Las masas habían irrumpido en la escena de la historia dispuestas a exigir su parte, tras décadas, por no decir siglos, de postración y humillación.
El movimiento general de la clase obrera y de los campesinos, que se tradujo en el frente electoral en el triunfo arrollador de las candidaturas republicanas en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, obligó a la burguesía a emprender un viraje político para evitar que el movimiento de abajo transformara la estructura del poder en la sociedad.
La camisa vieja de la monarquía era un estorbo para la burguesía, amenazada por el movimiento de los obreros y los campesinos; por tanto, la alternativa republicana permitía a los capitalistas, que habían sostenido la monarquía, abrazar una solución que permitiese una salida digna en aquel momento:
“El gobierno provisional republicano”, explica Manuel Tuñón de Lara, “preocupado hasta la exageración por las formas del derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó el reconocimiento de la libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos gubernamentales a las cortes constituyentes...
España se encontraba en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de Democracia Burguesa”1.
Si detrás de la proclamación de la República, la burguesía veía la posibilidad de obtener una prórroga para seguir manteniendo con firmeza el timón en los asuntos fundamentales del país en el Estado, en el ejército, en la economía, para las masas la República y con ella la obtención de conquistas y derechos democráticos tenía una significación muy distinta. En la imaginación de millones se instaló la convicción de que la República traería reforma agraria, buenos salarios, fin del poder de la Iglesia, derecho de autodeterminación… los acontecimientos posteriores constituyeron una escuela decisiva para que las esperanzas de la población se transformaran en decepción y desencanto. La experiencia del gobierno de coalición republicano-socialista y el avance del fascismo en Europa fueron decisivos para que el proletariado español fuese sacando conclusiones revolucionarias.
La decadencia del régimen monárquico
La historia de España hasta 1931 había estado caracterizada por siglos de continua, lenta e inexorable decadencia, marcada por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes, que habían llevado al país a ocupar el lugar de cola del desarrollo capitalista en Europa.
La burguesía española, a diferencia de la francesa e inglesa, entró tarde en la escena de la historia: débil e incapaz de poner su sello dirigente en el desarrollo de la sociedad, desde el principio unió su interés al de los viejos poderes establecidos.
Incapaz de llevar a cabo un movimiento como el de la burguesía en Francia o Gran Bretaña, su dependencia frente al estado monárquico, con intereses económicos que la ligaban a las viejas clases nobiliarias con las que compartían los beneficios de la propiedad terrateniente, hizo que su nervio revolucionario siempre fuese muy limitado. En toda la historia del siglo XIX el papel de la burguesía en la escena política se redujo a la búsqueda permanente de acuerdos y coaliciones con las viejas clases del pasado feudal.
En el período de florecimiento capitalista en el Estado español de 1895 a 1916, zonas como Catalunya, Madrid, Euskadi o Asturias, vivieron un desarrollo industrial importante, pero lejos de enfrentarse al dominio de la Monarquía y la nobleza terrateniente, la burguesía fortaleció sus lazos de unión con ellos.
La compra de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios con la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de unión se forjaron en negocios comunes. La alta burguesía financiera que empezaba a despegar en Euskadi o la burguesía industrial de Catalunya, adquirieron posiciones en el gobierno central, sustentando las formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para explotar sus negocios.
La guerra mundial jugó un papel beneficioso para la burguesía española que se aprovechó del colapso económico en Europa, para abastecer los mercados internacionales. Pero la lluvia de oro que llenó los bolsillos de los capitalistas españoles no fue utilizada para mejorar la base tecnológica del aparato productivo, y desarrollar nuevas y mejores ramas de la producción. Esos inmensos beneficios fueron a sumar las cuentas corrientes abultadas y una parte importante de ellos se dedicaron a actividades especulativas y compra de tierras.
El fin de la Guerra Mundial provocó graves dificultades en la economía, y un resurgimiento de la lucha de clases en todo el Estado.
El desarrollo de nuevos centros y regiones industriales creó una nueva correlación de fuerzas, y favoreció la aparición de un proletariado joven y dinámico que pronto empezó a jugar un importante papel.
La tensión social, el fortalecimiento de la clase obrera y de sus organizaciones, los acontecimientos internacionales y, por encima de todo, la revolución rusa que inspiró a millones de obreros, se combinaron para estallar en la huelga general revolucionaria del verano de 1917, que pese a ser derrotada puso de manifiesto el potencial revolucionario de la clase trabajadora.
La caída sustancial de la tasa de ganancias producto de la pérdida de los mercados exteriores tras la recuperación económica de Europa, el auge de la lucha del proletariado, animado por los beneficios empresariales de la guerra y por la revolución rusa, empujaron a la burguesía a apoyar la salida militar de la Dictadura de Primo de Rivera.
La dictadura intentó proteger los intereses de los grandes capitales burgueses, acentuando el proteccionismo, y estableciendo una reglamentación económica rígida y de altos aranceles.
La dictadura aspiraba al establecimiento de un régimen corporativo, similar al existente en la Italia mussoliniana. Sin embargo, y a pesar de la colaboración que obtuvo del PSOE y la UGT, que llegó a participar en los comités paritarios compuestos por vocales patronales y obreros, y presididos por un delegado del gobierno, la dictadura tuvo que hacer frente a movimientos huelguísticos importantes, que tocaron sectores vitales de la producción.
Finalmente Primo de Rivera se enfrentó a la crisis económica con apoyos muy debilitados. La burguesía no estaba dispuesta a dejarse arrastrar por un camino que no presagiaba nada bueno. La dictadura cayó sola, sin revolución. “Esta primera etapa”, escribía Trotsky, “es el resultado de las dolencias de la vieja sociedad y no de las fuerzas revolucionarias de una sociedad nueva... El régimen de la dictadura que ya no se justificaba, a ojos de las clases burguesas, por la necesidad de aplastar de inmediato a las masas revolucionarias, representaba al mismo tiempo, un obstáculo para las necesidades de la burguesía en los terrenos económico, financiero, político y cultural. Pero la burguesía ha eludido la lucha hasta el final: ha permitido que la dictadura se pudriera y cayera como una fruta madura”.
La Monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, estaba herida de muerte. Para las masas su destino estaba ligado a la suerte de ésta. Alfonso XIII no era un personaje menos odiado que Primo de Rivera y a pesar de todo, la burguesía intentaba una y otra vez rescatar el papel de la Monarquía hasta que comprendió, por la fuerza de los hechos, que esto era imposible.
Hacia el 14 de Abril
El fin de la dictadura militar y la crisis del régimen no impidió que las altas finanzas, el gran capital empresarial y los grandes terratenientes siguieran intentando prolongar la vida de la monarquía. Sin embargo, se hacía evidente que el régimen desprestigiado era incapaz de contener el deseo de la población de liberarse de él.
Como ocurre siempre en la Revolución, el movimiento empezó a expresarse con escisiones en las capas dirigentes. En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de los acontecimientos crecía día a día. El refuerzo de los republicanos con líderes provenientes del campo monárquico, era una expresión evidente de esas divisiones.
Este fenómeno no es nuevo. Durante la Revolución Rusa de febrero de 1917, muchos de los políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso del régimen y el empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen republicano para salvar el pellejo y seguir manteniendo —o intentarlo— el poder en sus manos.
Así, los acontecimientos se fueron desarrollando con rapidez en beneficio del cambio de régimen.
Berenguer, jefe del cuarto militar de Alfonso XIII, fue encargado de salvar la monarquía y de paso a la oligarquía. En el mes de febrero de 1930 el nuevo gobierno militar estaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y el ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen, no ocultó su crisis terminal. Para muchos burgueses era obvio que la garantía del orden social era un régimen en apariencia democrático, y esto no era una baza secundaria si se trataba de calmar a las masas y lograr cierta estabilidad política. Así viejos prohombres, granados en el servilismo a la monarquía y en la represión del movimiento obrero y campesino, mandaron la chaqueta monárquica al basurero y se pusieron la republicana. Gente como Miguel Maura, o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a la república. Otros muchos siguieron su camino.
El gobierno de Berenguer, moviéndose en un terreno poco seguro, intentaba patéticamente gestos “conciliadores”, procediendo a un indulto limitado, o anunciando su intención de convocar elecciones legislativas. Pero entre bastidores, el ejército, con el general Mola a la cabeza, mantenía levantada la garrota desde la Dirección General de Seguridad.
Para desgracia de la reacción, el movimiento de oposición que se nutría del descontento creciente de los obreros y afectaba por contagio a la pequeña burguesía y los estudiantes crecía día a día. A pesar de que las condiciones para organizar una lucha seria y consecuente contra la Monarquía por parte de las organizaciones obreras, especialmente el PSOE y la UGT, estaban maduras, las vacilaciones y la política colaboracionista de sus dirigentes, permitió a los líderes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del momento y asumir la iniciativa.
Los sindicatos de UGT y la CNT participaban en gran número de huelgas pero sus direcciones no tenían una visión clara de los acontecimientos.
Los líderes anarcosindicalistas, imbuidos de prejuicios antipolíticos, actuaron de forma similar, en la práctica, a los líderes socialistas que difundían la colaboración con los republicanos. Para los teóricos del PSOE la tarea central del movimiento consistía en aupar al poder a las fuerzas republicanas para acabar con los vestigios de la sociedad feudal y liquidar políticamente la Monarquía, estableciendo un régimen parlamentario y constitucional. La cuestión del poder de las fábricas o la tierra quedaba en segundo término.
Las ilusiones de los líderes socialistas en la revolución burguesa democrática eran tantas que la alianza con los partidos republicanos burgueses se profundizó.
Así, la tarde del 17 de julio de 1930, en el Círculo Republicano de San Sebastián se dieron cita los principales dirigentes del republicanismo junto a Indalecio Prieto y Fernández de los Ríos en representación “oficiosa” del PSOE.
El objetivo de la reunión era trazar un plan de acción para proclamar la República y constituir provisionalmente un gobierno que pudiese asumir el mando de la situación.
Siguiendo la tradición de los pronunciamientos militares, el movimiento para los republicanos debería contar con la participación activa de los mandos militares afines a la causa “republicana”.
También se estableció un Comité Ejecutivo con Alcalá Zamora, Miguel Maura, Indalecio Prieto, Manuel Azaña, y otros para la organización de la acción.
En cualquier caso el movimiento obrero, como ocurrió en numerosas ocasiones a lo largo de la historia cuando se trataba de acciones organizadas por la burguesía para luchar contra el poder monárquico, no pasaba de tener un papel auxiliar.
Los líderes de UGT y PSOE, incluso de CNT se limitaron a obedecer las decisiones de ese Comité Ejecutivo sin proponer ninguna acción independiente.
Aún así las huelgas generales cre-cían en cantidad y calidad, en Barcelona, San Sebastián, Galicia, Cádiz, Málaga, Granada, Asturias, Vizcaya.
Mientras en el mitin del 28 de octubre en la plaza de toros de las Ventas de Madrid, que congregó a una enorme multitud para escuchar a los líderes republicanos, Manuel Azaña defendió explícitamente, “una república burguesa y parlamentaria tan radical como los republicanos radicales podamos conseguir que sea”. ¡Toda una declaración de principios!
La crisis del gobierno era evidente y su autoridad hacía aguas. El movimiento obrero continuaba su combate particular en numerosas huelgas económicas que rápidamente adquirieron un contenido político militante contra la Monarquía. Las reivindicaciones democráticas tomaban enorme fuerza en las filas del proletariado que ansiaba un cambio de régimen político para que sus penosas condiciones de vida también cambiaran.
El Comité Ejecutivo salido del Pacto de San Sebastián y transformado en el mes de octubre en Gobierno Provisional de la República, fijó la fecha del alzamiento contra la Monarquía para el 15 de diciembre. Sin embargo, la falta de determinación, de coordinación, la ausencia de una ofensiva obrera en las ciudades, provocó que el plan fracasara después del levantamiento militar de Jaca.
A pesar de todo, la podredumbre del Régimen era de tal magnitud que salvo la represión contra los militares alzados, que enconó y crispó aún más el ánimo de la población, fue incapaz de controlar la situación.
En una búsqueda desesperada de una salida, Berenguer propuso a comienzos de 1931 la celebración de elecciones legislativas, pero su propuesta obtuvo el rechazo no sólo del movimiento obrero sino de los líderes republicanos y de los sectores más perspicaces de la burguesía que no estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen, corriendo el riesgo de una explosión por abajo.
La “dictablanda” de Berenguer, como popular y correctamente se calificó su gobierno, entró en crisis definitiva . El Rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno urdido por el Conde de Romanones, gran terrateniente y plutócrata. El nuevo gobierno presidido por el almirante Aznar sólo escribió el epitafio de la odiada Monarquía.
La agitación estudiantil se extendió con continuas huelgas universitarias que eran reprimidas con dureza por la policía y la guardia civil mandadas por Mola. Otro tanto ocurría en el seno del movimiento obrero. La confraternización y la unidad de los obreros y los estudiantes en la calle reflejaba la enorme tensión revolucionaria que había alcanzado la situación.
El Régimen se encontraba suspendido en el aire apoyado únicamente en el aparato represivo y enfrentado al movimiento de la clase trabajadora, de los estudiantes y de la pequeña burguesía urbana. Los sectores más inteligentes de la burguesía comprendían que el final de la monarquía era cuestión de muy poco.
El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando para el 12 de abril elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una Monarquía Constitucional. Pero ya era tarde.
Sin embargo, las ansias de acabar de una vez por todas con la monarquía, de alcanzar las libertades democráticas contagiaban a toda la sociedad. El pacto de un partido obrero como el PSOE con los republicanos no hacía más que estimular el mito de la República. Incluso la CNT afectada por esta situación, no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la conjunción republicano-socialista.
A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales más atrasadas, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades.
El delirio de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos. En Barcelona Luis Companys, elegido concejal, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. En Madrid, las masas se habían echado a las calles y el 14 de abril abarrotaron las arterias centrales de la ciudad. Miles de obreros venidos de todos los rincones llenaban la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, todo el centro de Madrid.
Finalmente, el gobierno provisional republicano entró en la sede de Gobernación y a las ocho y media de la noche, Alcalá Zamora proclamó la República. Un cuarto de hora después, por la puerta trasera del Palacio Real que da al Campo del Moro, Alfonso XIII salía en automóvil, acompañado por el Duque de Miranda camino del destierro.
La primera fase de la revolución española había culminado con la caída de la Monarquía. El nuevo régimen republicano tenía ante sí la tarea de transformar el país, crear una base democrática al débil capitalismo español y modernizar sus estructuras económicas.
Sin embargo la burguesía española que tanto luchó por prolongar la vida de la monarquía, aceptó a regañadientes la llegada de la República, y desde el comienzo intentó transformar la situación en su propio beneficio.
La revolución por etapas
Los dirigentes del PSOE y la UGT que conformaban en 1931 las organizaciones obreras más importantes seguían al dictado las viejas fórmulas de la socialdemocracia en la revolución democrática.
Para Indalecio Prieto, Besteiro e incluso Largo Caballero, la naturaleza del movimiento revolucionario que acabó con la monarquía era burguesa. La burguesía tendría la oportunidad de llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra, Francia o Alemania se habían llevado hacía mucho tiempo.
La reforma agraria con la destrucción de la vieja propiedad terrateniente, herencia del legado feudal, y la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas, que fuese la espina dorsal del régimen en el campo. La separación de la Iglesia y el Estado, estableciendo el carácter laico y aconfesional de la República y terminando con el poder económico e ideológico del clero.
El desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese competir en el mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y completado con una red de transportes avanzada.
La resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y Galicia, para neutralizar las tendencias independentistas, integrando al nacionalismo en la tarea de la construcción de un estado moderno.
La creación de un cuerpo jurídico que velara por las libertades democráticas, de reunión, expresión y organización, sin las cuales era imposible dar al régimen su apariencia democrática.
Tales eran entre otras las tareas que según los dirigentes del movimiento socialista debía asumir la burguesía republicana. Las realizaciones socialistas sólo podrían acometerse después de la consolidación del régimen democrático. La revolución democrático burguesa antecedía a la revolución socialista, por eso el proletariado y su dirección debían permanecer como fiel aliado de la burguesía en su lucha por modernizar el país.
El esquema de la revolución por etapas que constituía el enfoque teórico de los líderes socialistas españoles, no era más que una copia de la política del menchevismo ruso, o de los líderes de la socialdemocracia alemana, de los Ebert, los Schiedmann y Noske que aplastaron la revolución espartaquista de 1918.
Y este mismo programa político que fue combatido a sangre y fuego por el bolchevismo ruso en octubre de 1917, fue después utilizado a fondo por el estalinismo para descarrilar definitivamente la revolución española.
Con la proclamación de la república, las masas esperaban derechos democráticos reales, pero no solo eso. Las aspiraciones de millones de hombres y mujeres oprimidos y postrados durante decenios y que ahora habían intervenido directamente en los acontecimientos, no podían ser satisfechos sólo con discursos y declaraciones. La República, exigían los obreros y campesinos, debía suponer un cambio sustancial en sus vidas.
Sin embargo, estos deseos de cambio chocaron una y otra vez con los intereses de clase de la burguesía: cualquier reforma, cualquier concesión mínima a las masas, afectaba a los intereses de la clase dominante, a sus beneficios y por tanto a su posición. La burguesía española estaba dispuesta a tolerar las formas democráticas sólo en la medida que sirviesen para defender sus intereses de una forma más eficaz y frenar el empuje de las masas. Si eso no se lograba y la democracia se convertía en un obstáculo, la burguesía no dudaría en encontrar otro camino para mantenerse en el poder. Pero, ¿quién constituía la clase dominante en el Estado español?
