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La Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels acaba de publicar un nuevo clásico de Karl Marx: La guerra civil en Francia. El texto aborda la experiencia de la Comuna de Paris en 1871, la primera revolución obrera y socialista de la historia, y su derrota a manos de las fuerzas combinadas de la burguesía alemana y francesa. El texto de Marx constituye un esbozo genial de la doctrina socialista sobre el Estado, y fue utilizado ampliamente por Lenin en sus trabajos al respecto, especialmente en su obra El Estado y la revolución. A continuación publicamos la introducción de Engels de 1891 a este libro esencial del arsenal teórico del marxismo

Introducción de Federico Engels de 1891

El requerimiento para reeditar el manifiesto del Consejo General de la Internacional sobre La guerra civil en Francia y para escribir una introducción para él, me cogió desprevenido. Por eso sólo puedo tocar brevemente aquí los puntos más importantes.

Hago preceder al extenso trabajo arriba citado los dos manifiestos más cortos del Consejo General sobre la guerra franco-prusiana. En primer lugar, porque en La guerra civil se hace referencia al segundo de estos dos manifiestos, que, a su vez, no puede ser completamente comprendido si no se conoce el primero. Pero además, porque estos dos manifiestos, escritos también por Marx, son, al igual que La guerra civil, ejemplos elocuentes de las dotes extraordinarias del autor —manifestadas por vez primera en El 18 Brumario de Luis Bonaparte— para ver claramente el carácter, el alcance y las consecuencias inevitables de los grandes acontecimientos históricos, cuando éstos se desarrollan todavía ante nuestros ojos o acaban apenas de producirse. Y, finalmente, porque en Alemania estamos padeciendo aún las consecuencias de aquellos acontecimientos, tal como Marx los había pronosticado.

En el primer manifiesto se declaraba que si la guerra defensiva de Alemania contra Luis Bonaparte degeneraba en una guerra de conquista contra el pueblo francés revivirían con redoblada intensidad todas las desventuras que Alemania había experimentado después de la llamada guerra de liberación. ¿Acaso no ha sucedido así? ¿No hemos padecido otros veinte años de dominación bismarquiana, con su Ley de Excepción y su batida antisocialista en lugar de las persecuciones de demagogos con las mismas arbitrariedades policíacas y la misma, literalmente la misma, interpretación indignante de las leyes?

¿Y acaso no se ha cumplido al pie de la letra el pronóstico de que la anexión de Alsacia y Lorena “echaría a Francia en brazos de Rusia” y de que Alemania con esta anexión se convertiría abiertamente en un vasallo de Rusia o tendría, que prepararse, después de una breve tregua, para una nueva guerra, para “una guerra de razas, una guerra contra las razas eslava y latina coligadas”? ¿Acaso la anexión de las provincias francesas no ha echado a Francia en brazos de Rusia? ¿Acaso Bismarck no ha implorado en vano durante veinte años los favores del zar, y con servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña Prusia, cuando todavía no era la “primera potencia de Europa”, solía postrarse a los pies de la santa Rusia? ¿Y acaso no pende constantemente sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de otra guerra, que, al empezar, convertirá en humo de pajas todas las alianzas de los soberanos selladas por los protocolos, una guerra en la que lo único cierto es la absoluta incertidumbre de sus consecuencias; una guerra de razas que entregará a toda Europa a la obra devastadora de quince o veinte millones de hombres armados, y que si no ha comenzado ya a hacer estragos es simplemente porque hasta la más fuerte entre las grandes potencias militares tiembla ante la completa imposibilidad de prever su resultado final?

De aquí que estemos aún más obligados a poner al alcance de los obreros alemanes esta brillante prueba, hoy medio olvidada, de la profunda visión de la política internacional de la clase obrera en 1870.

Y lo que decimos de estos dos manifiestos también es aplicable a La guerra civil en Francia. El 28 de mayo, los últimos luchadores de la Comuna sucumbían ante la superioridad de fuerzas del enemigo en las faldas de Belleville. Dos días después, el 30, Marx leía ya al Consejo General el texto del trabajo en que se esboza la significación histórica de la Comuna de París, en trazos breves y enérgicos, pero tan precisos y sobre todo tan exactos que no han sido nunca igualados en toda la enorme masa de escritos publicados sobre este tema.

