal entre checos y eslovacos, y a partir de ese momento el país estaría formado por la Federación de Eslovaquia y la Federación Checa. Sería la única reforma que sobrevivió a la invasión soviética.
Como era previsible las reformas propuestas fueron acogidas por las masas con entusiasmo, y se aferraron a ellas para superar y vengar los agravios que habían sufrido durante años. Los viejos métodos de control del partido sobre la prensa se resquebrajaron, los censores del Estado publicaron una resolución expresando su voluntad de dimitir. Los medios de comunicación se abrieron a la crítica contra el régimen, se hablaba abiertamente de los escándalos y los crímenes de la burocracia. La circulación de revistas y periódicos creció rápidamente, sobrepasando la capacidad de las imprentas. Los intelectuales debatían abiertamente cuestiones políticas y sociales, nacieron organizaciones políticas y culturales fuera del control del partido, y asiduamente se celebraban reuniones en las que se discutía ampliamente sobre todo lo que afectaba a la vida pública.
Desde 1963 la Unión de Escritores se había caracterizado por sus críticas al régimen, y junto con los cineastas disfrutaban de cierto grado de libertad artística. Pero cuando utilizaron el Cuarto Congreso de Escritores de 1967 para denunciar el culto a la personalidad y el ambiente asfixiante que provocaba la ausencia de libertad de crítica, la represión del régimen se cebó sobre ellos. Con la reforma, después de un periodo de prohibición, volvieron a publicar su revista semanal Literárni Noviny con una tirada de 130.000 ejemplares.
La apertura llegó también a la clase obrera. En muchas fábricas los trabajadores empezaron a exigir el despido de los directores de empresa ineptos o corruptos, y reclamaron la introducción de la democracia obrera en el control y gestión de la producción. En junio estallaron huelgas espontáneas, pero en lugar de reprimirlas como en el pasado, el régimen vaciló y eso dio aún más ánimo a los trabajadores.
Dubček y los suyos habían sacado al genio de la botella y ahora éste se negaba a entrar de nuevo en ella. En cada fábrica, centro de estudios, ciudad o pueblo se producían intensas discusiones. Se aprobaban resoluciones en las que se exigía la destitución de Novotny y la aceleración de las reformas, incluso las reuniones del KSC comenzaron a tener vida y se llenaron de opiniones críticas. La reforma burocrática había abierto entre las bases una expectativa de participación en la toma de decisiones. El movimiento cobraba un enorme impulso difícil de parar, y para muchos burócratas la supervivencia política dependía en esos momentos de seguir la corriente a las masas haciendo una concesión tras otra.
La autogestión y los consejos de fábrica
Uno de los puntos más destacados del Programa de Acción era la autogestión de la propiedad social. De acuerdo con él, para llevar a la práctica la autogestión era “…indispensable que todo el colectivo de trabajo que soportará las consecuencias, tenga también una influencia sobre la gestión de las empresas. Así nace la necesidad de órganos democráticos que tendrían poderes delimitados en lo que concierne a la dirección de la empresa”.
Los sindicatos oficiales agrupados en el Movimiento de Sindicatos Revolucionarios (ROH), como en los demás Estados estalinistas, no tenían nada que ver con los sindicatos independientes de la clase obrera, sino que eran un apéndice más de la burocracia. En este caso estaban controlados por fieles a Novotny totalmente opuestos a las reformas. A partir de mayo se empiezan a reunir comités y asambleas obreras en las fábricas y centros de trabajo para preparar la ley sobre la “empresa socialista” que debería aprobar el gobierno, y en junio estallan numerosas huelgas que desbordan a los sindicatos oficiales.
También a comienzos de junio se crean dos consejos obreros en dos fábricas clave: CKD de Praga y Skoda de Pinsel. A finales de junio, los trabajadores de CKD elaboran unos Estatutos de la autogestión que se convertirían en el modelo para el resto de consejos. En ellos los trabajadores reflejaron lo que entendían por autogestión, algo muy distinto a lo que defendía la burocracia: “Los trabajadores de la fábrica CKD, realizando uno de los derechos fundamentales de la democracia socialista, el derecho de los trabajadores a gestionar sus empresas, y deseando una unión más estrecha de los intereses de toda la sociedad con los de cada individuo, han decidido fundar la autogestión de los trabajadores que toma en sus manos la gestión de la fábrica”. Para conseguir este objetivo la asamblea de autogestión de la empresa, en la que participarán todos los trabajadores excepto el director, será el órgano soberano que elegirá al Consejo de Trabajadores, mediante sufragio universal y voto secreto. El Consejo y la Asamblea podrán nombrar y despedir al director y al resto de miembros de la dirección de la empresa. Por supuesto la huelga se reconoce como un mecanismo de defensa de los asalariados.