Una leyenda política, inspirada por el estalinismo para justificar su papel en la Revolución, especialmente después del triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, intenta establecer una diferenciación entre la gran burguesía ligada a la oligarquía financiera y los terratenientes, y una burguesía nacional democrática interesada en la modernización del país, pero una división de este tipo no encontraba una justificación material, ni histórica.
La burguesía española se había formado sobre la base de un capitalismo débil, atrasado y dependiente de los monopolios extranjeros. Si queremos establecer alguna comparación, la burguesía española y la rusa compartían muchos rasgos: nunca fueron una clase revolucionaria.
Sus tímidos intentos por jugar un papel independiente de las clases ligadas al antiguo régimen nobiliario, fracasaron rotundamente. La clase dominante española estaba integrada y formada por la burguesía comercial e industrial del norte y este español, la burguesía agraria y ganadera, y los terratenientes. Era una clase vinculada a la monarquía por intereses comunes. De hecho las representantes del capital financiero y de la industria siempre compartieron con los grandes propietarios de tierra el poder político en el gobierno monárquico.
Este desarrollo de la burguesía como clase, se explica por el carácter desigual del capitalismo español que como en Rusia tuvo un carácter peculiar.
Mientras en el campo, se localizaban millones de jornales y la gran propiedad terrateniente, herencia del pasado feudal, era dominante, existían auténticas concentraciones proletarias en Euskadi, Catalunya o Asturias.
Terratenientes y burgueses
El 70% de la población se encontraba en el medio rural, la mayoría en condiciones penosas, con hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera, con sueldos de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en paro de 90 a 150 días al año2.
La posición de la agricultura en la economía nacional era decisiva. Aportaba el 50% de la renta nacional y constituía 2/3 de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy primitivos y la existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes obviasen la introducción de maquinaria moderna.
Las exportaciones agrícolas tuvieron un período de expansión entre 1914-1918, coincidiendo con la I Guerra Mundial, sin embargo, la situación se convirtió en su contrario al final de la guerra por la recuperación de las economías europeas, a lo que se sumó la competencia de las exportaciones agrícolas provenientes de Latinoamérica.
La pequeña propiedad agraria de menos de 10 hectáreas de superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas; las medias y grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. Incluso estos datos tomados del catastro de 1931 no pueden ocultar la realidad en el centro, sur y oeste de la península donde más de 2 millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.
La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El Conde de Romanones, era uno de los grandes terratenientes de España, cuyas propiedades se extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era concesionario de la producción de mercurio, principal accionista de las minas del Rif, de Peñarroya, de los ferrocarriles, ligados a los capitales franceses, presidente de la SA de Fibras Artificiales. Como él, había centenares de individuos que poseían la mayoría de la riqueza del país.
Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba la burguesía nacional progresista? Sencillamente no existía, algo que quedó claro en el levantamiento fascista del 18 de julio, armado, financiado y organizado por los capitalistas para defender su poder y su propiedad.
El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria.
Por otra parte el capital extranjero había penetrado profundamente en la economía española y dominaba incluso sectores productivos y de las comunicaciones, de carácter estratégico para el desarrollo del país.
El clero y el ejército
La clase dominante contaba con el clero y el ejército, la espada espiritual y la real que tan buenos servicios jugaba en beneficio de la reacción.
En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno componían el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. Pero estos datos eran en realidad muy incompletos puesto que 7 diócesis de las 55 existentes se negaron a elaborar la encuesta. Las cifras podrían rondar los 80.000-90.000 miembros del clero secular y regular en 1931. Sin embargo, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181.
El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas, consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros. El presupuesto de la Iglesia Católica ascendía en 1930 a 52 millones de pesetas, y sus miembros más destacados vivían en condiciones de lujo insultante. El Cardenal Segura tenía una renta anual de 40.000 pesetas; el de Madrid-Alcalá, 27.000; los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre 20 y 22.000 pesetas al año. La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden social.
Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la primera terrateniente del país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y bienes era de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones —pero los peritos encargados del catastro lo evaluaron en 129 millones—. A esto hay que añadir los patronatos eclesiásticos dependientes de la corona (cuyo capital representaba 667 millones), y los títulos de renta al 3% concedidos a la Iglesia como “compensación” por la desamortización del siglo anterior.
Pero había más. En lo referido a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931 que se refería tan sólo a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones en las rurales.
Quién puede dudar que la Iglesia representaba para millones de hombres y mujeres el poder que los condenaba a una existencia miserable. La furia de la población contra el poder eclesiástico, contra el terrateniente y el burgués tenía su plena justificación en estas cifras.
El brazo armado de la burguesía, el Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa.
Los oficiales seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos. “En el país del particularismo y del separatismo”, escribía Trotsky, “el ejército ha adquirido, por la fuerza de las cosas, una importancia enorme como fuerza de centralización y se ha convertido, no sólo en el punto de apoyo de la monarquía, sino también en el conductor del descontento de todas las fracciones de la clase dominante y ante todo, de su propia clase: la oficialidad…”3.
Este era el cuadro de la burguesía española. Cabía pues preguntarse qué reforma de importancia en beneficio de una población sometida podía realizarse sin atacar el poder de los grandes empresarios, los terratenientes, la Iglesia o el Ejército. La respuesta la dieron los propios acontecimientos.
La perspectiva de los dirigentes reformistas del PSOE y la UGT de que las tareas de “modernizar la sociedad”, es decir, mejorar las condiciones de vida de las masas, estaban al margen de la lucha por el socialismo, resultaron falsas de principio a fin.
La burguesía no podía acometer las tareas de la revolución democrática por la sencilla razón de que eso hubiese significado acabar con la estructura social, económica y política que era la fuente de sus ingresos, privilegios y poder. Las tareas de la revolución democrática sólo podían ser llevadas a cabo por la clase obrera en una lucha irreconciliable contra la burguesía. Pero para alcanzar y mantener esas reformas el proletariado tendría que llevar a cabo medidas socialistas: sin expropiar a los grandes terratenientes, a los grandes bancos y consorcios empresariales, a los monopolios extranjeros, y poner la economía bajo control de los trabajadores para su planificación democrática, era impensable esperar cambios substanciales. Las tareas democráticas y las socialistas se ligaban y se interrelacionaban, igual que en Rusia en 1917.
Esta es la explicación del fracaso constante de la pequeña burguesía republicana y sus líderes políticos en su política reformista. Sin más programa que las libertades políticas, los republicanos no tenían ninguna intención de cambiar el orden social, ni la estructura económica.
Toda la práctica posterior demostró de forma evidente que Azaña, Lerroux, Alcalá Zamora y todo el resto de dirigentes republicanos, temían más la acción independiente del proletariado y la revolución social que cualquier otra cosa. En todos y cada uno de los terrenos clave de la política y la economía capitularon ante las exigencias de la burguesía.
La política fracasada del gobierno Republicano-Socialista
Las elecciones a Cortes Constituyentes fueron convocadas el 28 de junio de 1931 y si bien tenía enormes fallos antidemocráticos: la mujer no votaba, el derecho al voto sólo lo podían ejercer los varones mayores de 23 años, los resultados electorales constataron un triunfo arrollador de las candidaturas republicano socialista. El despertar de las masas a la vida pública se tradujo en el terreno electoral con la ratificación de los dirigentes que les prometieron el cambio4.
La derecha se afianzó especialmente en las provincias agrarias de Castilla y Navarra; de hecho los tradicionalistas carlistas del norte establecieron, nada más proclamarse la República, sus planes de armamento dirigidos por el general Orgaz y el banquero Urquijo.
El Gobierno de la Conjunción que contaba con la participación del PSOE, tenía ante sí una enorme responsabilidad, pero todos sus intentos reformistas se transformaron en escaramuzas parlamentarias. Incapaces de acabar con el poder de la burguesía, el freno decisivo a la modernización del país, se enfrentaron al movimiento de los trabajadores y especialmente a los jornaleros que no se conformaron con los debates parlamentarios: su sed de tierra no podía esperar.
La agitación obrera en favor de la jornada de 8 horas, de incrementar salarios, de subsidio de paro y de reformas agrarias se extendió formidablemente. El 1º de Mayo puso de manifiesto esta nueva correlación de fuerzas. En Madrid más de 100.000 personas desfilaron encabezadas por los ministros y dirigentes socialistas.
Una de las asignaturas pendientes y urgentes del nuevo gobierno era democratizar el ejército y depurarlo de elementos reaccionarios. La única forma de lograrlo era destituir a toda la casta de oficiales y sustituirlos por otros reclutados entre la tropa, y elegidos por los soldados. Las academias militares debían depurarse también a través del control por parte de los sindicatos obreros para garantizar la formación democrática de sus mandos.
Al cabo de varios meses, Azaña no hizo nada por emprender la depuración del ejército, todo lo más se limitó a una “proposición de caballeros”, favoreciendo el retiro de aquellos mandos que no querían jurar fidelidad a la República, pero con la garantía de que seguirían percibiendo la totalidad de su sueldo.
Muchos oficiales aprovecharon la oportunidad para conseguir un retiro dorado, pero muchos otros, reaccionarios de la peor especie, estamparon su firma de servicio a la República y continuaron en sus puestos: “Un fiel colaborador del general Franco ha dicho refiriéndose a aquel momento: ‘muchos le preguntaban si debía solicitar el retiro. Franco les respondió: ¡No! Mucho más útiles a España seréis dentro del ejército”5.
Pero por otro lado, el proyecto de Constitución que ratificaba el carácter burgués de la República, presentaba un escollo para la derecha más reaccionaria, el referido a la extinción del presupuesto de culto y clero, y el límite que se imponía a la Iglesia sobre su control omnipresente de la enseñanza. Este aspecto fue la señal que utilizaron reaccionarios “republicanos”, como Alcalá Zamora, Presidente del Gobierno y Miguel Maura para dimitir.
Hecho que no impidió que después de la ratificación de la Constitución en el parlamento el 9 de diciembre, fuese elegido como el primer Presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora con 362 votos de un total de 410.
Reforma Agraria
El odio de las masas a los símbolos de su opresión quedó patente en la reacción que hubo durante las semanas posteriores a la proclamación de la República con la quema de conventos.
El gobierno republicano, que lanzó a la guardia civil contra los trabajadores anticlericales había reflexionado. Miguel Maura, el ministro de Gobernación, llamó a los jefes de la Guardia Civil para: “garantizarles que se habían acabado las claudicaciones de autoridad”. Las huelgas generales se extendían: Pasajes, huelga minera en Asturias, en Málaga, Granada, en Telefónica (todas entre mayo y junio).
Pero donde el gobierno republicano chocó con un obstáculo insalvable fue en la Reforma Agraria.
Los jornaleros españoles tenían una gran tradición de luchas contra la propiedad terrateniente. Precisamente en esta cuestión, la burguesía española siempre había revelado su carácter contrarrevolucionario: nunca levantó la bandera de la Reforma Agraria de forma consecuente, y cuando los obreros agrícolas se lanzaban periódicamente a ocupar tierras, la burguesía lejos de encabezar las aspiraciones del campesinado contra el viejo latifundio, se unía a la nobleza y la Monarquía en la represión del movimiento jornalero.
La explicación de esta actitud contrarrevolucionaria ya la hemos dado antes: terratenientes y burgueses eran lo mismo, tenían intereses comunes, privilegios comunes y compartían un mismo poder político.
La sed de tierras del campesinado por el contrario no podía esperar, y las ocupaciones se sucedían. En Andalucía, Extremadura, Castilla y León, Rioja. Muchas de estas ocupaciones terminaron con una represión sangrienta.
Mientras el gobierno debatía con lentitud exasperante el proyecto de reforma agraria en el Parlamento, la presión de los acontecimientos, y la sublevación de Sanjurjo en Sevilla, en agosto de 1932, aplastada por la huelga general de los obreros sevillanos, provocó la aceleración del debate y la promulgación final de un proyecto que no afectaba a la gran propiedad terrateniente.
La ley establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación, eso sí, mediante el pago de indemnización que tenía además por base la declaración hecha por sus propietarios.
Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya administración dependía no de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes6. La reforma agraria se dejaba en manos de los terratenientes y la banca. Así entendía el gobierno republicano burgués su política reformista.
El proyecto además, obviaba el problema de los minifundios, que obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el problema de los arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo.
El fracaso más palpable de este proyecto es que en fecha del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma Agraria, había distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas de más de 250 hectáreas que ocupaban una extensión de más de 6.892.000 hectáreas se puede afirmar que los terratenientes seguían controlando el campo a su antojo.
Sólo 100 nobles disponían de un total de 577.146 hectáreas, y esas propiedades, dos años después continuaban intactas7.
El proyecto de reforma agraria favoreció la hostilidad de los jornaleros frente al gobierno de la República. Las ocupaciones y la lucha contra el latifundio se extendió.
Como ya hemos explicado, ante tal concentración de tierras en manos de terratenientes, la única reforma agraria posible pasaba por la expropiación forzosa de los latifundios sin indemnización, y para promover el desarrollo de la agricultura debía acometer también la expropiación de la banca para proveer de créditos sin interés a las explotaciones cooperativas campesinas cara a la modernización del utillaje y la producción.
Nada de esto se hizo, y los jornaleros instintivamente buscaban en la acción directa la solución a sus problemas. La conciencia revolucionaria y colectivista era impulsada por el propio gobierno.
Los derechos democráticos
En otros terrenos la actitud del gobierno republicano-socialista pasó de sus proclamas reformistas a la ejecución de medidas contrarreformistas.
Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de fincas, el gobierno aprobó la ley de defensa de la República que entre otras lindezas planteaba la prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar irracionalmente a trabajar y promover huelgas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la Guardia Civil, se emplearon a fondo en la represión, especialmente en el campo.
En lo referido a la Iglesia si la constitución aseguraba formalmente la separación de la Iglesia y del Estado, lo que acabó con las subvenciones directas, el control del que siguió disfrutando sobre la educación le garantizó un buen nivel de ingresos. Aunque se acordó la expulsión de la Iglesia de los colegios en un “plan de larga duración” y la disolución en 1932 de la orden de los jesuitas, se les concedió todas las oportunidades para transferir la mayor parte de sus bienes a particulares y otras órdenes.
En lo que se refiere a la cuestión nacional y las posesiones coloniales, el Gobierno de Conjunción concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía basándose en el carácter “reaccionario” del nacionalismo vasco.
El gobierno republicano-socialista que no concedió el derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias como antes había hecho la Monarquía. En Marruecos su posición imperialista enfrentaba a la República al movimiento independentista.
La pequeña burguesía republicana y sus aliados socialistas no fueron capaces de llevar a cabo ni una sola tarea de la revolución democrática. Capitularon ante el poder de la burguesía, el clero y el terrateniente y se enfrentaron precisamente con la clase que les había instalado en el gobierno: los trabajadores y los jornaleros.
La polarización creciente se transformaba en continuos choques entre los huelguistas obreros y los jornaleros con la Guardia Civil.
En este contexto la reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas, empezó a levantar cabeza, primero con el intento de golpe de estado de Sanjurjo, después en el parlamento cuando los monárquicos y católicos se atrevieron a utilizar demagógicamente la represión contra los obreros y los campesinos, especialmente el asesinato de 20 jornaleros, por la Guardia Civil en Casas Viejas (Cádiz), para atacar al gobierno.
El proletariado y sus organizaciones
El movimiento socialista (PSOE, UGT y Juventudes Socialistas) constituía el destacamento más importante de la clase obrera española.
Los procesos generales en la sociedad se reflejaban constantemente en el partido. La frustración del proletariado y de miles de campesinos con la política diseñada por los dirigentes socialistas en el gobierno, alimentó el descontento. En octubre de 1932 durante la celebración del XIII Congreso del PSOE, se manifestó en el intento de romper la coalición gubernamental. La oposición sin embargo no era lo suficientemente clara y firme: necesitaba de acontecimientos.
A pesar de todo, las líneas del enfrentamiento y los actores que lo protagonizaron se dibujaron en ese período; Largo Caballero empezó a emerger como el líder del ala de izquierdas, mientras que Besteiro y Prieto se consolidaron como los garantes de las posiciones reformistas en el partido y en el sindicato.
El PSOE contaba con unos 80.000 afiliados y la UGT con más de un millón, de los que 400.000 pertenecían a la FTT.
En el anarquismo, la CNT superaba el millón doscientos mil afiliados, y su política de hostilidad hacia el gobierno de coalición, se desarrolló inmediatamente. La agitación campesina y el enfrentamiento permanente con el gobierno republicano alimentaron las tendencias hacia el apoliticismo, dando alas a los sectores faístas que defendían la acción directa más radical.
El desarrollo del Partido Comunista
La Revolución Rusa de Octubre tuvo una influencia extraordinaria en las filas de la clase obrera y del campesinado del Estado español. Al igual que en toda Europa, la formación del primer estado obrero de la historia, animó la lucha de los trabajadores y sacudió a sus organizaciones posicionándolas inmediatamente ante los acontecimientos rusos.
En la CNT surgieron corrientes de apoyo que se concretaron con la adhesión temporal de la central anarcosindicalista a la III Internacional. Pero fue precisamente en las filas del PSOE donde el apoyo a la Revolución de Octubre y al programa del marxismo revolucionario levantado por el bolchevismo, fue mayor.