Gracias al desarrollo económico y político de Francia desde 1789, la situación en París desde hace cincuenta años ha sido tal que no podía estallar en esta ciudad ninguna revolución que no asumiese en seguida un carácter proletario, es decir, sin que el proletariado, que había comprado la victoria con su sangre, presentase sus propias reivindicaciones después del triunfo conseguido. Estas reivindicaciones eran más o menos oscuras y hasta confusas, a tono en cada período con el grado de desarrollo de los obreros de París, pero se reducían siempre a la exigencia de abolir los antagonismos de clase entre capitalistas y obreros. A decir verdad, nadie sabía cómo se podía conseguir esto. Pero la reivindicación misma, por vaga que fuese la manera de formularla, encerraba ya una amenaza contra el orden social existente; los obreros que la mantenían estaban aún armados; por eso, el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí que después de cada revolución ganada por los obreros se llevara a cabo una nueva lucha que acababa con la derrota de éstos.

Así sucedió por primera vez en 1848. Los burgueses liberales de la oposición parlamentaria celebraban banquetes abogando por una reforma electoral que había de garantizar la dominación de su partido. Viéndose cada vez más obligados a apelar al pueblo en la lucha que sostenían contra el Gobierno, no tenían más remedio que tolerar que los sectores radicales y republicanos de la burguesía y de la pequeña burguesía tomasen poco a poco la delantera. Pero detrás de estos sectores estaban los obreros revolucionarios, que desde 1830 habían adquirido mucha más independencia política de lo que los burgueses e incluso los republicanos se imaginaban.

Al producirse la crisis entre el Gobierno y la oposición, los obreros comenzaron la lucha en las calles. Luis Felipe desapareció, y con él la reforma electoral, viniendo a ocupar su puesto la república, y una república que los mismos obreros victoriosos calificaban de república “social”. Nadie sabía a ciencia cierta, ni los mismos obreros, qué había que entender por república social. Pero los obreros tenían ahora armas y eran una fuerza dentro del Estado. Por eso, tan pronto como los republicanos burgueses, que empuñaban el timón del Gobierno, sintieron que pisaban terreno un poco más firme, su primera aspiración fue desarmar a los obreros.

Para lograrlo se les empujó a la insurrección de Junio de 1848, por medio de una violación manifiesta de la palabra dada, lanzándoles un desafío descarado e intentando desterrar a los parados a una provincia lejana. El Gobierno había cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de fuerzas. Después de cinco días de lucha heroica, los obreros sucumbieron. Y se produjo un baño en sangre con prisioneros indefensos como jamás se había visto en los días de las guerras civiles con que se inició la caída de la República Romana. Era la primera vez que la burguesía ponía de manifiesto a qué insensatas crueldades de venganza es capaz de acudir tan pronto como el proletariado se atreve a enfrentarse con ella, como clase aparte con intereses propios y propias reivindicaciones. Y, sin embargo, lo de 1848 no fue más que un juego de chicos, comparado con la furia de la burguesía en 1871.

El castigo no se hizo esperar. Si el proletariado no estaba todavía en condiciones de gobernar a Francia, la burguesía ya no podía seguir gobernándola. Por lo menos en aquel momento, en que su mayoría era todavía de tendencia monárquica y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos y el cuarto republicano. Sus discordias intestinas permitieron al aventurero Luis Bonaparte apoderarse de todos los puestos de mando —ejército, policía, aparato administrativo— y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851, el último baluarte de la burguesía: la Asamblea Nacional. Así comenzó el Segundo Imperio, la explotación de Francia por una cuadrilla de aventureros políticos y financieros, pero también, al mismo tiempo, un desarrollo industrial como jamás hubiera podido concebirse bajo el sistema mezquino y asustadizo de Luis Felipe, en que la dominación exclusiva se hallaba en manos de un pequeño sector de la gran burguesía. Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el poder político con el pretexto de defenderles, de defender a los burgueses contra los obreros, y, por otra parte, a éstos contra la burguesía; pero, a cambio de ello, su régimen estimuló la especulación y las actividades industriales; en una palabra, el auge y el enriquecimiento de toda la burguesía en proporciones hasta entonces desconocidas. Cierto es que fueron todavía mayores las proporciones en que se desarrollaron la corrupción y el robo en masa, que pululaban en torno a la Corte imperial y se llevaban buenos dividendos de este enriquecimiento.