Los consejos obreros se extendieron con rapidez: si en junio de 1968 había 19, para octubre ya eran 113. Incluso después de la invasión soviética, los consejos continuaron desafiando al poder autoritario. El 9 y 10 de enero de 1969 en la fábrica Skoda en Pilsen, se celebró un congreso que reunió a delegados de 200 consejos que representaban a más de 800.000 trabajadores, es decir, más de una cuarta parte del total de obreros checoslovacos. En el congreso se decidió crear una asociación nacional de consejos para coordinar las acciones a escala estatal. Para verano de 1969 existían consejos en más de 500 empresas que involucraban a más de un millón de trabajadores.
La invasión soviética
El movimiento de masas se extendió como una bola de fuego alcanzando a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Las reformas de Dubček habían servido de catalizador al descontento que existía entre los trabajadores checoslovacos, y a la burocracia rusa le aterraba que la situación escapara de control: aunque no habían llegado tan lejos como en Hungría en 1956, no podían tolerar los efectos que los acontecimientos checoslovacos podrían tener en otros países del bloque del Este y en la propia URSS.
El 23 de marzo de 1968 se celebró en Dresde (RDA) una reunión entre los “Cinco de Varsovia” —URSS, Hungría, Polonia, Bulgaria y RDA— y una delegación checa. El objetivo era conocer de primera mano las reformas planeadas. A partir de ese momento hubo varios intentos de la URSS por frenar o limitar las reformas. En julio hubo negociaciones entre los dos países. Dubček y el ala reformista se encontraban en medio de las presiones de dos campos antagónicos: por un lado la burocracia soviética y, por otro, los trabajadores checoslovacos que querían llegar hasta el final y no se contentaban con medias tintas.
Ante el temor de que la situación escapara al control de la burocracia checoslovaca, Brézhnev decidió intervenir. La noche del 20 al 21 de agosto de 1968, 200.000 soldados y 2.000 tanques de la URSS, Bulgaria, RDA, Polonia y Hungría invadieron el país. En pocas horas ocuparon el aeropuerto, las fronteras y las principales ciudades. Por supuesto, la prensa soviética justificó la intervención militar presentando los acontecimientos checoslovacos como una contrarrevolución capitalista, y afirmó que había recibió una petición, sin firma, de líderes del partido y el Estado pidiendo “ayuda inmediata, incluida la intervención de fuerzas armadas”. Los líderes del PCUS querían dejar claro que no iban a tolerar más experimentos de “socialismo con rostro humano”.
Tras el impacto inicial, y debido a la ausencia de una dirección que organizara rápidamente el movimiento de resistencia, los primeros días no hubo grandes protestas en las calles. Dubček y la dirección del KSC hicieron un llamamiento a la resistencia pacífica. El primer acto de la población de Praga fue defender la emisora de radio que era considera un símbolo de las conquistas democráticas, y poco a poco se fue vertebrando un movimiento que impediría a la burocracia rusa imponer el proceso de “normalización” con la rapidez que quería.
Se crearon 35 emisoras de radio clandestinas que sirvieron para contrarrestar la propaganda soviética. Para sabotear las operaciones de la policía rusa, la población convirtió Praga en un laberinto urbano, cambiando los nombres de las calles, los números de las casas, saboteando los semáforos, y pintando las paredes con consignas contra la ocupación. Los periódicos críticos siguieron publicándose y se distribuían delante de los soldados rusos. Varias fábricas se transformaron en imprentas que sacaban periódicos y miles de hojas, incluida una falsificación de Pravda en ruso para las tropas de ocupación.