El PCE surgió de las filas del movimiento socialista, PSOE y JJSS, en un proceso similar al de otros partidos comunistas de Europa.
Los obreros y los jóvenes socialistas más avanzados contemplaban cómo todas las ideas por las que habían luchado, ellos y la generación anterior, triunfaban en Rusia gracias a la dirección del bolchevismo. Esto supuso una atracción colosal para ellos. Las corrientes procomunistas agruparon a la flor y nata de los militantes del movimiento socialista. A pesar de todas las dificultades, pronto se desarrollaron las bases que darían lugar al Partido Comunista.
De manera tortuosa después de dos escisiones que dieron lugar primero, al Partido Comunista Español y más tarde al Partido Comunista Obrero Español, el movimiento procomunista se unificó definitivamente el 15 de marzo de 19228.
El desarrollo del PCE está íntimamente vinculado a la vida de la III Internacional, surgida en 1919 como el instrumento de la revolución internacional.
El PCE, a pesar de no rebasar en militancia al PSOE, contó con un apoyo considerable en zonas industriales claves como Vizcaya, Asturias y áreas jornaleras de Andalucía, en la provincia de Córdoba y Sevilla.
Todas las condiciones para el crecimiento del Partido Comunista eran favorables. Sin embargo, su desarrollo y fortalecimiento se vio obstaculizado por la escasez de cuadros preparados y especialmente por las consecuencias de la política de la III Internacional estalinizada.
Bajo la dictadura de Primo de Rivera el PCE recibió los golpes de la represión que mermarían constantemente su dirección y su capacidad de acción. En aquel momento el aislamiento del partido, obligado a la actividad clandestina, contrastaba con la permisibilidad de la que gozaba el PSOE, obtenida a costa de las concesiones realizadas a la dictadura.
En cualquier caso el desarrollo del PCE sólo podía provenir de una intervención paciente en los acontecimientos, orientando su acción especialmente a la base del movimiento socialista, de donde debía y podía reclutar los mejores obreros que se encontraban bajo la influencia de los dirigentes reformistas del PSOE. La formación de cuadros, la conquista de posiciones en el movimiento sindical, la defensa del Frente Único contra la dictadura, tenían que ser las tareas centrales del partido. Esta es precisamente la orientación que Lenin aconsejaba a los jóvenes Partidos Comunistas de la III Internacional.
La III Internacional
La muerte de Lenin en 1924, y el aislamiento del Estado obrero ruso, tras el fracaso de la Revolución Alemana en 1919 y 1923, la Guerra Civil que acabó con las energía y la vida de miles de los mejores comunistas rusos en los frentes de batalla, la desmovilización de cinco millones de hombres del ejército rojo; todos estos elementos unidos al atraso material y el empobrecimiento de las industrias y la agricultura soviética, crearon las condiciones materiales para el surgimiento de una casta burocrática en el seno del partido y la III Internacional.
Engels escribió en el Anti-Dühring: “…cuando desaparezcan al mismo tiempo el dominio de las clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos que nacen de esa lucha, ya no habrá nada que reprimir y la necesidad de una fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado…”.
Sin embargo, en la Rusia Soviética de 1924, la lucha por la existencia individual era todavía una penosa realidad. La nacionalización de los medios de producción no suprimió automáticamente la lucha por la existencia individual. En aquellas condiciones el Estado obrero en Rusia no podía conceder todavía a cada uno lo necesario y se veía obligado a incitar a todo el mundo a que se produjese lo más posible.
Después de un período de sacrificios colosales, de esperanzas e ilusiones en el triunfo revolucionario europeo, el péndulo giró, y el reflejo de la actividad de la clase obrera rusa, el agotamiento de sus fuerzas, favoreció la conformación de un aparato burocrático: “la joven burocracia formada primitivamente para servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases y adquirió una autonomía creciente”. (León Trotsky, La Revolución Traicionada).
Una nueva generación de militantes se unió a otra más vieja que soportaba las presiones del atraso social. Las filas del Partido Comunista Ruso nutrían la de los funcionarios que fueron despegándose de forma creciente de las masas y apoyadas en su posición se aprovechaban de las escasas ventajas materiales. Las dificultades externas e internas alimentaban este proceso, donde la confianza en la victoria revolucionaria iba sustituyéndose por la adaptación a la nueva situación. La naciente burocracia pronto cristalizó su programa político.
El socialismo en un solo país
“Mientras nuestra república soviética siga siendo una isla en el conjunto del mundo capitalista, sería una fantasía, una utopía ridícula, pensar en nuestra total independencia económica y en la desaparición de todo el peligro”. (Lenin, Discurso en la reunión de secretarios de cédula en Moscú).
Así se expresaba Lenin en 1918, y añadía: “ustedes saben bien, hasta qué punto el capital es una fuerza internacional, hasta qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más superpotentes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente, por qué es imposible batir al capitalismo en una sola parte. Se trata de una fuerza internacional, y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos contra los gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el poder de los soviets en noviembre de 1917, nunca dejamos de mostrar a los obreros que la tarea esencial, la condición fundamental de nuestra victoria residía en la extensión de la Revolución cuando menos en algunos países avanzados” (Lenin, Discurso en el VIII Congreso de los soviets de Rusia, el subrayado es nuestro).
La posición internacionalista de Lenin, no podía ser mas tajante. Lenin y los bolcheviques, nunca albergaron la mínima ilusión en la construcción nacional del socialismo. Su posición internacionalista partía precisamente de una consideración del capitalismo como sistema mundial. Pero esta posición internacional de la revolución, fue sustituida por Stalin y otros dirigentes, por la política estrecha, nacionalista y antimarxista del “socialismo en un solo país”, que se adaptaba perfectamente como cobertura ideológica a las necesidades materiales de la naciente burocracia.
“¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país? Significa la posibilidad de resolver las contradicciones entre el proletariado y el campesino con las fuerzas internas de nuestro país, contando con las simpatías y el apoyo de los proletariados de los demás países, pero sin que previamente triunfe la revolución proletaria en otros países”. (Stalin, Cuestiones del leninismo).
La posición de Stalin negaba todas las ideas, toda la política defendida por Lenin, Trotsky y otros viejos dirigentes comunistas, pero se adaptaba, servía perfectamente a los intereses burocráticos de la nueva casta de funcionarios. Con la nueva teoría, ya no se trata de apoyar a la clase obrera mundial, de estimular la acción revolucionaria de los obreros europeos, americanos o de cualquier rincón del planeta. El objetivo, por el contrario, es no molestar, no interferir en la “construcción burocrática” del socialismo en Rusia.
El dominio de la burocracia estalinista dentro del partido no fue inmediato. Fortalecidos por el fracaso revolucionario en occidente, apoyados en el reflujo de las masas rusas sometidas a condiciones extremas, Stalin y la burocracia libraron una lucha intensa por separar, expulsar, y más tarde aniquilar a cientos de miles de comunistas que se oponían firmemente al nuevo rumbo político. Stalin libró una “guerra civil unilateral” contra el sector leninista del partido. Todos los viejos camaradas de armas de Lenin fueron depurados, encarcelados y, la mayor parte, fusilados. En 1939, del viejo Comité Central del Partido Bolchevique que protagonizó la revolución de Octubre, sólo tres permanecían vivos: Stalin, Kollontai y Trotsky; éste último sería asesinado el 20 de agosto de 1940 por Ramón Mercader, miembro de la policía política estalinista (GPU).
Esta depuración se extendió al conjunto de la Internacional Comunista, que se trasformó, hasta su liquidación final en 1943, en una sucursal de la política y los intereses inmediatos de la burocracia rusa.
La política de Stalin, caracterizada por continuos zigzags en los que se pasaba de la posición más ultraizquierdistas a la colaboración de clases, y la política reformista más extrema, respondía a las necesidades de mantener los privilegios materiales, los ingresos y el prestigio de la casta burocrática y evitar como luego analizaremos, el triunfo de la revolución socialista, que podía inspirar a los obreros rusos y amenazar el poder burocrático.
El proceso de degeneración política del Partido Comunista Ruso, se manifestó de inmediato en la III Internacional y en sus secciones nacionales. Obviamente el Partido Comunista Español no fue una excepción.
Tras el V Congreso de la IC celebrado del 17 de junio al 8 de julio de 1924, y especialmente el VI Congreso de 1928, los nuevos dirigentes de la Internacional abandonarían las posiciones anteriores elaboradas por Lenin sobre el frente único, y apoyándose en el fracaso de la insurrección revolucionaria de octubre de 1923 en Alemania, establecieron un giro ultraizquierdista a su política.
En el contexto de estabilización temporal del capitalismo en Europa y de ascenso del fascismo, los dirigentes de la IC elaboraron la famosa doctrina del socialfascismo: “El fascismo y la socialdemocracia son dos aspectos de un solo y mismo instrumento de la dictadura del gran capital”.
Los militantes comunistas habían resistido abnegadamente la represión de la dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, todos sus sacrificios, los encarcelamientos sufridos, el exilio de muchos cuadros, eran malogrados por las consecuencias de la postura ultraizquierdista de la Internacional Comunista. Esto explica que hacia 1925 el PCE no contara con más de 300 militantes.
Aunque en 1927 el PCE aumentó sensiblemente sus efectivos con el ingreso colectivo de la mayor parte de la CNT sevillana, con gran implantación entre la clase obrera de la provincia, la incomprensión política del movimiento popular que se estaba destacando contra la monarquía, la política ultraizquierdista del socialfascismo, la postura escisionista de los dirigentes del PCE en la UGT y la CNT, con la construcción de los Sindicatos Rojos, les conducía inevitablemente a su separación de las masas.
La desorientación que sufría la dirección del PCE respecto a la naturaleza de los acontecimientos tuvo su expresión más acabada durante las jornadas que culminaron en la proclamación de la República.
Cuando los trabajadores, por fin, habían logrado acabar con la monarquía y la conquista de los derechos democráticos despertaba grandes ilusiones entre las masas populares, los dirigentes de la IC consideraban la llegada de la República como un hecho sin apenas significado, impulsando a los dirigentes del PCE a lanzarse a la agitación pública contra la República y a favor de los Soviets. Esta política separó a los militantes comunistas de la masa de la clase trabajadora.
Europa en crisis
El final de la primera guerra imperialista (1914-1918), no sólo abrió un período revolucionario en el continente europeo, también significó un nuevo reparto del mundo, el surgimiento de nuevas aspiraciones imperialistas y más opresión para los pueblos del viejo continente y las colonias.
El Tratado de Versalles que establecía las condiciones en que Alemania tenía que pagar las reparaciones económicas a las potencias vencedoras, fue un nuevo ejercicio de saqueo de los imperialistas franceses, británicos y americanos: más de 6.000 millones de libras esterlinas, que tendrían que salir del duro trabajo de los obreros y campesinos alemanes.
A pesar de todo, la paz imperialista de Versalles no resolvió ninguno de los problemas fundamentales del capitalismo mundial.
Aunque la burguesía europea se apoyó en la masiva destrucción de fuerzas productivas provocadas por la guerra y el fracaso revolucionario europeo después de octubre para desarrollar la economía y revitalizar temporalmente la situación, todas las contradicciones de la sociedad rebrotaron rápidamente.
La recuperación económica de 1925-1929, presentaba elementos de mucha incertidumbre. El crecimiento de la producción europea hasta 1925 mantuvo un ritmo regular, pero no aumentó en relación a los niveles de la preguerra. Europa se encontró pronto en una situación de debilidad creciente en el mercado mundial frente a EEUU y Japón, desarrollaron una potente industria de bienes de equipo y consumo con tasas de productividad muy elevadas. En 1929, EEUU exportaba tres veces más automóviles particulares y vehículos comerciales que Gran Bretaña, Francia, Alemania o Italia juntos. Ese mismo año las exportaciones de maquinaria americana eran dos veces y media superiores a las de 1913.
La lucha por el mercado mundial se agudizó forzando los enfrentamientos interimperialistas. Como en la actualidad, el problema surgía del obstáculo que para el desarrollo de las fuerzas productivas, suponía la propiedad privada de los medios de producción y la camisa de fuerza del Estado nacional.
Los capitalistas franceses e ingleses, intentaban superar las limitaciones del mercado mundial, explotando con dureza a sus colonias africanas y asiáticas, y exigiendo a Alemania hasta el último marco de las indemnizaciones fijadas en Versalles. Sin embargo, todo esto era insuficiente para competir frente a EEUU y Japón.
En 1929 los mercados estaban saturados por una enorme producción que no encontraba salida. A la crisis de sobreproducción se sumó otro fenómeno característico del capitalismo imperialista: el dominio del capital financiero sobre la economía real. En EEUU la especulación no dejaba de aumentar a un ritmo muy superior al de la producción industrial y agrícola, donde gracias al crédito, la economía americana, como Marx explicó, traspasó sus límites naturales. Cuando se produjo la recesión de la economía real norteamericana como consecuencia de la sobreproducción mundial, provocó una auténtica explosión del entramado bursátil.
Entre septiembre y octubre de 1929 cerca de 30 millones de acciones afluyeron al mercado a bajo precio; en pocos días las cotizaciones perdieron 43 puntos, acabando con las ganancias de todo el año. Todo el sistema bancario se hundió arrastrando a la producción: en 1929 quebraron 542 bancos, en 1930, 1.354 y en 1931, 2.298. Para hacer frente a la situación, los bancos norteamericanos repatriaron capitales de Europa, provocando el colapso del sistema crediticio en Austria y Alemania, que dependían de esos capitales. Toda la economía europea se vio violentamente sacudida.
La producción industrial de las potencias capitalistas se desplomó: en 1932 era un 38% menos que en 1929. Entre 1919 y 1932 los precios de las materias primas en el mercado mundial descendieron más de la mitad. En 1932 el comercio mundial de productos manufacturados era sólo un 60% del de 1929.
Frente al colapso económico, las burguesías nacionales reaccionaron reduciendo drásticamente los créditos al exterior, con medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas de las monedas para favorecer las exportaciones en una lucha sin cuartel por los mercados exteriores. Pero estas medidas profundizaron aún más la crisis abriendo un nuevo período de paro masivo, inflación y empobrecimiento del campo que agudizó la lucha de clases.
El avance del fascismo
Los años 30 constituyeron un período de lucha revolucionaria de la clase obrera, cuando país tras país, el capitalismo se tambaleó por el movimiento decidido de los trabajadores.
Sin embargo, las aspiraciones socialistas del proletariado europeo no encontraron su medida en las direcciones socialdemócratas y estalinistas.
En Alemania la situación económica era desesperada. Al saqueo al que fue sometida por las potencias vencedoras de la I Guerra Mundial, se unió los efectos de la depresión económica. El paro aumentó de manera explosiva, —en 1933 se alcanzaban los 7 millones de desempleados—; se desató la hiperinflación, el campesinado se arruinaba…
En estas condiciones, la profundidad de la crisis decidió a los capitalistas a rechazar cualquier reivindicación económica de los trabajadores, en la medida que amenazaba su tasa de beneficios. La lucha por la apropiación de la plusvalía, por el máximo beneficio, entraba en contradicción para los capitalistas alemanes con el respeto a las conquistas del proletariado, incluidas las libertades democráticas.
En el terreno político, el régimen parlamentario de la República de Weimar se resquebrajaba, pero las organizaciones obreras, el SPD (Partido Socialdemócrata Alemán), y el KPD (Partido Comunista), que contaban con una enorme fuerza carecían de un programa y una orientación marxista.
La dirección socialdemócrata, principal sustento del régimen burgués, no podía frenar al movimiento obrero, ni resolver la profunda crisis social. Esto daba enormes oportunidades al KPD.
Pero el Partido Comunista Alemán, también sufrió las consecuencias de la degeneración burocrática de la URSS y la estalinización de la IC, que en su VI Congreso de 1928, ratificó la política ultraizquierdista del “socialfascismo”.
Los dirigentes del KPD bajo la dirección de Stalin, se negaron a realizar una política de frente único para frenar el avance del nazismo; renunciaron a combatir al partido nazi con los métodos de la Revolución Socialista, y su política sectaria centrada en ataques permanentes a la socialdemocracia, que todavía contaba con el apoyo de millones de obreros honestos, confundió a la clase trabajadora, y fortaleció la influencia de los líderes socialdemócratas.
Los dirigentes estalinistas fueron incapaces de orientarse en los acontecimientos porque no comprendían la auténtica naturaleza del fascismo.
Una amenaza para el movimiento obrero
La posición del estalinismo ante el fascismo fue cambiando según se desarrollaron los acontecimientos. Para los dirigentes oficiales de la IC en 1928, fascismo y socialdemocracia eran las dos caras de la dictadura del capital. En 1935, tras el abandono de la política del socialfascismo y la definición de la nueva táctica frente populista, el fascismo que era una forma particular de reacción de un sector de la burguesía imperialista, podía ser combatido por el acuerdo de las “fuerzas democráticas”, de todas las clases sociales interesadas en frenar a este sector de la burguesía y defender la “democracia”.
En una pirueta de 180 grados, los estalinistas sustituyeron la táctica del socialfascismo por la colaboración de clases con la burguesía “democrática” para frenar y combatir al fascismo.
Si adoptamos un punto de vista marxista, el fascismo en esencia era la respuesta política del capital industrial y financiero europeo, ante el peligro de la revolución y el colapso de la sociedad burguesa.