Pero el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la reivindicación de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814, o al menos las de la Primera República. Era imposible que subsistiese a la larga un Imperio francés dentro de las fronteras de la antigua monarquía, más aún, dentro de las fronteras todavía más amputadas de 1815. Esto implicaba la necesidad de guerras accidentales y de ensanchar las fronteras. Pero no había zona de expansión que tanto deslumbrase la fantasía de los chovinistas franceses como las tierras alemanas de la orilla izquierda del Rin. Para ellos, una milla cuadrada en el Rin valía más que diez en los Alpes o en cualquier otro sitio. Proclamado el Segundo Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda del Rin fuese de una vez o por partes, era simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la guerra austro-prusiana de 1866. Defraudado en sus esperanzas de “compensaciones territoriales” por el engaño de Bismarck y por su propia política demasiado astuta y vacilante, a Napoleón no le quedaba ahora más salida que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a Wilhelmshöhe.

La consecuencia inevitable fue la revolución de París del 4 de septiembre de 1870. El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y nuevamente fue proclamada la república. Pero el enemigo estaba a las puertas. Los ejércitos del Imperio estaban sitiados en Metz sin esperanza de salvación o prisioneros en Alemania. En esta situación angustiosa, el pueblo permitió a los diputados parisinos del antiguo Cuerpo Legislativo constituirse en un “Gobierno de la Defensa Nacional”. Estuvo tanto más dispuesto a acceder a esto, cuanto que, para los fines de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se habían enrolado en la Guardia Nacional y estaban armados, con lo cual los obreros representaban dentro de ella una gran mayoría. Pero el antagonismo entre el Gobierno, formado casi exclusivamente por burgueses, y el proletariado en armas no tardó en estallar. El 31 de octubre los batallones obreros tomaron por asalto el Hôtel de Ville y capturaron a algunos miembros del Gobierno. Mediante una traición, la violación descarada por el Gobierno de su palabra y la intervención de algunos batallones pequeñoburgueses, se consiguió ponerlos nuevamente en libertad y, para no provocar el estallido de la guerra civil dentro de una ciudad sitiada por un ejército extranjero, se permitió seguir en funciones al Gobierno constituido.

Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por el hambre, capituló. Pero con honores sin precedente en la historia de las guerras. Los fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las armas de las tropas de línea y de la Guardia Móvil entregadas, y sus hombres fueron considerados prisioneros de guerra. Pero la Guardia Nacional conservó sus armas y sus cañones y se limitó a sellar un armisticio con los vencedores. Y éstos no se atrevieron a entrar en París en son de triunfo. Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, una parte en que no había, en realidad, más que parques públicos, y, por añadidura, ¡sólo lo tuvieron ocupado unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron cercados por los obreros armados de la capital, que montaban la guardia celosamente para evitar que ningún “prusiano” traspasase los estrechos límites del rincón cedido a los conquistadores extranjeros. Tal era el respeto que los obreros de París infundían a un ejército ante el cual habían rendido sus armas todas las tropas del Imperio. Y los junkers prusianos, que habían venido a tomarse la venganza en el hogar de la revolución, ¡no tuvieron más remedio que pararse respetuosamente a saludar a esta misma revolución armada!

Durante la guerra, los obreros de París se habían limitado a exigir la enérgica continuación de la lucha. Pero ahora, sellada ya la paz después de la capitulación de París, Thiers, nuevo jefe del Gobierno, tenía que darse cuenta de que la dominación de las clases poseedoras —grandes terratenientes y capitalistas— estaba en constante peligro mientras los obreros de París tuviesen en sus manos las armas. Lo primero que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de marzo envió tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional la artillería que era de su pertenencia, pues había sido construida durante el asedio de París y pagada por suscripción pública. El intento no prosperó; París se movilizó como un solo hombre para la resistencia y se declaró la guerra entre París y el Gobierno francés, instalado en Versalles.