Los estudiantes fueron los primeros en salir a las calles contra la ocupación. Crearon un comité de acción con representantes de todas las universidades, y en noviembre fueron a la huelga con un programa de 10 puntos, entre ellos, el rechazo a la política de concesiones a los soviéticos. El 17 de ese mes convocaron una manifestación que fue prohibida, pero que rápidamente transformaron en dos días de ocupaciones de universidades e institutos, una iniciativa que contó con el apoyo de los trabajadores.
Los estudiantes publicaron una “Carta a los camaradas obreros y campesinos”, que se distribuyó de fábrica en fábrica. Los dirigentes obreros de los consejos iban a las facultades, los estudiantes a las asambleas en las empresas, y en muchas de ellas se votó ir a la huelga si la policía atacaba a los estudiantes. En las fábricas se realizaba todo tipo de acciones de solidaridad con los estudiantes: se publicaron folletos, se hacía sonar las sirenas, se aprobaban mociones sindicales, se hacían colectas y paros breves. Además continuaba la extensión de los consejos obreros: los mineros de Ostrava y los trabajadores de CKD convocaron una huelga el 22 de noviembre cuando los estudiantes desafiaron la orden de evacuación de las facultades ocupadas. Los ferroviarios amenazaron con impedir la salida de un solo tren de Praga si el gobierno actuaba. En la siderurgia Kladno, sus 22.000 trabajadores exigieron la dimisión de los directivos opuestos a las reformas. Los 1.200 delegados que asistían al congreso de la federación metalúrgica oficial, que en teoría contaba con 900.000 afiliados, ratificaron el acuerdo de colaboración que se había alcanzado con el sindicato estudiantil.
Los trabajadores y los estudiantes desafiaron la ocupación con métodos clasistas y revolucionarios. Cuando todas las condiciones estaban madurando para organizar un levantamiento general contra la ocupación y por el establecimiento de una democracia obrera genuina, la ausencia de una dirección revolucionaria con un programa leninista frenó el movimiento. Los estudiantes, confusos ante cuál debería ser el camino a seguir, finalmente desconvocaron la huelga, y entre los trabajadores también cundió la desorientación.
La “normalización”
Un día de antes de la invasión, Brézhnev convocó a Dubček en Moscú, al primer ministro Cernik, al presidente Svoboda, al presidente de la Asamblea Nacional, Smrkovsky, y a todos los oficiales de alto rango checos. Todos fueron arrestados y retenidos, hasta que pasados seis días los soviéticos les “convencieron” y firmaron el denominado Protocolo de Moscú.
Los rusos aceptaron que Dubček siguiera en el cargo a condición de que paralizase las reformas. Cuando la delegación checa regresó a Checoslovaquia, Dubček anunció que habían alcanzado un acuerdo con los rusos para “normalizar” la situación del país. Declaró nulo el congreso del KSC que se había realizado el 27 de agosto que condenaba la invasión rusa, y restituyó el Comité Central elegido en 1966.
Cuando la burocracia rusa se sintió segura se libró de Dubček. El 17 de abril de 1969 fue sustituido por Gustáv Husàk, un estalinista fiel y sumiso a los dictados de la burocracia de Moscú, que puso manos a la obra sin mayor dilación. Inmediatamente se restableció la censura, se suspendió la ley de consejos, se abandonó la autogestión industrial y se recentralizó la economía. También se disolvió el sindicato estudiantil y todos los consejos obreros fueron purgados. Se liquidó la Unión de Escritores y más de 500.000 militantes del KSC fueron expulsados del partido.
Todas las formas de represión fueron utilizadas: la cárcel, el exilio, los despidos, los chantajes… todo para aplastar el movimiento de resistencia. Aun así, las huelgas y las protestas retrasaron durante meses la “normalización”, aunque por sí solas no podían parar el restablecimiento del control burocrático. Sólo la acción revolucionaria de las masas podía conseguirlo, pero desgraciadamente, a pesar del heroísmo y la voluntad mostrada por los estudiantes y los obreros, no se forjó una dirección capaz de liderar la protesta y transformarla en una revolución política contra la burocracia estalinista.