Ninguna clase dominante abandona la escena de la historia voluntariamente, sin una lucha intensa. La burguesía europea era consciente de que las formas democráticas (la democracia parlamentaria) suponían un modo de dominación más eficaz, más aceptable para las masas que otras donde el carácter de clase de la dominación se hacía más evidente. Mientras las “libertades democráticas” no entren en contradicción con la propiedad burguesa de los bancos, la industria y la tierra pueden ser perfectamente toleradas.
En la práctica la ficción “democrática” juega un papel especialmente útil para la dominación de la burguesía sobre la sociedad. La situación se transforma en su contrario cuando la sociedad burguesa entra en crisis debido a las contradicciones insalvables del capitalismo. Las formas democráticas son un obstáculo para los burgueses en su lucha permanente por el máximo beneficio. Tolerar sindicatos, partidos obreros, huelgas, manifestaciones, es decir, los elementos del poder obrero en la sociedad capitalista, se vuelve una carga insoportable.
Esta y no otra era la situación de Europa y en concreto de Alemania. En medio de la crisis económica y la polarización social creciente, la pequeña burguesía alemana que podía ser ganada para la causa del proletariado si sus organizaciones hubieran defendido un programa revolucionario, giró violentamente a la derecha. En una sociedad en descomposición, los nazis consiguieron una influencia decisiva entre las masas pequeñoburguesas, sectores atrasados de la clase obrera y entre las legiones del lumpemproletariado que poblaban las ciudades.
En 1932, el Partido Nazi superó los 13 millones de votos, pero entre el KPD y el SPD sumaban igual cifra. Este hecho es la mejor prueba de que el apoyo de millones en las urnas, no valen mucho si en el momento decisivo no se cuenta con una política revolucionaria.
“…El régimen fascista ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero a empujado a la rabia, a la desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años… la victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas… demanda sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras… (León Trotsky, La lucha contra el fascismo en Alemania).
La burguesía alemana empujada por la revolución se desprendía de las viejas formas parlamentarias y “democráticas” para volcar todo su apoyo a los nazis. En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que hubiera ninguna respuesta del SPD o del KPD. Mientras que los primeros aceptaban la victoria de Hitler porque se había logrado “democráticamente”, los líderes estalinistas pregonaban que después de Hitler les tocaría el turno a ellos. No hubo ninguna respuesta armada del proletariado, a pesar de que el SPD y el KPD, contaban con milicias que encuadraban a medio millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de Europa.
Pronto, los nazis completaron el trabajo, aplastando las organizaciones obreras que fueron ilegalizadas y reprimidas ferozmente. La derrota del proletariado alemán no fue la última. Después vendría la de los obreros austríacos en 1934.
A pesar de la tragedia alemana y austríaca, la obra contrarrevolucionaria de la burguesía se encontró con un obstáculo colosal: la revolución de los obreros españoles, que respondieron con las armas en la mano al avance del fascismo.
El Bienio Negro: la reacción levanta cabeza
Los acontecimientos europeos se interrelacionaban con los españoles dibujando un cuadro preciso. La contrarrevolución organizaba sus fuerzas para infringir una derrota decisiva al proletariado. La burguesía después de intentar apoyarse en los dirigentes reformistas, optó decididamente por la reacción fascista para defender su poder, en última instancia la propiedad privada de las fábricas, los bancos y la tierra.
Pero el triunfo de la contrarrevolución en marcha no era un resultado inevitable. Todas las condiciones objetivas para el éxito de la revolución socialista en Alemania, Austria y como veremos, en el Estado español estaban maduras. Sin embargo, la condición más importante, el factor subjetivo, la existencia de un partido marxista de masas, con un programa, una táctica y una estrategia para la toma del poder, estaba ausente de la situación.
El gobierno de conjunción republicano-socialista, ni resolvió los problemas fundamentales de la población, en la medida que respetaba el marco del capitalismo y la propiedad privada, ni satisfacía plenamente a la burguesía, que ya preparaba sus fuerzas para un asalto al poder.
El enfrentamiento social continuó desarrollándose vertiginosamente a lo largo de 1933, año crítico desde el punto de vista económico: el desempleo forzoso cada vez crecía más, afectaba a más de un millón y medio de trabajadores y jornaleros, los cierres patronales con la reducción de jornales, creaban un panorama donde la conflictividad laboral encontró su máximo apogeo9.
Las huelgas fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizaran reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia. Este descontento tuvo una expresión muy concreta en el terreno electoral.
Cuando el presidente de la República disuelve las cortes y convoca nuevas elecciones para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y las del campo, y sectores atrasados del campesinado.
Los resultados electorales transformaron la composición de la Cortes. Aunque el PSOE no perdió una parte sustancial de los votos, —obtuvo 1.600.000 aproximadamente, el 20% del censo electoral—, la ley electoral aprobada bajo el gobierno de conjunción que favorecía a las agrupaciones y/o bloques electorales, castigó severamente al PSOE que pasó de 116 escaños a 61, de los 471 que contaba el parlamento.
El desplome de los republicanos fue espectacular: pasaron de 118 diputados a 16; y la derecha pasó de 34 a 227, de los que 115 correspondían a la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) de Gil Robles.
La CNT que no pudo impedir que en 1931 cientos de miles de afiliados votaran por las candidaturas republicano-socialistas, desarrolló en esta ocasión, una intensa campaña por la abstención que encontró un amplio eco.
Aún así, el proletariado estaba muy lejos de sentirse derrotado. La burguesía era perfectamente consciente de esto, y aunque preparaba tras las bambalinas el golpe contrarrevolucionario que le permitiese aplastar definitivamente a las masas, temía que una acción prematura tuviese el efecto contrario.
En lugar de promover un gobierno directamente de la CEDA, partido de corte fascista que contaba con más de 700.000 militantes y una fuerte sección de choque en torno a sus juventudes, prefirió promover un gobierno de derechas más aceptable, encabezado por el viejo y reaccionario Lerroux. Mientras tanto, la patronal y los terratenientes con la ayuda de la mayoría parlamentaria de derechas, se entregaba a la tara de eliminar todas las tímidas reformas y los pequeños avances registrados por el anterior gobierno.
Se suprimieron los salarios mínimos en el campo y en la industria; se promovía el desahucio de miles de pequeños arrendatarios del campo; aprobaron la ley de amnistía que incluía la libertad con todos sus derechos a los militares sublevados de 1932 a las órdenes de Sanjurjo, excluyendo obviamente a los anarquistas detenidos por la insurrección cenetista del 8 de diciembre de 1933.
Pero la burguesía y sus diputados en las Cortes, fracasaron en el objetivo fundamental de su estrategia contrarrevolucionaria: doblegar a los trabajadores y destruir sus organizaciones.
En 1933 se produjeron 1.127 huelgas de carácter laboral, la cumbre de la conflictividad social de todo el período precedente.
A las luchas reivindicativas se unieron los efectos del avance del fascismo en Europa, transformando la conciencia de millones de obreros. De luchas económicas defensivas enormemente radicalizadas, se pasaría a luchas políticas que produjeron un profunda cambio en la situación.
Giro a la izquierda
La ‘presión’ del movimiento obrero operaba positivamente en las organizaciones obreras. La radicalización en las luchas laborales que desbordaban permanentemente los márgenes que los dirigentes obreros trataban de imponer, la derrota electoral del PSOE, el avance de la contrarrevolución fascista, y la frustración con la política de colaboración de clases practicada por los dirigentes socialistas durante el gobierno de conjunción, fueron las causas para que la base socialista, empezando por las Juventudes, expresara una oposición decidida a la política de pactos con la pequeña burguesía republicana, exigiendo un cambio de rumbo.
La presión del movimiento se concretó en el giro izquierdista de Largo Caballero hacia posiciones centristas que oscilaban entre el reformismo de izquierdas y el auténtico marxismo.
“Estamos convencidos” escribía Largo Caballero, “de que la democracia burguesa ha fracasado: desde hoy nuestro objetivo será la dictadura del proletariado”.
Este giro hacia una salida socialista era el producto de la voluntad decidida de las masas y de su conciencia. No se puede explicar este cambio de posición como un hecho aislado y particular. Las Juventudes Socialistas influenciadas por la derrota alemana, por la radicalización de los obreros en huelga, por la amenaza fascista en el suelo español, correctamente y de forma más instintiva que política, intentaron orientarse en los acontecimientos, volviendo a Marx, Engels, Lenin y Trotsky. El grado de colaboración entre los dirigentes de las JJSS y los comunistas expulsados del PCE, agrupados en el Bloque Obrero y Campesino y la Izquierda Comunista —trotskista— dirigida por Andrés Nin, cristalizó en el llamamiento a ambas formaciones a entrar en las JJSS y contribuir a la bolchevización de las juventudes del PSOE y la UGT 10.
Los llamamientos, las proclamas, los discursos izquierdistas de la dirección socialista juvenil, y de Largo Caballero encontraban un enorme eco en las masas de obreros y jornaleros: “las declaraciones incendiarias de Largo Caballero”, escribe Grandizo Munis, “producían un efecto eléctrico en las masas; lo que dicen los dirigentes como maniobra calculada, las masas lo toman en serio y lo incorporan a sus convicciones”11.
El proceso se alimentaba en doble dirección, favoreciendo la politización de las masas, la radicalización de sus posiciones y transformando su conciencia.
Las Alianzas Obreras
En el tercer y cuartos Congreso de la Internacional Comunista celebrado en 1921 y 1922, los dirigentes del Partido Bolchevique y sus aliados internacionales establecieron las bases de la política de Frente Único.
Secciones amplias del movimiento obrero europeo, a pesar del efecto de la Revolución Rusa, seguían todavía encuadrados en las organizaciones socialdemócratas. Durante todo un período las crisis dentro de los partidos de la II Internacional se sucedieron y en muchos casos culminaron en la formación de partidos centristas, como el Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, y muchas de estas organizaciones pasaron en poco tiempo a formar parte de los jóvenes Partidos Comunistas.
Estos congresos también abordaron en concreto cómo superar la debilidad de las jóvenes fuerzas del comunismo. Allí donde la inferioridad de los Partidos Comunistas era manifiesta, y la fragmentación del movimiento un obstáculo para la lucha común de la clase obrera, la tarea de los comunistas debía consistir en desplegar la táctica de frente único de organizaciones obreras.
El frente único adquiría mayor importancia cuando se trataba de defender posiciones y conquistas del pasado de un valor inapreciable para los trabajadores.
La lucha contra el fascismo exigía una enérgica política de frente único, sin abandono de los principios ni del programa por parte de la organización marxista. La política basada en acuerdos entre las organizaciones obreras sobre puntos mínimos comunes, sumamente claros, empezando por la defensa de los locales, imprentas, manifestaciones, derechos sindicales y democráticos, sobre la organización conjunta de milicias obreras de autodefensa para responder a los ataques armados de las bandas fascistas, esta política de frente único no implica el abandono de la propaganda por el programa socialista, pero favorece el entendimiento con los obreros socialdemócratas más honestos y avanzados que estiman necesario luchar contra el fascismo.
Si el Partido Comunista en Alemania y en el Estado español hubieran aplicado la política leninista de frente único hubieran atraído a los mejores obreros socialistas, igual que ocurrió después de la Revolución Rusa, durante el proceso de formación de los partidos comunistas. El PCE podía haber aprovechado esta situación para liderar la lucha contra el fascismo con un programa leninista. Sin embargo, la dirección estalinista del partido dejó pasar de nuevo esta oportunidad.
El avance del fascismo aceleró los intentos de coordinar la respuesta de las organizaciones de clase, que rápidamente cristalizaron en las Alianzas Obreras.
Impulsadas por el Bloque Obrero y Campesino y la Izquierda Comunista, adquirieron su mayor extensión e influencia tras la incorporación del PSOE y la UGT en diciembre de 1933 tras la derrota electoral.
Las Alianzas Obreras, sin ser genuinos organismos de frente único estaban mucho más cerca de estos que de los Frentes Populares. La Alianza Obrera de Catalunya o la Asturiana, tenían un claro contenido de clase: sus organizaciones integrantes no podían llegar a acuerdos con partidos burgueses —incluyendo los republicanos—, introducían la unidad de acción sin menoscabo de la libertad de agitación y propaganda de cada partido o sindicato, y defendían, —en el papel—, la revolución socialista como medio para acabar con el fascismo.
A pesar de todo la postura de Largo Caballero y del PSOE impidió que las AO se desarrollasen como auténticos órganos de poder obrero. Fueron en esencia comités de enlace entre los partidos, donde el PSOE dominante se negó a transformar las AO en consejos obreros, funcionando con delegados elegidos democráticamente en las fábricas, tajos, en el campo. Aún así, las AO cumplían un papel esencial: elevaban a un grado superior la conciencia del proletariado y favorecían la unidad de acción.
La lucha de clases en el Estado español adquirió con rapidez las formas de un choque revolucionario. La escasa influencia del estalinismo, a diferencia de lo ocurrido en Alemania, la radicalización izquierdista de las JJSS, y de sectores del PSOE y de la UGT, la presencia de una fuerte fuerza anarcosindicalista, que encuadraba las filas más combativas del proletariado, unido a la debilidad y atraso del capitalismo español, debilitaba sustancialmente la capacidad de la burguesía para mantener el control de la situación.
Los preparativos para un golpe definitivo de la reacción se aceleraron. Sectores decisivos del capital exigieron la entrada de la CEDA en el gobierno, con el objetivo de establecer un régimen fascista al estilo mussoliniano desde la legalidad y la mayoría parlamentaria de que disfrutaban.
Pero como ocurre en numerosas ocasiones los cálculos de la burguesía resultaron equivocados por completo. El látigo de la contrarrevolución agitó el proceso revolucionario.
Los preparativos revolucionarios
Largo Caballero y otros dirigentes centristas del PSOE anunciaron públicamente que la llegada de la CEDA al gobierno obligaría al PSOE y a la UGT, y por tanto a las Alianzas Obreras, a desencadenar la revolución.
La radicalización de las posturas de Caballero, en palabras, no dejan dudas: “Ya no es cuestión ahora de partidos intermedios entre la clase trabajadora y la burguesía (…) o bien el poder pasa a manos de las derechas, o bien a las nuestras, y como las derechas necesitan para sostenerse una dictadura, la clase trabajadora una vez logrado el poder, ha de implantar también la suya, la dictadura del proletariado. La hora de choques decisivos se va acercando. El movimiento obrero ha de prepararse para la Revolución…” (diario Adelante, febrero de 1934).
Las palabras, correctas, no tenían sin embargo su traducción práctica. Los preparativos para la insurrección dejaban claro que Largo Caballero trataba de utilizar el movimiento como una amenaza en lugar de organizar seriamente y con una táctica marxista la revolución. Su concepción de la insurrección tenía más puntos en común con la de Blanqui (métodos conspirativos), que con la de Lenin y los bolcheviques.
Bajo el pretexto de que nada debía desviar a las Alianzas de la preparación de la insurrección, Largo Caballero y a través de él, el PSOE y la UGT, se negaron en redondo a que éstas participaran activamente en las luchas cotidianas de la clase obrera.
En todo momento se opuso a la creación de AO en los barrios, fábricas, tajos, en el campo, para que funcionasen como los comités de la revolución, y por tanto a la posibilidad de elección de delegados en una AO estatal.
En el terreno del armamento para la insurrección sus posiciones eran igual de equivocadas; lejos de organizar sistemáticamente una milicia obrera a partir de las fábricas y los sindicatos, dejó los preparativos militares en manos de un comité presidido por Indalecio Prieto, dirigente del ala derechista del partido, ferviente partidario de la colaboración de clases, y que participaba en la lucha, como más tarde reconocería el propio Caballero, para sabotearla. Como era tradición en los líderes socialistas, en lugar de hacer un trabajo activo entre los soldados de tropa, la mayoría hijos de campesinos, se buscó la complicidad de la oficialidad republicana.
Tampoco hubo intentos serios por ganar a la base de la CNT. La actitud sectaria y antianarquista de los líderes socialistas, permitió a la FAI mantener la influencia de sus prejuicios antipolíticos entre los militantes anarcosindicalistas.
Una postura audaz, marxista, de los dirigentes del PSOE, haciendo un llamamiento a los dirigentes cenetistas y, la base anarquista, con un programa de lucha común contra el fascismo y por la revolución hubiera tenido el apoyo de miles de obreros cenetistas. Las condiciones existían como lo prueba la incorporación de la CNT asturiana en la AO.
Con estas premisas era sumamente difícil que la insurrección pudiese triunfar. El proletariado carecía de un auténtico partido marxista con una táctica para la toma del poder.
Todas estas carencias se hicieron más evidentes durante la gran huelga campesina del verano de 1934. La Federación de Trabajadores de la Tierra (FTT) de la UGT presionada por los jornaleros, convocó una huelga contra los salarios de hambre y las jornadas extenuantes.
El éxito de la lucha dependía también de su extensión y de la solidaridad de la clase obrera industrial de las ciudades.
Las condiciones para ese apoyo estaban maduras, como ponía de manifiesto que la clase obrera tomara la iniciativa en la calle para boicotear todas las demostraciones de fuerza “cedistas”, y las huelgas económicas continuaban extendiéndose12.
Con todas estas posibilidades para unificar la lucha de los trabajadores y los campesinos, Largo Caballero se negó desde la UGT a promover ningún movimiento de solidaridad con la huelga.