El 26 de marzo fue elegida, y el 28 proclamada la Comuna de París. El Comité Central de la Guardia Nacional, que hasta entonces había desempeñado las funciones de gobierno, dimitió en favor de la Comuna, después de haber decretado la abolición de la escandalosa “policía de moralidad” de París. El 30, la Comuna abolió la conscripción y el ejército permanente y declaró única fuerza armada a la Guardia Nacional, en la que debían enrolarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas. Condonó los pagos de alquiler de viviendas desde octubre de 1870 hasta abril de 1871, incluyendo en cuenta para futuros pagos de alquileres las cantidades ya abonadas, y suspendió la venta de objetos empeñados en el monte de piedad de la ciudad. El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros elegidos para la Comuna, pues “la bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial”.

El 1 de abril se acordó que el sueldo máximo que podría percibir un funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta, no podría exceder de 6.000 francos (4.800 marcos). Al día siguiente, la Comuna decretó la separación de la Iglesia del Estado y la supresión de todas las partidas consignadas en el presupuesto del Estado para fines religiosos, declarando propiedad nacional todos los bienes de la Iglesia; como consecuencia de esto, el 8 de abril se ordenó que se eliminase de las escuelas todos los símbolos religiosos, imágenes, dogmas, oraciones, en una palabra, “todo lo que cae dentro de la órbita de la conciencia individual”, orden que fue aplicándose gradualmente.

El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban diariamente a los combatientes de la Comuna capturados por ellas, se dictó un decreto ordenando la detención de rehenes, pero esta disposición nunca se llevó a la práctica. El día 6, el 137 Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle la guillotina y la quemó públicamente, entre el entusiasmo popular. El 12, la Comuna acordó que la Columna Triunfal de la plaza Vendôme, fundida con el bronce de los cañones tomados por Napoleón después de la guerra de 1809, se demoliese, como símbolo de chovinismo e incitación a los odios entre naciones. Esta disposición fue cumplida el 16 de mayo.

El 16 de abril, la Comuna ordenó que se abriese un registro estadístico de todas las fábricas clausuradas por los patronos y se preparasen los planes para reanudar su explotación con los obreros que antes trabajaban en ellas, organizándoles en sociedades cooperativas, y que se planease también la agrupación de todas estas cooperativas en una gran Unión. El 20, la Comuna declaró abolido el trabajo nocturno de los panaderos y suprimió también las oficinas de colocación, que durante el Segundo Imperio eran un monopolio de ciertos sujetos designados por la policía, explotadores de primera fila de los obreros. Las oficinas fueron transferidas a las alcaldías de los veinte distritos de París. El 30 de abril, la Comuna ordenó la clausura de las casas de empeño, basándose en que eran una forma de explotación privada de los obreros, en pugna con el derecho de éstos a disponer de sus instrumentos de trabajo y de crédito. El 5 de mayo, dispuso la demolición de la Capilla Expiatoria, que se había erigido para expiar la ejecución de Luis XVI.

Como se ve, el carácter de clase del movimiento de París, que antes se había relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores extranjeros, resalta con trazos netos y enérgicos desde el 18 de marzo en adelante. Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus acuerdos se distinguían por un carácter marcadamente proletario. Una parte de sus decretos eran reformas que la burguesía republicana no se había atrevido a implantar sólo por vil cobardía y que echaban los cimientos indispensables para la libre acción de la clase obrera, como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado, la religión es un asunto de incumbencia puramente privada; otros iban encaminados a salvaguardar directamente los intereses de la clase obrera, y, en parte, abrían profundas brechas en el viejo orden social.

Sin embargo, en una ciudad sitiada lo más que se podía alcanzar era un comienzo de desarrollo de todas estas medidas. Desde los primeros días de mayo, la lucha contra los ejércitos levantados por el Gobierno de Versalles, cada vez más nutridos, absorbió todas las energías.

El 7 de abril, los versalleses tomaron el puente sobre el Sena en Neuilly, en el frente occidental de París; en cambio, el 11 fueron rechazados con grandes pérdidas por el general Eudes, en el frente sur. París estaba sometido a constante bombardeo, dirigido además por los mismos que habían estigmatizado como un sacrilegio el bombardeo de la capital por los prusianos.