Por la democracia obrera
La intervención militar rusa finalmente consiguió paralizar y revertir el proceso abierto en Checoslovaquia, pero el coste para el estalinismo a escala internacional fue enorme. En primer lugar tuvieron que hacer frente a las protestas contra la invasión en sus propios países, lo que aceleró el proceso de degeneración nacionalista del estalinismo, confirmando así el pronóstico que hizo Trotsky en 1933, cuando afirmó que “la teoría del socialismo en un solo país, la sustitución de los intereses de la clase obrera internacional por los estrechos intereses nacionales de la burocracia rusa, inevitablemente llevaría a la degeneración en líneas nacionalistas de la Internacional Comunista”. En Rumanía, Ceaucescu denunció en términos muy duros la invasión y Albania, que ya se había retirado del Pacto de Varsovia, calificó la actuación rusa como “imperialismo social”. Muchos partidos comunistas en Occidente, los mismos que aplaudieron la entrada de los tanques en Hungría, ahora condenaban la invasión de Checoslovaquia. Pero ninguna de estas críticas partían de un punto de vista marxista e internacionalista, ni reclamaban el regreso a las condiciones de democracia obrera que existieron en la URSS bajo Lenin y que fueron destruidas por la burocracia estalinista. Todas las direcciones burocratizadas de los PCs intentaban utilizar estos acontecimientos para apuntalar su prestigio y su poder interno.
Como antes sucedió en Polonia o en Hungría, los trabajadores y jóvenes que protagonizaron la Primavera de Praga no abogaban por la restauración capitalista, no cuestionaban la economía nacionalizada y planificada; su lucha tenía otro objetivo: acabar con el régimen despótico que representaba el estalinismo, no para instaurar una democracia burguesa, sino para establecer un régimen socialista basado en la participación y el control democrático de la población sobre todas las esferas de la vida económica, política y cultual del país.
En los años setenta, la economía de estos países no sólo se estancó sino que empezó a caer alarmantemente. Como explicó Trotsky, la burocracia reaccionaria que expropió políticamente el poder de los trabajadores pero mantuvo la economía nacionalizada y planificada, finalmente se convirtió en un obstáculo absoluto para hacer avanzar las fuerzas productivas. La economía planificada sólo puede funcionar con la participación democrática de las masas, con el control y la dirección de los trabajadores.
A finales de la década de los ochenta todo el edificio estalinista se derrumbó como un castillo de naipes. En el caso de Checoslovaquia el proceso comenzó en diciembre de 1987 con la dimisión del artífice de la “normalización” Gustáv Husàk. Éste había seguido el ejemplo de Gorbachov en Rusia, intentando “reformar” el sistema burocrático, pero sin que la casta privilegiada de la Nomenklatura renunciara a su poder y privilegios. En 1989 el régimen estalinista se hundió. El 17 de noviembre la policía atacó una manifestación estudiantil y a partir de ese momento la crisis se hizo irreversible. El 24 de noviembre dimite el gobierno y en diciembre el anticomunista Vaclav Havel es elegido presidente por la Asamblea Nacional. Respaldado por un amplio sector de los funcionarios estalinistas —que vieron la oportunidad como en el resto de los países del Este y de la URSS de transformarse en la nueva clase burguesa— y con el apoyo de los imperialistas alemanes y estadounidenses, Havel llevó a cabo la liquidación de la economía planificada y la transición a la economía de mercado. En enero de 1993, el país se dividió en dos estados independientes, la República Checa y Eslovaquia.
Han pasado cincuenta años de los extraordinarios y heroicos acontecimientos de la Primavera de Praga, y casi treinta de la restauración del capitalismo. Hoy los trabajadores checos y eslovacos sufren duramente las consecuencias de la política de recortes y privatizaciones. Ahora conocen los horrores del capitalismo y, de la misma manera que la agitación revolucionaria de 1968 alcanzó al Este europeo, se contagiarán de los movimientos de masas que sacuden el mundo capitalista.
Bibliografía
- • Chris Harman, The Fire Last Time 1968 and after. Bookmarks Publishing, 1988.
- • Martin Klimke y Joachim Scharloth, 1968 in Europe. A History of Protest and Activism, 1956-1977. Palgrave Macmillan, 2008.
- • Markin Klimke, Joachim Scharloth y Jacco Pekelder, Between Prague Spring and French May. Berghahn Books, 2011.
- • Günter Bischof, The Prague Spring and The Warsaw Pact Invasion of Czechoslovakia in 1968. Lexinton Books, 2010.