La huelga campesina alcanzó 38 provincias y más de 300.000 huelguistas, pero después de 15 días de resistencia y lucha, el hambre y la represión acabó con el movimiento: hubo trece muertos, diez mil detenidos y la FTT fue desmantelada.
El campesinado quedaba temporalmente fuera de combate, sin capacidad de reacción. ¿Se podría pensar en una posterior insurrección victoriosa sin la participación activa del movimiento jornalero?
La insurrección
Cuando en la noche del 4 de octubre se anunció la entrada de la CEDA en el gobierno, Largo Caballero y las AO dieron la orden de la insurrección, pero era una preparación insuficiente.
Sin una dirección consecuente, sin objetivos decididos y sin la participación y discusión previa de esos objetivos por los cuadros y activistas obreros la insurrección se transformó, salvo en Asturias, en una huelga laboral.
En Madrid, las concentraciones de obreros en la casas del pueblo, Puerta del Sol, inmediaciones de los cuarteles, esperando planes, consignas, armamento, fueron respondidas por los líderes socialistas con el silencio.
“Largo Caballero iba a dar a las armas”, escribía Grandizo Munís, “la misma utilidad con que había utilizado antes las frases revolucionarias, del petardeo político iba a pasar al petardeo dinamitero, pero sin sobrepasar los límites del amago”. En Madrid el movimiento se consumió en medio del abandono general de los dirigentes socialistas.
En Catalunya la AO dominada por el BOC de Maurín, se limitó a desencadenar la huelga y esperar que la Generalitat de Companys tomase la iniciativa. No hubo planes militares, ni intentos serios para ganar a la base de la CNT, cuyos líderes en Barcelona se opusieron a la huelga. Aunque el papel del PSOE en la alianza obrera catalana era menor, la política nacionalista y errada de Maurín tuvo las mismas consecuencias: “(…) El éxito o el fracaso depende de la Generalitat (…) es muy probable que la pequeña burguesía desconfíe de la causa de los trabajadores. Hay que procurar en lo posible que este temor no surja, para lo cual, el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalitat para presionarla y prometerla ayuda, sin ponerse delante de ella…” (Hacia la Revolución, Joaquín Maurín, 1935).
La Generalitat y la pequeña burguesía gubernamental respondieron traicionando el movimiento insurreccional, aunque para salvar su honor, proclamaron el “Estado Catalán”, sin hacer nada por resistir el asedio militar de las tropas del gobierno de Madrid.
En el resto del Estado el movimiento fue enormemente confuso y aunque los trabajadores adoptaran una postura militante ante el llamamiento de sus dirigentes, sin consignas, sin estrategia y con el campesinado derrotado, pronto se desmoronaron.
En Asturias el proceso fue muy diferente. Las masas obreras asturianas se habían ejercitado durante todo 1934 en la lucha contra el gobierno: sólo en este año, se declararon 8 huelgas generales políticas, desde la de febrero en solidaridad con los socialistas austríacos, hasta la de septiembre contra la concentración “cedista” en Covadonga.
La AO asturiana, que surgió como un acuerdo de unidad de acción entre CNT y UGT, desde sus comienzos participó en las luchas cotidianas de la clase.
Los trabajadores asturianos con grandes tradiciones de lucha contaban con organizaciones fuertes y muy implantadas, especialmente UGT, PSOE y JJSS. También el PCE consiguió una influencia notable, aunque la actitud del estalinismo respecto a las AO, una continuación de su posición sectaria respecto al movimiento socialista, marginó aún más al Partido Comunista: “(…) los renegados del bloque, la rama anarquista del treintismo, la variante socialfascista catalana, el grupo de contrarrevolucionarios trotskistas, enemigos acérrimos del Frente Único y el Partit Comunista de Catalunya, constituyendo la Alianza Obrera, caricatura del frente único, pretenden engañar a los obreros que quieren el frente único sinceramente…” (Proyecto de tesis del Tercer Congreso del PCE, 31 de agosto de 1934).
“La Alianza Obrera es una maniobra de traidores (…) que divide a los obreros y fortalece al bloque de toda la reacción…” (Catalunya Roja, nº 33, diciembre 1933).
La posición del PCE era la consecuencia lógica de la política ultraizquierdista y sectaria del “Tercer Período”. Pero, como si de un cielo azul descargase un rayo, el Comité Central del PCE a finales de septiembre de 1934, decide inesperadamente su incorporación a las AO: “…Declarando y reconociendo lo antedicho, el CC del PCE (sección de la IC) se pronuncia por el ingreso de todas las organizaciones en el seno de las AO, allí donde existan e invita a crearlas allí donde todavía no existan…”.
¿Qué causas provocaron este viraje brusco en la política del PCE? La respuesta no se halla en una reflexión propia de los dirigentes estalinistas españoles, sino en el cambio de posición de la burocracia rusa y de la IC. Después del triunfo nazi en Alemania, la burocracia rusa no adopta medidas contra el régimen de Hitler. La prórroga del pacto germano-soviético de 1936 es ratificado y durante un año, Stalin elude pronunciarse sobre la situación internacional.
La situación cambia notablemente no porque el PC alemán es perseguido, y miles de sus mejores militantes detenidos y deportados, no porque el proletariado alemán haya sufrido una derrota histórica, sino porque la Alemania nazi y Polonia firman un acuerdo de ayuda mutuo que es interpretado por Stalin como una amenaza contra la URSS y sus privilegios.
En ese momento la política exterior soviética da un viraje radical. En el intento de salvaguardar sus intereses, la burocracia rusa maniobrando, intenta un acercamiento a la “Francia democrática” para aislar a la Alemania de Hitler.
En octubre de 1934, Thorez, secretario general del Partido Comunista Francés, abandona la política y los gestos del socialfascismo y proclama la idea “de un frente popular, que incluya a radicales y socialistas para luchar contra el fascismo”.
El 25 de mayo de 1935, se firma el Pacto franco-soviético y los comunistas franceses votan en el parlamento a favor de los créditos militares.
En este contexto es donde el cambio sorprendente del PCE respecto a su ingreso en las AO, hace poco consideradas “maniobras de traidores”, se puede explicar. El camino hacia la política del frente popular se estaba allanando.
La Comuna Asturiana
La preparación de la insurrección en Asturias había alcanzado un grado superior al de cualquier zona del Estado.
En las cuencas mineras, la actividad, especialmente de la juventud, fue frenética. Existía coordinación, comités, armamento, decisión.
La insurrección de Asturias prendió en las cuencas mineras mientras en Gijón y Oviedo, los dirigentes socialistas actuaron igual que sus colegas en el resto del Estado.
Los mineros aceptaron el reto, y su actitud revolucionaria lo transformó todo. Según Tuñón de Lara en la insurrección participaron 20.000 mineros; para Grossi, representante del BOC en Mieres, la cifra puede llegar hasta los 30.000.
Durante 15 días de insurrección, la Comuna asturiana, como en 1871 la Comuna de París, se convirtió en un embrión de Estado obrero dentro del Estado español.
Los mineros no tardaron en imponer todas las medidas que consideraron necesarias, los comités desempeñaron las tareas militares, de aprovisionamiento de medios de subsistencia. Se sustituyó las monedas por vales, se estructuró la red sanitaria, los pozos mineros seguían teniendo sus tareas de conservación y se formó una Guardia Roja encargada de mantener el orden y reprimir al lumpen.
El PCE ganó influencia en Asturias a costa de la actitud vergonzante de algunos líderes del PSOE, especialmente de dirigentes como González Peña, Secretario del SOMA, que abandonaron al primer combate su puesto en el Comité Provincial. Al igual que otros líderes “históricos” fueron sustituidos por militantes comunistas y de las JJSS con el valor y la decisión de luchar hasta el final.
La clase obrera asturiana como los heroicos obreros parisinos de la comuna, resistieron ferozmente el asedio de las tropas del gobierno durante quince días.
¿Por qué fracasó la Comuna Asturiana? Las razones en parte se han explicado, pero es obvio que el aislamiento y el fracaso de la insurrección en el resto del Estado fueron determinantes. La actitud de la CNT estatal que se negó a participar en la lucha, se tradujo en que su sindicato ferroviario no impidió el traslado de las tropas moras y legionarias a Asturias para llevar a cabo la represión.
El terror blanco desatado en las cuencas tuvo un saldo sangriento: miles de muertos, más de 100.000 detenidos, cientos de torturados, mujeres violadas. Pero a pesar de todo, Asturias la Roja frenó el avance del fascismo y el movimiento obrero se recuperó con rapidez de sus heridas.
Los mineros demostraron que la revolución socialista no era una ilusión utópica, sino algo perfectamente posible, al menos por parte de los trabajadores. No fueron por tanto los factores objetivos los que impidieron el triunfo de la insurrección, sino la ausencia de un partido marxista que desplegara una táctica acertada y un programa para la toma del poder. El PSOE podía haberlo hecho, pero le faltaba una dirección marxista, lo que no impidió que sectores del partido y ampliamente en las Juventudes, buscaron después de la derrota, las ideas necesarias para el triunfo.
Por tanto coincidimos con Grandizo Munís, cuando afirmaba: “(…) El arma superior a todas es una política revolucionaria completa, inequívoca e impetuosa en los momentos de lucha (…), las condiciones objetivas que faltaban en octubre —órganos democráticos de poder, milicia obrera, cohesión a escala nacional, un programa preciso y concreto para la toma del poder—, dependían todas del factor subjetivo…”.
Efectos políticos de Octubre
La insurrección de Octubre desató todas las alarmas de la clase dominante. El proletariado español había probado no sólo en las declaraciones públicas de sus líderes, sino con las armas en la mano, que no consentiría un triunfo “frío”, pacífico de la contrarrevolución. Las lecciones de los acontecimientos de Alemania, de Austria, no habían pasado en balde; el movimiento unitario por la base, la radicalización de la juventud, la conciencia revolucionaria de millones de obreros y campesinos, era una prueba concluyente para la burguesía y los terratenientes: la República, las formas democráticas, eran un obstáculo para defender la propiedad privada. Todas las acciones de los obreros y los campesinos sin tierra, desde la proclamación de la República el 14 de Abril, habían ido dirigidos precisamente contra la propiedad privada, y los privilegios de la clase dominante.
El marxismo siempre ha señalado que las formas políticas de dominación de clase pueden variar, mientras que las relaciones sociales de producción, que las determinan, permanecen intactas. Es decir, la burguesía se vio obligada a ceder en el cambio de régimen, aceptando el desmantelamiento de la monarquía, y su sustitución por la república siempre que este cambio no cuestionara su poder. Esto no modificaba la naturaleza burguesa del régimen republicano.
Indudablemente la acción revolucionaria de las masas antes de 1931 obligó a la clase dominante a aceptar parcial y temporalmente la existencia de derechos y libertades democráticas, y esta conquista tenía un enorme valor para las masas. Sin embargo, la única garantía para que estos derechos no quedaran eliminados, para que estos derechos tuvieran además todo su sentido en la medida que fueran acompañados con justicia social y económica, buenos salarios, viviendas decentes, tierras para los campesinos, era la transformación socialista de la sociedad. La República no cuestionaba el sistema de libre mercado, no era un régimen anticapitalista, sino todo lo contrario.
La reacción, que controlaba el gobierno desde noviembre de 1933, exigió la aplicación de las leyes “republicanas” a los insurrectos de Octubre. El terror blanco desató toda su furia contra los cabecillas del levantamiento minero, que fueron fusilados por cientos, las organizaciones proletarias que sufrieron detenciones, prohibiciones y clandestinidad, y en general contra el movimiento obrero que sufrió en sus filas miles de detenidos.
Los síntomas evidentes de la situación revolucionaria se concretaron con el reagrupamiento de la clase dominante; algunos diputados encabezados por Calvo Sotelo constituyeron el Bloque Nacional en diciembre de 1934 para preparar el asalto violento del poder. La CEDA exigió su entrada en el gobierno para imprimir mayor dureza a la represión, con la confianza de que la transformación fascista del régimen y el triunfo definitivo de la contrarrevolución se podrían llevar a cabo de manera similar a la de Hitler o Mussolini.
En mayo, Lerroux finalmente formó gobierno con seis ministros cedistas, incluido su líder, Gil Robles, que ocupó el Ministerio de la Guerra.
La burguesía en su conjunto comprendía ya a la altura de 1935 que la única defensa consecuente de sus intereses pasaba por al aplastamiento de la izquierda y sus organizaciones. La salida militar-fascista no fue una improvisación de un grupo de militares sino una acción preparada sistemáticamente que contó con el apoyo del conjunto de la burguesía, los terratenientes y los banqueros de todo el país, y fue ejecutada por una casta de oficiales que no sólo fue consentida por la República, sino premiada por sus diferentes gobiernos.
El 13 de mayo de 1935, Francisco Franco, ascendido a general por Lerroux, fue nombrado Jefe del Estado Mayor Central. El general Fanjul ocupaba la subsecretaría de Guerra y Goded la Dirección General de Aeronáutica.
Individuos destacados de la oligarquía, como Luis Oriol (tradicionalista y banquero), que fletó un barco desde Bélgica con 6.000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas, 300 ligeras, 10.000 bombas de mano y 5 millones de cartuchos, financiaban y armaban sin tapujos las fuerzas de la contrarrevolución. Los carlistas tradicionalistas habían organizado una Junta Militar, que funcionaba desde San Juan de Luz, y adiestraba a las fuerzas de choque de los Requetés, que regularmente recibían cargamentos de armamento para sus arsenales.
Pero fue realmente en las altas esferas del ejército donde los preparativos militares para aplastar la revolución se desarrollaron con más rapidez. La Unión Militar Española, la organización reaccionaria de los oficiales se fortaleció con la entrada del general Goded y aceleró todos los planes para el levantamiento militar.
Una etapa decisiva
Las contradicciones internas entre la mayoría parlamentaria de derechas se aceleraron con la recuperación del movimiento obrero. A pesar de la represión, durante todo el año de 1935 las organizaciones obreras reconstruyen sus estructuras, levantan de nuevo sindicatos, reaparecen las publicaciones.
El 1º de Mayo de 1935 el país se paraliza ante la llamada a la huelga de las organizaciones de izquierda. La agitación por la amnistía moviliza los esfuerzos de cientos de miles de obreros y campesinos, y se extiende a todos los rincones del país.
Paralelamente, el proceso revolucionario de octubre desató movimientos internos en las filas de los partidos, los activista, los cuadros y los líderes se preguntan por que ha sido derrotada la insurrección.
Los acontecimientos influyen decisivamente en las organizaciones, que no son agrupaciones monolíticas y estáticas. De hecho considerar a las organizaciones de la clase obrera como inmutables puede llevar a graves errores, como confundir las aspiraciones y los deseos de liberación, muchas veces inconscientes de las masas, con la actitud y la política reformista de los dirigentes.
Este fenómeno adquirió mayor virulencia en el Partido Socialista y en las Juventudes Socialistas, las agrupaciones más importantes del proletariado español. Largo Caballero que se convertía en la cabeza visible de este giro a la izquierda logró agrupar a un importante núcleo de dirigentes socialistas, entre los que destaca, Luis Araquistain, “teórico” de las posiciones centristas de esta tendencia. Pronto comenzarán a publicar un periódico para exponer sus posiciones políticas, Claridad, que aparece como portavoz de la UGT.
En las JJSS el proceso iniciado antes de la insurrección de octubre se fortalece después de la derrota. En un folleto publicado clandestinamente, Octubre segunda etapa, en el que se contienen ideas muy confusas respecto al gobierno de conjunción (1931-1933) y la política del PSOE, a la que se califica de oportunismo revolucionario, se refleja la evolución política de las juventudes hacia la izquierda: “Regresamos a Marx y Lenin, unamos a la juventud revolucionaria en una internacional que rompa los errores del pasado, para ello invitamos a la Juventud Comunista, a las Juventudes Comunistas de Izquierda y a las juventudes del BOC a entrar en masa a la Juventud Socialista de España, invitamos a la juventud revolucionaria a unirse a nuestra bandera para la reconstrucción del movimiento proletario internacional”.
La evolución de las JJSS hacia las auténticas posiciones del marxismo era una posibilidad real. Las posturas centristas de izquierda no surgieron por capricho. Respondían a la madurez que había alcanzado el proceso revolucionario en el Estado español.
En las épocas revolucionarias los acontecimientos y las posibilidades deben ser aprovechadas con rapidez. Una política enérgica, decidida y correcta puede transformar las pequeñas fuerzas de una organización revolucionarias en un partido de masas.
Los batallones para construir el partido marxista que el proletariado español necesitaba estaban dispuestos: eran los miles de jóvenes socialistas que querían hacer la revolución. Pero aquellos que tuvieron la oportunidad de ganarlos a las ideas del genuino marxismo —los líderes de la Izquierda Comunista— rechazaron hacerlo.
Los dirigentes de las JJSS desengañados con la postura sectaria de una organización muy inferior en número de militantes, les volvieron la espalda.
En mitad del enfrentamiento social y de la polarización entre las clases, ante el peligro inminente de un golpe fascista en el Estado español, los jóvenes socialistas miraron hacia otro lado, hacia el estalinismo, que cubierto con la autoridad moral de Octubre, de Lenin y del primer Estado obrero de la historia, aparecían como un agarradero seguro en un período de máxima incertidumbre.