Ahora, estos mismos individuos imploraban al Gobierno prusiano que acelerase la devolución de los soldados franceses hechos prisioneros en Sedán y en Metz, para que les reconquistasen París. Desde comienzos de mayo, la llegada gradual de estas tropas dio una superioridad decisiva a las fuerzas de Versalles. Esto se puso ya de manifiesto cuando, el 23 de abril, Thiers rompió las negociaciones, abiertas a propuesta de la Comuna, para canjear al arzobispo de París y a toda una serie de clérigos, presos en la capital como rehenes, por un solo hombre, Blanqui, elegido por dos veces a la Comuna, pero preso en Clairvaux. Y se hizo más patente todavía en el nuevo lenguaje de Thiers, que, de reservado y ambiguo, se convirtió de pronto en insolente, amenazador, brutal. En el frente sur, los versalleses tomaron el 3 de mayo el reducto de Moulin Saquet; el día 9 se apoderaron del fuerte de Issy, reducido por completo a escombros por el cañoneo; el 14 tomaron el fuerte de Vanves. En el frente occidental avanzaban paulatinamente, apoderándose de numerosos edificios y aldeas que se extendían hasta el cinturón fortificado de la ciudad y llegando, por último, hasta la muralla misma; el 21, gracias a una traición y por culpa del descuido de los guardias nacionales destacados en este sector, consiguieron abrirse paso hacia el interior de la ciudad. Los prusianos, que seguían ocupando los fuertes del Norte y del Este, permitieron a los versalleses cruzar por la parte norte de la ciudad, que era terreno vedado para ellos según los términos del armisticio, y, de este modo, avanzar atacando sobre un largo frente, que los parisinos no podían por menos que creer amparado por dicho convenio y que, por esta razón, tenían guarnecido con escasas fuerzas. Resultado de esto fue que en la mitad occidental de París, en los barrios ricos, sólo se opuso una débil resistencia, que se hacía más fuerte y más tenaz a medida que las fuerzas atacantes se acercaban al sector del Este, a los barrios propiamente obreros. Hasta después de ocho días de lucha no cayeron en las alturas de Belleville y Ménilmontant los últimos defensores de la Comuna; y entonces llegó a su apogeo aquella matanza de hombres desarmados, mujeres y niños, que había hecho estragos durante toda la semana con furia creciente. Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de prisa, y entraron en juego las ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos.

El Muro de los Federados del cementerio de Père Luchaise, donde se consumó el último asesinato en masa, queda todavía en pie, testimonio mudo pero elocuente del frenesí a que es capaz de llegar la clase dominante cuando el proletariado se atreve a reclamar sus derechos. Luego, cuando se vio que era imposible matarlos a todos, vinieron las detenciones en masa, comenzaron los fusilamientos de víctimas caprichosamente seleccionadas entre las cuerdas de presos y el traslado de los demás a grandes campos de concentración, donde esperaban la vista de los Consejos de Guerra. Las tropas prusianas que tenían cercado el sector nordeste de París recibieron la orden de no dejar pasar a ningún fugitivo, pero los oficiales con frecuencia cerraban los ojos cuando los soldados prestaban más obediencia a los dictados de humanidad que a las órdenes de superioridad; mención especial merece, por su humano comportamiento, el cuerpo de ejército de Sajonia, que dejó paso libre a muchas personas, cuya calidad de luchadores de la Comuna saltaba a la vista.

* * *

Si hoy, al cabo de veinte años, volvemos los ojos a las actividades y a la significación histórica de la Comuna de París de 1871, advertimos la necesidad de completar un poco la exposición que se hace en La guerra civil en Francia.

Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría integrada por los blanquistas, que habían predominado también en el Comité Central de la Guardia Nacional, y una minoría compuesta por afiliados a la Asociación Internacional de los Trabajadores, entre los que prevalecían los adeptos de la escuela socialista de Proudhon. En aquel tiempo, la gran mayoría de los blanquistas sólo eran socialistas por instinto revolucionario y proletario; sólo unos pocos habían alcanzado una mayor claridad de principios; gracias a Vaillant, que conocía el socialismo científico alemán. Así se explica que la Comuna dejase de hacer, en el terreno económico, muchas cosas que, desde nuestro punto de vista actual, debió realizar.