Nuevo viraje del estalinismo
El thermidor soviético, como calificó Trotsky a la contrarrevolución burocrática, por comparación con el thermidor de la revolución francesa, era también el signo de procesos sociales más profundos:
“La burocracia rusa elevándose por encima de las masas trabajadoras, regulaba las contradicciones surgidas entre la ciudad y la aldea, entre el proletariado y el campesinado, entre las repúblicas y los distritos nacionales, entre las distintas capas de la clase obrera, entre diferentes grupos de consumidores y entre el Estado soviético y su entorno capitalista. Utiliza esta función reguladora para fortalecer su propio dominio, con su gobierno sin ningún control, sujeto únicamente a su voluntad, al que nadie puede apelar”. (León Trotsky, El Estado obrero, Thermidor y Bonapartismo).
El crecimiento económico experimentado en Rusia desde 1931, gracias a la aplicación de los planes quinquenales y la colectivización forzosa de la agricultura, mostró las enormes posibilidades de la economía planificada. Pero el progreso de la economía planificada exige el control obrero de la producción, es decir, la participación consciente y democrática de los trabajadores en la toma de decisiones, en la revocabilidad y corrección de las mismas, en la coordinación democrática del plan. En esto consiste precisamente la evolución socialista y nada de esto existía en la URSS de los años 30.
A primera vista la mejora material debería recortar la necesidad de privilegios, y por tanto quitar terreno a la burocracia. Sin embargo, el desarrollo de las fuerzas productivas fue acompañado de un crecimiento de las desigualdades, pues bajo el dominio burocrático, la producción estaba muy lejos de proporcionar a todos lo necesario, pero en cambio permitía la concesión de importantes ventajas a la minoría y hacer de la desigualdad un aguijón para la mayoría. La burocracia no corregía este proceso mediante la participación del proletariado, al contrario, esta situación se reforzó con la supresión de cualquier forma de democracia obrera.
Lo cierto es que a pesar de los crímenes de la burocracia, de su política conservadora, de sus zigzags políticos, la sociedad rusa avanzaba. La economía planificada, aunque de forma burocrática, y a un coste extraordinario, desarrollaba las fuerzas productivas y transformó la fisonomía de la Rusia soviética. Se construían nuevas ciudades, complejos industriales, nuevas ramas de la producción y del transporte. Todos estos logros contrastaban con la crisis y decadencia del capitalismo mundial, y se convertían en un imán para los obreros del mundo.
La política de la burocracia estalinista fuera de sus fronteras no estaba determinada por las necesidades del proletariado internacional y la revolución mundial, sino dictadas por sus intereses estrechos de casta privilegiada.
En una entrevista realizada el 1 de marzo de 1935, Ray Howard, periodista de Newspaper, preguntaba a Stalin:
“—¿Cuáles son vuestros planes y vuestras intenciones de revolución mundial?
“Stalin contestó tajantemente:
“—Jamás hemos tenido tales proyectos. Es el fruto de una equivocación”.
Se podría argüir que era necesario adoptar una expresión diplomática para no revelar las intenciones al enemigo. Pero en realidad, la experiencia de Alemania, Austria y por encima de todas, la Revolución Española, dejó claro que Stalin, que el estalinismo, no sólo no tenía ningún plan favorable a la revolución mundial sino que contribuyó con todas sus fuerzas a impedir el triunfo de la revolución socialista.
La política de la diplomacia secreta, los acuerdos internacionales —primero con la Alemania nazi, luego con Francia y Gran Bretaña—, la supeditación política de los PCs europeos a estos acuerdos. ¿En qué beneficiaban la causa del socialismo? Toda esta política era la consecuencia lógica de esa caricatura marxista llamada “socialismo en un solo país”, que se encontraba justamente en las antípodas de las ideas defendidas por Lenin y los bolcheviques.
La contrarrevolución fascista en Europa, era la mejor prueba de que la clase obrera sólo tenía una alternativa: socialismo o barbarie.
El fascismo, era la confesión de que el régimen burgués había llegado a una encrucijada decisiva. Puesto al borde del abismo por sus contradicciones internas, las formas “democráticas” no servían para frenar el avance revolucionario de las masas que con su reivindicaciones cuestionaban el poder de los capitalistas.
Las organizaciones obreras presionadas por la radicalización de las masas giraban a la izquierda en palabras y eran superadas por su base en los acontecimientos.
No existían las condiciones para que la burguesía siguiese defendiendo el régimen parlamentario, las formas de la “democracia burguesa”. La contrarrevolución exigía un trabajo rápido y decidido. Cuando esto era evidente para la burguesía, la Internacional Comunista que fue fundada por Lenin y Trotsky, como el instrumento de la revolución mundial, que agrupaba a millones de obreros revolucionarios de todo el mundo, arrojando por la borda toda la teoría de Lenin, toda la experiencia de la revolución de octubre, adoptó la política de colaboración de clases para combatir el fascismo: el Frente Popular.
Del 25 de julio al 17 de agosto de 1935, se reunió en Moscú el VII Congreso de la IC para ratificar un viraje iniciado seis meses antes, después del acercamiento diplomático de la burocracia estalinista a Francia y Gran Bretaña. Dimitrov se encargó de presentar la nueva doctrina política, enterrando las viejas ideas ultraizquierdistas del socialfascismo: “Hoy en día, en una serie de países capitalistas, las masas trabajadoras tienen que elegir concretamente, por el momento, no entre la dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo”. (Dimitrov, Euvres Choises, París 1952, pág. 137).
El Frente Popular
Las divergencias entre los socios del gobierno de derechas después de un bienio negro para las masas obreras, aceleró la ruptura. Sectores importantes de la CEDA se decidieron por la preparación activa del golpe militar.
Finalmente las cortes fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero. La reacción se agrupó en torno al Frente Nacional Contrarrevolucionario, los carlistas, los nacionalistas vascos y republicanos de derechas.
En el otro lado de la barricada el movimiento obrero se recuperó plenamente de la derrota de octubre y el ambiente de odio y rabia contra los explotadores preparaba un nuevo intento de cambio.
Los dirigentes reformistas del PSOE y de la UGT, especialmente Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las propuestas del PCE para conformar un Frente Popular de cara a las elecciones de febrero. Siguiendo las directrices políticas de la Internacional y de Stalin, la dirección del PCE trazó una estrategia clara: supeditar cualquier acción independiente del proletariado a la defensa de la legalidad republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia burguesa como Dimitrov había concretado. La pregunta fundamental, ¿cómo es posible luchar contra el fascismo, oponiendo la defensa de la democracia burguesa?, ya había sido contestada desde 1931. En esencia la política estalinista del frente popular era una reedición del programa del gobierno de conjunción republicano-socialista de 1931 a 1933.
Para los estalinistas, teóricos de la “nueva doctrina”, cualquier referencia a la revolución socialista era pospuesta a la victoria sobre el fascismo. Pero aquí radicaba precisamente el problema de fondo: sólo se podía vencer al fascismo con el programa de la revolución social.
El acuerdo del frente popular tan bien acogido por la pequeña burguesía republicana no cuestionaba las bases del capitalismo. Con algunas reivindicaciones abiertamente progresistas como la amnistía para los delitos políticos y sociales cometidos antes de noviembre de 1935, y la readmisión de los despedidos como consecuencia de las luchas obreras, especialmente tras la insurrección del 34, el programa del Frente Popular ataba de pies y manos a la clase obrera:
Rechazaba expresamente la nacionalización de la tierra y su entrega gratuita a los campesinos.
Se regularía el sistema de subvenciones y apoyos a la industria en intereses de la producción nacional.
Se negaba a establecer un subsidio de paro, que aunque solicitado por los partidos de izquierda fue rechazado por los republicanos.
La Hacienda y la Banca debían estar al servicio de “la reconstrucción nacional”, los partidos republicanos rechazaron cualquier medida de nacionalización de la banca, al igual que el control obrero solicitado por el PSOE.
La República, concluía el programa del Frente Popular, que concebían los partidos republicanos no era la república dirigida por motivos sociales o económicos de clase, sino un régimen de “libertad democrática” inspirada por motivos de “interés público” y “progreso social”.
Este era el programa que los dirigentes de los partidos obreros y los sindicatos aceptaron para luchar contra el fascismo13.
Las capas medias
Los estalinistas durante toda la revolución, incluso décadas después, sostenían que el Frente Popular era una táctica justificada para no perder el apoyo de la clase media, que asustada por medidas socialistas podría echarse en brazos de la reacción. Argumentos de este tipo se han utilizado siempre que han concurrido circunstancias favorables a la revolución para negar precisamente la oportunidad de una política revolucionaria.
Fue Lenin el que contestó con mayor claridad esta falsa posición que no es más que una copia de los argumentos que los mencheviques utilizaron durante la revolución rusa.
Los dirigentes reformistas rusos, mencheviques y socialrevolucionarios, negaron siempre la madurez de Rusia para la revolución socialista. Consideraban la naturaleza de la revolución rusa como una revolución burguesa, que debía liquidar los restos del feudalismo que dominaba en las formas de propiedad de la tierra, la propiedad terrateniente, y conquistar las libertades democráticas. De hecho para los mencheviques y los socialistas revolucionarios, el proletariado debía actuar como el ala izquierda de la burguesía en su lucha contra la autocracia zarista.
¿Cuál fue la actitud de Lenin? ¿Apoyar a la burguesía liberal? ¿Explicar a los obreros rusos que para no atemorizar a las capas medias o impedir el triunfo de la reacción había que apoyar a los burgueses rusos?
Si Lenin hubiera adoptado esa política la Revolución de Octubre jamás se hubiera producido. Fue la política del bolchevismo la que garantizó el triunfo de la revolución socialista en un país donde el campesinado era mayoritario y la clase obrera una minoría fuerte y cohesionada. Pero el triunfo sólo fue posible en cuanto que Lenin y los bolcheviques explicaron que la burguesía rusa era una clase profundamente contrarrevolucionaria fundida con los terratenientes, y ligada al capital extranjero, y por tanto incapaz de llevar a cabo ninguna reforma que mejorara sustancialmente las condiciones de las masas porque eso significaría atacar las bases de su propio poder. Lenin no apeló a la defensa de la democracia burguesa, armó al proletariado y a los campesinos con el programa de la revolución socialista y explicó que las tareas democráticas, sólo se podrían llevar a cabo con el proletariado en el poder, después de expropiar a los capitalistas, los banqueros y los terratenientes. Si esta política era consecuente y correcta para la Rusia de 1917, era mil veces más coherente para la España de 1936.
Lenin además explicó que las capas medias, la pequeña burguesía, no juegan nunca en política un papel independiente, por su propia posición social y su heterogeneidad extrema. Los estratos superiores de la pequeña burguesía, como los medianos propietarios agrícolas, tienen intereses más en común con la burguesía que con el proletariado. La defensa de sus ingresos y su posición social les une normalmente al capital. Otras capas de la pequeña burguesía, pequeños comerciantes, tenderos o pequeños propietarios agrícolas, suelen actuar de una forma muy volátil en política, giran a derecha o izquierda con mucha rapidez. En períodos de auge capitalista suelen ser la base social de los partidos de derecha, pero en las épocas de crisis cuando se ven sometidos a la presión de los impuestos, a la dictadura de los créditos y muchos se encaminan a la ruina, pueden girar con violencia a la izquierda y ser ganados a la causa del proletariado… a condición de que el proletariado y sus organizaciones tengan una política revolucionaria decidida.
Pero si la clase obrera y sus partidos no presentan una política resuelta y enérgica, y entablan abiertamente la lucha por el poder, estas masas pequeñoburguesas desesperadas, incluso sectores del proletariado en paro en condiciones semilúmpenes, pueden orientarse y apoyar las fórmulas más demagógicas y reaccionarias, como el fascismo. En Alemania los nazis fueron ensanchando su base social precisamente con estas capas, que en los primeros compases del proceso revolucionario apoyaban a los socialdemócratas y a los estalinistas, pero que al final formaron la base electoral de Hitler, ante la ausencia de una política revolucionaria por parte de la izquierda.
La extrema polarización social en el caso de España en 1936, era el signo inequívoco de la revolución. Los grandes fenómenos políticos tienen, siempre, profundas causas sociales. La decadencia de los partidos pequeñoburgueses “democráticos” es un fenómeno universal que tiene sus raíces en la decadencia del propio capitalismo.
En su artículo A dónde va Francia, escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en detalle: “…¿Es verdad que la pequeña burguesía teme a la revolución: aborrecen los extremos? Bajo esta forma general, esta afirmación es absolutamente falsa. Naturalmente, el pequeño propietario tiende al orden, en tanto que sus negocios marchan bien y mientras tiene esperanza de que marchen aún mejor. Pero cuando ha perdido esa esperanza, es fácilmente atacado por la rabia y está dispuesto a abandonarse a las medidas más extremas. En caso contrario, ¿cómo habría podido derrocar el estado democrático y conducir al fascismo al poder en Italia y Alemania? Los pequeños burgueses desesperados ven ante todo en el fascismo, una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, el fascismo utilizará los puños para imponer más “justicia”. A su manera, el campesino y el artesano son realistas: comprenden que no podrá prescindirse de los puños. Es falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las “medidas extremas”. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas no ven en los partidos obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final… Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su confianza… necesita tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles…”. (León Trotsky, A dónde va Francia. Juan Pablo Editores, México 1976, pág. 22-23).
La política del Frente Popular no sólo rechazaba la toma del poder por los trabajadores sino que tenía como eje fundamental asegurar que éste no era el objetivo de la lucha. Bajo el respeto a las formas “democráticas”, no impedían a la burguesía continuar sus preparativos contrarrevolucionarios, pero, y esto era decisivo, desarmaba políticamente a los trabajadores y a través de sus partidos les sometía a los límites de la democracia burguesa.
El empuje irresistible de las masas: triunfo del Frente Popular
A pesar de todos los obstáculos que se quería imponer a la acción independiente de los trabajadores, las tradiciones revolucionarias del proletariado español se mantenían, y la confianza en sus propias fuerzas se habían renovado. Las elecciones desataron la movilización de cientos de miles de militantes, entusiasmados por conseguir la amnistía y liberar a los presos y resolver cuentas pendientes con la reacción.
El hecho de que el Partido Socialista estuviese en la práctica escindido en un ala de derechas, Julián Besteiro, Indalecio Prieto, y una fuerte corriente de izquierdas encabezada por Largo Caballero, que las Juventudes Socialistas aumentaran constantemente en militancia, o que la CNT volviera a reorganizarse y captase el apoyo de cientos de miles de obreros y jornaleros, suponía un grave inconveniente para aquellos que querían someter a los trabajadores al veto político de los partidos republicanos. Las masas ya habían tratado con Azaña, Giral y otros republicanos “progresistas”. Sabían cual sería su actitud frente a sus reivindicaciones y su tolerancia con los reaccionarios.
El Frente Popular fue apoyado entusiástamente por los trabajadores en cada rincón del país, no tanto por el contenido de su programa, como porque con su victoria podrían lograr con rapidez sus aspiraciones más inmediatas, y el resultado fue un triunfo aplastante para las listas del Frente Popular. Muchos en sus filas comprendían lo que esto significaba:
“Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más me aterra”.
Para Azaña, de “todas las soluciones” la que más le aterraba era el triunfo del Frente Popular, no tanto por el contenido de su programa, sino por la interpretación que del triunfo harían las masas de obreros y campesinos.
El triunfo de las listas del Frente Popular fue tan arrollador que muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta de diputado. De los 453 diputados elegidos, 257 eran del Frente Popular, pero mirados más de cerca los resultados, sorprende que de esos diputados, 162 tuvieran filiación republicana. Los partidos obreros, también cedieron a los republicanos los puestos de salida en las listas aunque su aportación electoral no se pudiese comparar ni remotamente con la que hacían los partidos y sindicatos de izquierda.
En cualquier caso las masas no esperaron a la acción “legislativa” del parlamento para imponer por la fuerza de los hechos sus puntos de vista.
Entre febrero y julio de 1936, hubo 113 huelgas generales y 228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España.
A pesar de todas las resistencias de los líderes del Frente Popular que intentaron aplacar la voluntad de la población, el primer acto de los trabajadores en todos los rincones del país, fue liberar a los presos, abriendo las cárceles sin esperar las órdenes del gobierno, todavía sin constituir. Esto indicaba la actitud del proletariado ante el triunfo del Frente Popular.
Las huelgas económicas, por aumentos salariales por la readmisión de los despedidos se generalizaron. En las ciudades los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La situación en el campo se desbordó:
“…En las regiones donde domina la propiedad latifundista…”, escribe Manuel Tuñón de Lara, “no se trataba de simples alborotos pasionales, sino del impulso irresistible de los hombres sin tierra para conquistarla. El programa del Frente Popular contenía ya la aplicación intensificada de la Reforma Agraria. Ya sabemos cuan mínima había sido esa explicación en sus dos años de vigencia. Ahora, los asalariados de la tierra habían votado al Frente Popular para que su situación mejorase definitivamente, y la República no fuese una palabra hueca en el campo…”.
“…Los campesinos pasaron rápidamente a la acción: en las provincias de Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc… ocuparon grandes fincas desde los primeros días de marzo y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales. Una vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al Ministerio de Agricultura para que legalizase su situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la ocupación de fincas realizada al mismo tiempo por ochenta mil campesinos en las provincias de Bajadoz y Cáceres…”.
“…Según datos del Instituto de Reforma Agraria, de febrero a junio se ocuparon 232.199 hectáreas, en las que fueron asentadas 71.919 familias campesinas, superficie todavía poco considerable, pero mucho mayor que la que había sido objeto de la reforma durante los precedentes años de régimen republicano…”.
La decisión de las masas de ir hasta el final era firme. Si el Partido Socialista o el PCE hubieran tenido una política marxista basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores, la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos a través de cooperativas colectivas para su explotación, la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política, el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas, la independencia para las colonias (especialmente Marruecos), en definitiva un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, hubieran encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población. Este programa unido a la defensa de la revolución a través de la formación de milicias obreras y de un llamamiento internacionalista a los trabajadores y los pueblos de Europa y del mundo a defender la revolución española iniciando la revolución socialista en sus países, hubiera transformado toda la situación en España y en Europa.
Alguno podría objetar: “un programa así hubiera provocado la respuesta armada de la reacción”. Nosotros contestamos: la reacción ya había tomado una decisión firme de aplastar militarmente el peligro revolucionario. El fascismo era una amenaza tan real que sólo con los métodos de la revolución socialista podría esperarse la victoria.
Hacia la guerra civil
Azaña fue elegido presidente del gobierno republicano y una mayoría de miembros de los partidos republicanos coaligados en el frente popular coparon las carteras ministeriales. ¿Qué hicieron durante los primeros meses?
Azaña y compañía intentaron restablecer el equilibrio, pero era demasiado tarde. Rearmando a los guardias de asalto, dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña intentó reprimir el movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos políticos, tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con militantes sindicalistas y anarquistas.
La burguesía ya había decidido la partitura que interpretaría, y si había alguna duda, los acontecimientos de febrero la convencieron definitivamente.
Calvo Sotelo, Goicoechea y otros líderes del Frente Nacional proclamaron “la urgencia de coordinar las fuerzas contrarrevolucionarias para una eficaz defensa del orden social”.
Los tradicionalistas continuaban su rearme con vistas al alzamiento militar, y fue precisamente entre los militares donde las maniobras se aceleraban: “Lo que está fuera de duda es que, pocos días después de la formación del gobierno de Azaña y cuando ya Franco había sido destinado a la división militar de Canarias, se celebró una reunión de generales en casa de Delgado Barreto, a la que asistieron los generales Franco, Mola, Orgaz, Varela, González Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel Valentín Galarza para acordar un alzamiento que restableciera el orden en el interior, y el prestigio internacional de España…”14.
Todo este movimiento de sables que contaba con el respaldo de la burguesía, no permanecía secreto dentro de las paredes de las casas de oficiales y cuartos de bandera. Eran constantes los rumores y las informaciones que revelaban la existencia de estos planes. A finales de Marzo se tuvieron noticias del viaje del General Sanjurjo a Berlín para contactar y establecer acuerdos secretos con líderes nazis. ¿Qué hizo el democrático gobierno, presidido por el progresista Azaña?
El Ministro de Guerra, Maisquelet para tranquilizar a la opinión pública y en concreto a la población obrera alarmada ante los signos evidentes de que la contrarrevolución se ponía en marcha, declaró oficialmente: “El Ministro de Guerra se honra en hacer público que toda oficialidad y clases del ejército español, desde los empleos más altos a los más modestos, se mantienen dentro de los límites de la más estricta disciplina, dispuestos en todo momento al cumplimiento exacto de sus deberes y —no hay que decirlo—, a acatar las disposiciones del gobierno legalmente constituido”.
Pero a Azaña le parecía insuficiente la declaración y destinó al General Mola a Pamplona, donde el 14 de marzo se hizo cargo del gobierno militar y del mando de la 12 brigada de infantería. ¡Mola, el mismo reaccionario que se había destacado siempre por su disposición a la represión, ya fuera bajo la Monarquía o con la República!.
Así era como defendían la legalidad republicana los republicanos progresistas, ascendiendo, mimando y favoreciendo a los militares reaccionarios.
En la calle las bandas de matones fascistas de la Falange se encargaban de intimidar a los obreros y atacar los locales de los partidos y los sindicalistas de izquierda.
La primera Junta de generales compuesta por Franco, Mola, González de Lara, González Carrasco, Goded, Varela, Orgaz, Saliquet y Rodríguez del Barrio, funcionaba desde abril, y es muy probable que los preparativos del alzamiento armado se hubieran fijado para abril.
La reacción del movimiento obrero, consciente de los preparativos contrarrevolucionarios no se hizo esperar, aunque, hay que subrayarlo, los líderes de los partidos obreros coaligados a los republicanos en el frente popular no habían previsto más que apoyar lealmente al gobierno de Azaña.
El 1º de Mayo de 1936 la manifestación de Madrid fue una impresionante demostración de fuerza de la clase obrera: más de medio millón de personas desfilaron tras las banderas socialistas, comunistas, de la UGT y de las Juventudes Socialistas Unificadas.
El 1 de abril, en un proceso rapídisimo, las Juventudes Socialistas dirigidas por Santiago Carrillo y Federico Melchor y los comunistas por Fernando Claudín acordaron unificarse con el nombre de JSU. El proceso iniciado a finales de 1933 acabó con la absorción de las Juventudes Socialistas por las pequeñas fuerzas del estalinismo.
Lo cierto es que los batallones de la juventud socialista ampliaron extraordinariamente la base militante del PCE. Miles de jóvenes apoyaron abiertamente la nueva política del estalinismo, pensando paradójicamente que así defendían mejor la revolución, la lucha por el socialismo y el comunismo. Esta lección de la vida a aquellos sectarios que se negaron a trabajar codo con codo con los jóvenes socialistas, porque eran parte de una “organización reformista”, también es válida para aquellos que hoy rechazan defender las ideas del marxismo en las organizaciones obreras porque sus dirigentes “derechistas” aceptan el capitalismo. Una y otra vez cuando las masas entran en acción, despiertan a la vida revolucionaria, lo hacen a través de sus organizaciones tradicionales, construidas con sacrificio, cárcel y represión, y lo hacen con todos sus prejuicios y cautelas. Sólo las abandonan en condiciones excepcionales, revolucionarias, y a condición de que en ese período se haya forjado una dirección alternativa que gane en la práctica la autoridad y el apoyo consciente y militante de los obreros más avanzados.
Mientras tanto Azaña fue nombrado Presidente de la República con los votos del Frente Popular y de los republicanos de derecha, Lliga Catalana, nacionalistas vascos, centristas, agrarios, radicales… tan solo la CEDA votó en blanco. El gobierno formado inmediatamente, con Casares Quiroga como presidente volvía a ser exclusivamente republicano: “…más débil que el anterior, un gobierno más de abogados y profesores, presa de todo género de vacilaciones y temeroso de verse desbordado por el empuje popular”, señala Tuñón de Lara.
Así se concretaba la táctica del Frente Popular por los dirigentes estalinistas y reformistas del PSOE: Dejar hacer a la “burguesía progresista republicana” para no atemorizar a las capas medias. Este era el programa que teóricamente enterraría al fascismo, la alternativa de la III Internacional al avance de la contrarrevolución.
Mientras tanto la junta de generales utilizaba el aparato clandestino de la UME y preparaban los planes de levantamiento. Los generales estrecharon la coordinación con Falange y los carlistas tradicionalistas. Para junio los jefes militares ya estaban designados: Queipo de Llano en Andalucía, Cabanellas en Aragón, Saliquet en Valladolid, González Carrasco en Cataluña, Goded en Valencia, Villegas en Madrid, Franco en Africa y Mola en Navarra y Burgos.
La violencia de los falangistas continuó increscendo en los día previos al levantamiento. El 12 de julio el teniente de Guardias de Asalto, José del Castillo, caía asesinado por pistoleros falangistas. Era el último de una larga lista. En respuesta Calvo Sotelo, el diputado de la reacción fue secuestrado y muerto por un grupo de guardias de asalto.
El levantamiento militar
Los planes de la contrarrevolución se desarrollaban con el pleno conocimiento del gobierno que no hizo nada por impedirlo.
El 14 de julio, Mola concentró en el Monasterio de los Escolapios de Irache, a los coroneles jefes de las guarniciones de Pamplona, Logroño, San Sebastián y Estella para impartir instrucciones. El alcalde de esta última localidad al ser informado de la reunión movilizó a la guardia municipal para practicar detenciones y avisó al gobernador civil. Este último telefoneó a Casares Quiroga, Jefe del gobierno del Frente Popular que respondió: “Qué se retire inmediatamente la Guardia, Mola es un republicano leal”.
El 17 de julio la Guarnición de Marruecos empezando por Ceuta y Melilla comienza el levantamiento, y el resto de las guarniciones militares telegrafiadas por Franco preparan todos los operativos. ¿Cuál fue la respuesta del gobierno? Un operador de radio leal a la república captó todas las comunicaciones de Franco e inmediatamente las transmitió a Casares Quiroga y Azaña, que ya tenían noticias de los combates en Melilla y Ceuta, pero no hicieron nada. Su respuesta a los gobernadores civiles fue tranquilizador: ¡No pasa nada!: “El gobierno declara que el movimiento se limita exclusivamente a ciertas ciudades de Marruecos y que nadie en la península se ha sumado a tan absurda maniobra”.
El gobierno se niega en redondo a tomar ninguna medida para evitar la extensión del levantamiento. Los ministros republicanos avisados de los preparativos militares, dejan hacer durante 48 horas, a los insurrectos, sin movilizar las fuerzas leales del ejército, ni impartir una sola orden.
El levantamiento se extiende a Sevilla, Algeciras, La Línea, Ecija, Cádiz. En Pamplona, Mola se hace rápidamente con el control de la ciudad. Burgos y Valladolid caen pronto bajo el control de los militares fascistas.
¿Qué dice el gobierno? “Quien facilite armas sin mi consentimiento será fusilado”, proclama Casares Quiroga, mano dura contra las masas obreras que el 18 se echan a la calle para impedir el triunfo de la contrarrevolución, y tolerancia para los fascistas.
¿A quién temía más la “burguesía progresista liberal”, fiel aliada del Frente Popular? ¿A los fascistas o a las masas revolucionarias? Hay un viejo dicho católico: por los hechos les conoceréis. Los republicanos en el gobierno se negaban a armar al pueblo, mientras consentían el levantamiento. Ellos podían perder su posición de abogados, sus columnas en los periódicos, sus ingresos como diputados, pero nunca aceptarían un régimen social diferente al capitalismo. La pequeña burguesía republicana se había opuesto siempre, así lo hizo constar en el acuerdo del Frente Popular, a cualquier medida socialista, entonces, ¿por qué iba a armar a los trabajadores y desencadenar el peligro de la revolución?. Lo que ocurrió, narrado por Tuñón de Lara, es un ejemplo vivo de cómo “luchaba” la “progresista burguesía republicana” contra el fascismo: “…Azaña piensa entonces en la solución de compromiso: un gobierno moderado presidido por Martínez Barrio, con participación de Sánchez Román, y dos amigos suyos del Partido Nacional Republicano, que se habían negado a entrar en el Frente Popular… Durante unas horas está formado este gobierno; su ministro de guerra Miaja, telefonea a Mola, que responde que se ha sublevado…”
En las calles de Madrid, una multitud cada vez más numerosa, que reclama armas, prorrumpe en gritos de ¡traición!, al correrse la noticia de que Martínez Barrio va a formar un gobierno que parlamente con los sublevados.
En este momento se sitúa la controvertida conversación entre Martínez Barrio y Mola. Es casi imposible saber los ofrecimientos que hizo el nombrado jefe del gobierno, conocida es la respuesta que se atribuye a Mola: “No nos es posible señor Martínez Barrio, ustedes tienen sus armas, y yo tengo las mías. Si yo acordara con ustedes una transacción habríamos los dos traicionado a nuestros ideales, a nuestros hombres, mereceríamos antes que nos arrestasen”15.
La sublevación fascista es derrotada por la revolución
No fue el gobierno republicano, en el que los dirigentes reformistas del PSOE y los líderes estalinistas habían confiado, el que paró el levantamiento. Fue una vez más la acción independiente de la clase trabajadora, el heroísmo, la decisión y audacia de miles de obreros que con métodos de lucha de clases, la huelga general y la insurrección armada abortaron el triunfo inmediato del fascismo.
Consciente del enorme peligro a que se enfrentaba, a diferencia de lo ocurrido en Alemania o en Austria, los obreros y la juventud española no esperaron las órdenes y las consignas de sus dirigentes reformistas, por otra parte inexistentes, y se lanzaron a apropiarse de las armas y asaltar los cuarteles.
En Barcelona, al igual que Azaña en Madrid, Companys, presidente de la Generalitat, se negó a distribuir armas entre los trabajadores. Militantes de la CNT y del POUM asaltaron armerías, tiendas de caza, obras en construcción en busca de dinamita, requisaron las armas que los fascistas ocultaban en sus casas, así como todos los automóviles que pudieron encontrar. Con este escaso material se enfrentaron en una lucha desigual desde el punto de vista militar a las tropas que los fascistas movilizaron. Sin embargo, su arrojo, su moral, su confianza, desmoralizó a los soldados, muchos de los cuales abandonaron su posición para pasarse al bando del pueblo. A pesar de los centenares de obreros que murieron, en la tarde del 19 de julio cayó preso el general Goded. El pueblo en armas había derrotado la sublevación en toda Catalunya, ante la pasividad del gobierno de la Generalitat que quedó suspendido en el vacío, sin ninguna base segura en la que apoyarse.
Una situación parecida se vivió en Madrid, donde miles de obreros y jóvenes reagrupados el mismo 18 de julio comenzaron la tarea del armamento. Comunistas, socialistas, anarquistas levantaron barricadas en las zonas claves de la ciudad, requisaron y asaltaron los depósitos de armas que pudieron y se arrojaron muchos de ellos con las manos vacías a la conquista del Cuartel de la Montaña que pasó después de horas de intenso combate a manos de los obreros. La misma actitud de los obreros se repitió en cientos de pueblos y ciudades importantes del país: Valencia, Gijón, Málaga, Santander, Bilbao, Badajoz, Cáceres… En otras, fundamentalmente Andalucía, los fascistas tuvieron que emplearse a fondo en una represión salvaje contra los obreros en huelga que con las armas en la mano intentaban abortar la sedición.
La clase obrera española volvió a escribir una página heroica de su historia: lo que pretendía ser un triunfo militar aplastante de la contrarrevolución, se transformó en el inicio de la revolución socialista de las masas trabajadoras.
El levantamiento fascista encontró con poderosas dificultades en el ejército, donde los marineros, tradicionalmente provenientes de las filas de obreros más cualificados y vinculados a las organizaciones de clase, salvaron la mayor parte de la flota, amotinándose y deteniendo a los oficiales insurrectos. Eligieron en muchos barcos Comités de marineros para coordinar la acción con los comités obreros surgidos en la península. Incluso los oficiales de aduanas en la frontera fueron desplazados por soldados armados. El levantamiento armado de los trabajadores fue la señal inequívoca de un cambio dramático en la situación. En centenares de grandes y pequeñas ciudades, de pueblos, el poder real ya no se encontraba en los gobiernos civiles o ayuntamientos. Las instituciones “legales” del Estado republicano habían dejado de funcionar, y en la práctica el único poder real existente era el de los obreros en armas y sus organizaciones, que inmediatamente empezaron a formar y desarrollar sus comités y sus milicias para establecer la defensa armada de sus ciudades y la ofensiva militar contra el levantamiento fascista.
Azaña y el gobierno de Barrio quedó literalmente arrinconado en el limbo de los justos, incapaces de reaccionar ante la enérgica actuación de las masas y obligados a sancionar lo que en la práctica eran ya hechos consumados.
Doble poder
Una situación de doble poder se extendió por todo el país. Cada distrito, ciudad y pueblo organizó su comité militar para armar a las masas e instruirlas. Los comités de fábrica UGT-CNT, encabezando al conjunto de los obreros organizaban la actividad económica, los partidos y los sindicatos organizaban sus propias milicias para defenderse y preparar la ofensiva en el terreno militar. En Catalunya, donde el proceso había llegado más lejos, el Comité Central de Milicias Antifascistas era el auténtico poder en toda la región, y el más importante de los órganos del nuevo poder obrero; de sus quince miembros, cinco eran de CNT-FAI, UGT tenía tres a pesar de su debilidad numérica, POUM uno, Unión de Rabassaires uno y PSUC uno.
Marx y Engels subrayaron que en última instancia el Estado son grupos de hombres armados en defensa de la propiedad privada. El Estado burgués en la España republicana había sufrido un golpe durísimo. Sin fuerzas armadas leales, sin instituciones con poder real, enfrentados al armamento de los trabajadores que se sentían fuertes, Azaña podría implorar pero no gobernar.
¿Quién puede imaginar condiciones más favorables para la toma del poder y el establecimiento de una república socialista que organizase una guerra revolucionaria contra el fascismo?.
Unido a las medidas militares se tomaron medidas en la economía, sobre todo en Catalunya donde una semana después del 19 de julio el transporte y la industria estaban en manos de comités conjuntos CNT y UGT.
Las milicias obreras, los comités sindicales de control sobre la producción y las colectividades en el campo, especialmente en Aragón tras el avance de las milicias anarquistas, constituían los embriones del nuevo poder obrero.
En el terreno militar se demostró la superioridad en la lucha de los métodos revolucionarios. En los primeros meses que el Comité Central de Milicias Antifascistas de Catalunya existió, sus campañas militares iban paralelas a sus actos revolucionarios. Esas milicias conquistaron Aragón como un ejército de liberación social. En cada pueblo que conquistaban, organizaban una plaza segura de la revolución, quemando los títulos de propiedad, expropiando a los terratenientes y estableciendo las colectividades. Es posible que algún pequeño o mediano propietario pusiese mala cara, pero las masas campesinas comprendían que su lucha estaba ligada a la defensa de unas mejores condiciones de vida para ellos y sus hijos.