Lo más difícil de comprender es indudablemente el santo temor con que aquellos hombres se detuvieron respetuosamente en los umbrales del Banco de Francia. Fue éste además un error político muy grave. El Banco de Francia en manos de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes. Hubiera significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el Gobierno de Versalles para que negociase la paz con la Comuna. Pero aún es más asombroso el acierto de muchas de las cosas que se hicieron, a pesar de estar compuesta la Comuna de proudhonianos y blanquistas. Por supuesto, cabe a los proudhonianos la principal responsabilidad por los decretos económicos de la Comuna, lo mismo en lo que atañe a sus méritos como a sus defectos; a los blanquistas les incumbe la responsabilidad principal por los actos y las omisiones políticos. Y, en ambos casos, la ironía de la historia quiso —como acontece generalmente cuando el poder cae en manos de doctrinarios— que tanto unos como otros hiciesen lo contrario de lo que la doctrina de su escuela respectiva prescribía.

Proudhon, el socialista de los pequeños campesinos y maestros artesanos, odiaba positivamente la asociación. Decía de ella que tenía más de malo que de bueno; que era por naturaleza estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la libertad del obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrario por igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus inconvenientes crecían más de prisa que sus ventajas; que, por el contrario, la libre concurrencia, la división del trabajo y la propiedad privada eran otras tantas fuerzas económicas. Sólo en los casos excepcionales —así calificaba Proudhon la gran industria y las grandes empresas como, por ejemplo, los ferro¬carriles— estaba indicada la asociación de los obreros (Véase Idée générale de la révolution, 3er estudio).

Pero hacia 1871, incluso en París, centro del artesanado artístico, la gran industria había dejado ya hasta tal punto de ser un caso excepcional, que el decreto más importante de cuantos dictó la Comuna dispuso una organización para la gran industria e incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas asociaciones en una gran Unión; en resumen, en una organización que, como Marx dice muy bien en La guerra civil, forzosamente habría conducido en última instancia al comunismo, o sea, a lo más antitético de la doctrina proudhoniana. Por eso, la Comuna fue la tumba de la escuela proudhoniana del socialismo. Esta escuela ha desaparecido hoy de los medios obreros franceses; en ellos, actualmente, la teoría de Marx predomina sin discusión, y no menos entre los “posibilistas” que entre los “marxis¬tas”. Sólo quedan proudhonianos en el campo de la burguesía “radical”.

No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas. Educados en la escuela de la conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones, no sólo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo Gobierno revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna, compuesta en su mayoría precisamente por blanquistas? En todas las proclamas dirigidas a los franceses de las provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por vez primera, iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor del antiguo Gobierno centralizado —el ejército, la policía política y la burocracia—, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces había sido heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París.

La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no podía seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tenía, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento. ¿Cuáles eran las características del Estado hasta entonces? En un principio, por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los órganos especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga, estos órganos, a la cabeza de los cuales figuraba el poder estatal, persiguiendo sus propios intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en señores de ella. Esto puede verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en que los “políticos” formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en Norteamérica. Allí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el Gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio, que especulan con las actas de diputado de las asambleas legislativas de la Unión y de los distintos Estados federados, o que viven de la agitación en favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando éste triunfa. Es sabido que los norteamericanos llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en Norteamérica donde podemos ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la sociedad, de la que originariamente debía ser un simple instrumento. Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente —fuera del puñado de hombres que montan la guardia contra los indios—, ni burocracia con cargos permanentes o derechos pasivos. Y, sin embargo, en Norteamérica nos encontramos con dos grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más corrompidos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes carteles de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la saquean.

Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos.

En el capítulo tercero de La guerra civil se describe con todo detalle esta labor encaminada a hacer saltar el viejo poder estatal y sustituirlo por otro nuevo y realmente democrático. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución por ser precisamente en Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros. Según la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea”, o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios bien retribuidos. Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y entusiasmarse por la república democrática.

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.

Últimamente, las palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura?

Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!

Federico Engels

Londres, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París, 18 de marzo de 1891.

Publicado en la revista Die Neue Zeit, Bd. 2, nº 28, 1890-1891.

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