Alrededor del Comité Central de Milicias se concentraron multitud de comités de fábricas, pueblos, abastecimientos, etc. Establecer pues la coordinación estatal de todos estos comités, con delegados elegidos desde la base y revocables, que estos comités centralizaran y dirigieran democráticamente la vida económica, política y social del país, era el camino para consolidar la democracia obrera creciente:
“…La realidad es que a pesar del surgimiento del doble poder, a pesar del alcance del poder del proletariado en las milicias y su control de la vida económica, el Estado obrero permanecía embrionario, atomizado, dispersado en las diversas milicias, comités de fábricas y comités locales de defensa antifascista constituidos conjuntamente por las diversas organizaciones. Nunca se llegó a centralizar en consejos de soldados y obreros a nivel nacional, como se hizo en Rusia en 1917 y en Alemania en 1918-19.
A pesar del peso numérico y del poder del proletariado español, nunca se traspasó este nivel. A nivel local y en cada columna de milicias, el proletariado mandaba; pero en la cumbre estaba sólo el gobierno. Esta paradoja tiene una explicación muy sencilla: no había partido revolucionario en España listo para potenciar la organización de soviets de manera audaz y consciente…”16.
Los dirigentes de los partidos obreros, con especial ahínco los estalinistas y los líderes más derechistas del PSOE, Besteiro e Indalecio Prieto, profundizaron su política de colaboración de clases a través del Frente Popular.
El objetivo en la lucha contra el fascismo era defender la democracia burguesa, la república democrática, como subrayaban una y otra vez los dirigentes estalinistas. Pero la república democrática que no había hecho nada por impedir el levantamiento fascista, se enfrentaba ahora a los obreros armados que empezaba a organizar su propio poder. En la práctica la política del frente popular y del estalinismo se transformó en toda una cadena de medidas dirigidas a someter el poder independiente de los obreros a los intereses de la burguesía republicana. En otras palabras acabar con la revolución en la zona republicana en beneficio de la defensa de la “República democrática” y de los aliados burgueses en el Frente Popular:
“…El hecho más sorprendente, desde el punto de vista político, es que, en el frente popular español, no había en el fondo, ningún paralelogramo de fuerzas: el puesto de la burguesía estaba ocupado por su sombra. Por medio de los estalinistas, los socialistas y los anarquistas, la burguesía española subordinó al proletariado sin ni siquiera tomarse la molestia de participar en el frente popular: la aplastante mayoría de los explotadores de todo los matices políticos se habían pasado al campo de Franco. La burguesía española comprendió, sin ninguna teoría de la revolución permanente, desde el comienzo del movimiento revolucionario de las masas, que cualquiera que fuera su punto de partida, ese movimiento se dirigía contra la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, y que era imposible terminar con él con los medios de la democracia.
Por esto solo quedaron en el campo republicano residuos insignificantes de la clase poseedora, los señores Azaña, Companys y sus semejantes, abogados políticos de la burguesía, pero en absoluto la burguesía misma. Las clases poseedoras habiéndolo apostado todo a la dictadura militar, supieron, al mismo tiempo, utilizar a los que ayer eran sus representantes políticos para paralizar, disgregar y luego asfixiar el movimiento socialista de las masas en territorio republicano…”17.
¿Pero cómo reconstruir el poder de la burguesía en la zona republicana? Al gobierno de Madrid y a la Generalitat le faltaba el instrumento más importante: las fuerzas armadas. El ejército se había pasado a Franco, exceptuando la marina y buena parte de la aviación, la policía regular no existía como fuerza dependiente del gobierno.
Por otra parte era necesario terminar con los “excesos” revolucionarios que habían amenazado la propiedad privada de las fábricas y las tierras, e impedir a toda costa que el movimiento se desarrollase y adoptase medidas socialistas de nacionalización de la banca.
En la medida en que los partidos obreros se negaron a tomar el poder, formar soviets y emprender una guerra revolucionaria dejaron en manos de los burgueses liberales la lucha contra el fascismo y, junto a los estalinistas, lo primero que reclamaron fue la reconstrucción del poder burgués en la zona republicana. No obstante, enfrentarse abiertamente a las masas armadas no era un ejercicio recomendable. Se trataba de reconstruir ese poder a través de la participación en el gobierno de dirigentes obreros de reconocido prestigio que pudiesen reconducir la situación.
El 4 de septiembre de 1936 Largo Caballero es nombrado Presidente del gobierno. La presentación de su programa fue toda una declaración de “principios”: “Este gobierno se constituye con la renuncia previa de todos su integrantes a la defensa de sus principios y tendencias particulares para permanecer unidos en una sola aspiración: defender España en su lucha contra el fascismo”. (Claridad, 1 de octubre de 1936).
La izquierda caballerista había mostrado sus discrepancias con el acuerdo de Frente Popular, porque recordaba la política de coalición con los republicanos en 1931. Sin embargo, con perspectivas confusas, sin un programa marxista, la izquierda socialista que al principio se pronunció en contra de separar la guerra de la revolución actuó como la cobertura de izquierdas del Frente Popular.
Los efectos políticos de la colaboración de clases
Para las masas de la clase obrera y los jornaleros las condiciones de vida seguían siendo insoportables. No podían esperar que se tomaran medidas después de ganar la guerra. Exigían cambios urgentes e inmediatos de sus condiciones y precisamente esa urgencia era la causa de todas las medidas revolucionarias adoptadas en los meses posteriores al 18 de julio. Para una dirección marxista la guerra civil contra el fascismo hubiera tenido un contenido revolucionario. En cualquier conflicto que enfrenta a la clase dominante contra el pueblo, este último siempre tendrá inferioridad en el plano militar, ¿por qué entonces se producen revoluciones victoriosas? ¿Cómo pudieron vencer los bolcheviques en la guerra civil rusa a un ejército combinado de 23 potencias imperialistas? Nos referiremos más tarde a ello.
La tarea de reconstruir el Estado burgués fue realizándose meticulosamente. En Catalunya los dirigentes anarquistas de la CNT, que tenían todo el poder real en sus manos consintieron entregarlo a la Generalitat de Companys. Todo el sacrifico, el esfuerzo de miles de hombres y mujeres fue lo que realmente paró el levantamiento y ese mismo impulso revolucionario, con la complicidad de todos los dirigentes obreros, se sometió a los órganos de poder republicanos.
En Catalunya donde el doble poder había llegado más lejos, la Generalitat burguesa recondujo paulatinamente la situación. En septiembre de 1936 se constituyó el nuevo gobierno de la Generalitat con tres ministros de Esquerra Republicana, tres de la CNT, tres de Unión Campesina, uno de Acció Catalá, dos del PSUC y uno del POUM.
La primera medida decisiva fue la disolución del Comité Central de Milicias, cuya autoridad recayó en los ministerios de Defensa y Seguridad interna; pero no fue la última. Un decreto publicado el 9 de octubre de 1936 señalaba:
“Artículo primero: se disuelven en Catalunya todos los comités locales, cualesquiera que sean sus nombres o títulos, junto con todas las organizaciones locales que pudieran haber surgido para aplastar al movimiento subversivo, sean sus objetivos culturales, económicos o de cualquier otra especie”.
“Artículo segundo: cualquier resistencia a dicha disolución será considerada un acto fascista y sus instigadores entregados a los tribunales de justicia militar”.
La disolución de los comités populares en Catalunya marcó el primer avance de la política contrarrevolucionaria en terreno republicano. El otro jalón importante en la consolidación del estado burgués se dio el 27 de octubre de 1936, cuando se promulgó el decreto de desarme de los obreros:
“Artículo primero: todas las armas largas (fusiles, ametralladoras, etc.,), que obren en poder de los ciudadanos serán entregadas a las municipalidades, o requisadas por ellas, dentro de los ocho días siguientes a la promulgación de este decreto. Las mismas serán depositadas en el Cuartel General de Artillería y el Ministerio de Defensa de Barcelona para cubrir las necesidades del frente”.
“Artículo segundo: Quienes retuvieron tales armas al fin del período mencionado serán considerados fascistas y juzgados con todo el rigor que su conducta merece”.
Los decretos no dejaban margen de duda. Se trataba de someter a los obreros a la política del gobierno. ¿Qué hicieron el POUM y la CNT ante estas disposiciones?
Aunque en palabras los dirigentes del POUM, abogaban por el poder obrero, las milicias y la revolución, en los hechos consintieron todos estos decretos que fueron además aprobados con su consentimiento en el gobierno de la Generalitat. En el caso de la CNT ocurrió igual. Los líderes anarquistas que entregaron el poder a Companys no dudaron tampoco en someterse a la política de la burguesía liberal y el estalinismo.
Otra cosa diferente fue la reacción de los militantes poumistas y cenetistas que habían protagonizado el levantamiento y que desconfiaban y en muchos casos se oponían frontalmente al desarme de los obreros y la liquidación de los comités. En el POUM la sección madrileña aprobó por inmensa mayoría un programa de oposición basado en una política leninista. En Barcelona el movimiento opositor a la política de Nin, Andrade y Gorkin también se desarrolló con fuerza.
El instinto revolucionario y la experiencia vivida bajo la república democrática había escaldado a miles de obreros y en la práctica, la política del frente popular entraba en contradicción con las aspiraciones revolucionarias de los trabajadores.
El programa del gobierno de Largo Caballero discurrió por el mismo camino que el de la Generalitat. Presionado por los estalinistas, la tarea más importante que se impuso fue la reconstrucción del ejército regular, y la liquidación de las milicias obreras.
Stalin, que desde el comienzo de la guerra civil se había sumado al Comité de No Intervención, quería demostrar a sus aliados imperialistas (Francia y Gran Bretaña), que no tenía la menor intención de favorecer una revolución socialista en España.
El gobierno de Largo Caballero repitió la política de conjunción republicano-socialista de 1931-1933.
En lugar de aprobar un decreto de nacionalización del campo en todo el país, ligado a la nacionalización de la banca para poner todos los recursos financieros al servicio de los intereses de los trabajadores y los campesinos, promulgó un decreto sobre la tierra (el 7 de septiembre de 1936) en el que se limitaba a legalizar el reparto de haciendas de conocidos fascistas.
En la política respecto a las colonias, la postura de Largo Caballero y su gobierno fue una continuación de la practicada por los anteriores, negando el derecho de autodeterminación para Marruecos, para no ofender a los imperialistas franceses y poner en peligro sus intereses en Africa.
Abd-el-Krim, el líder nacionalista marroquí exiliado en Francia, envió una carta a Largo Caballero pidiéndolo que interviniese ante León Blum para que se le permitiese volver a Marruecos con el fin de dirigir una insurrección contra Franco. Pero Largo Caballero no intervino y Blum dirigente socialista del Frente Popular francés tampoco hizo nada.
La banca siguió controlada por el gobierno y sus socios burgueses. Largo Caballero tan solo estableció el control de los sindicatos para evitar la fuga de capitales, pero las industrias y el campo estaban a merced de la banca que con toda facilidad podían negarse a concederles los préstamos necesarios para su actividad.
El gobierno también estableció reparaciones para compensar a los antiguos dueños de tierras colectivizadas, que fueron indemnizados, y devolvió la propiedad de las fábricas a los dueños extranjeros y nacionales que en las primeras jornadas habían sido expulsados.
Los líderes estalinistas españoles fueron los primeros en exigir la liquidación de las milicias y en someter a sus milicianos a los oficiales de Azaña; fueron los más activos defensores de la reconstrucción del Estado burgués.
Miles de comunistas combatían sinceramente por el triunfo de la revolución. Militantes abnegados y sacrificados seguían las siglas del PCE porque representaban la tradición de Octubre y del socialismo. No se puede decir lo mismo de sus dirigentes, que aplicaron con vehemencia la política de Stalin en todos los terrenos.
“Es totalmente falso, declaraba Jesús Hernández, editor de Mundo Obrero (6 de agosto de 1936), que el objetivo de esta movilización obrera sea la instauración de una dictadura proletaria al fin de la guerra. No puede decirse que tengamos un fin social para participar en la guerra. Los comunistas somos los primeros en repudiar semejante suposición. Nos motiva únicamente el deseo de defender la República Democrática...”.
L’Humanité, órgano del partido Comunista Francés publicó a principios de agosto la siguiente declaración:
“El Comité Central del PCE nos solicita que informemos al público, en respuesta a los informes fantásticos y tendenciosos de ciertos diarios, que el pueblo español no busca la instauración de la dictadura del proletariado, sino que conoce un solo objetivo: la defensa del orden republicano, respetando la propiedad”.
Las intenciones en el terreno práctico del estalinismo eran públicas, y por si acaso, José Díaz, Secretario General del PCE, subrayaba con trazo grueso lo que era permisible y lo que no: “Si bien al comienzo los distintos intentos prematuros de ‘socialización’ y ‘colectivización’, fruto de la falta de claridad, en cuanto al carácter de esta lucha, puedan haber estado justificados por el hecho de que los grandes terratenientes, industriales, etc., habían abandonado sus tierras y fábricas, y había que seguir produciendo a toda costa, ahora no existe la menor justificación. En la actualidad cuando existe un gobierno del Frente Popular, representativo de todas las fuerzas empeñadas en la lucha contra el fascismo estas cosas no solamente son indeseables, sino totalmente impermisibles”.
Los dirigentes del PCE adoptaron una línea de actuación basada en liquidar los embriones de poder obrero, restablecer la “legalidad” republicana, y someter al conjunto de la clase obrera a la táctica de “ganar primero la guerra y luego hacer la revolución”.
Este eslógan repetido con vehemencia hasta en el último rincón, era clave para el objetivo que perseguían los republicanos y los líderes estalinistas: disolver las milicias obreras, fuera del control del gobierno y ligadas directamente a la conciencia revolucionaria de las masas. Liquidar el armamento independiente del proletariado era una condición indispensable para ahogar el movimiento revolucionario.
Toda la maquinaria propagandista de la Internacional Comunista estalinizada se puso a trabajar en este objetivo. Las milicias fueron calumniadas y desprestigiadas. Se hablaba de la indisciplina, la “anarquía”. Incluso se hicieron populares las insinuaciones sobre las orgías y la prostitución que según fuentes del gobierno minaban la moral combatiente.
Para terminar con este modelo de desorganización militar, incapaz de competir en la batalla contra el ejército profesional de Franco, el gobierno del Frente Popular levantó la bandera del Ejército Regular republicano, con el restablecimiento de la disciplina, el mando, la estructura... burguesa.
Las tareas policiales que en los primeros meses de la insurrección recayeron en las patrullas obreras en Barcelona, y en las milicias de retaguardia en Madrid y Barcelona, fueron sometidas de nuevo al control de la Guardia Civil, rebautizada por Largo Caballero como Guardia Nacional Republicana. La fuerza de Carabineros, (encargada de las aduanas), se reconstruyó hasta alcanzar más tarde bajo el gobierno de Negrín los 40.000 efectivos.
El gobierno para aumentar el control sobre estas fuerzas, aprobó un decreto prohibiendo la pertenencia a ningún partido y sindicato de los miembros de la Guardia Nacional, de Asalto, o de los carabineros.
En Catalunya la cosa fue diferente, porque la influencia del estalinismo entre otras razones era mucho menor. Cuando el Ministro de Orden Público de la Generalitat, Jaime Andrade, intentó aplicar un decreto similar y disolver las patrullas obreras, se encontró con la resistencia de los militantes de CNT, FAI y POUM que hicieron fracasar su intentona.
La liquidación de las milicias
Probablemente un tercio de las fuerzas militares en la zona republicana estaban bajo control de la CNT. Las milicias anarquistas habían logrado grandes éxitos en la conquista de Aragón con una política militar revolucionaria.
Los decretos de reclutamiento y militarización fueron aprobados en septiembre de 1936, con el apoyo de los líderes de la CNT y POUM, que publicaban folletos a favor de un ejército disciplinado y de un mando único.
La cuestión fundamental no era la necesidad de centralización y la disciplina más férrea, objetivo que estaba fuera de toda duda. El punto central cuando tratamos los aspectos militares en una guerra civil es precisamente qué clase social controla el ejército, la burguesía o el proletariado, con qué fines y con qué objetivos se lucha.
No es posible tener un ejército proletario en el seno de un estado burgués. Para tener un ejército capaz de luchar contra el fascismo, librando una guerra revolucionaria, el proletariado debía tomar el poder y poner todos los recursos del Estado bajo su control.
La experiencia militar de la revolución y la guerra civil rusa fueron extraordinariamente claras. ¿Cómo pudieron vencer los bolcheviques? ¿Acaso porque tenían más armas que los ejércitos imperialistas, más cuadros técnicos que el ejército blanco contrarrevolucionario? Una y mil veces no, esta no fue la razón. El factor decisivo de la victoria de los bolcheviques fue que disponían de una clara estrategia revolucionaria y por tanto de métodos revolucionarios.
“En una guerra civil”, escribía Trotsky, “una parte fundamental de la lucha se desarrolla en el terreno político. Los combatientes del ejército republicano tienen que tener conciencia de que combaten por su completa emancipación social y no por restablecer las anteriores formas de explotación. Lo mismo debe hacerse comprender a los obreros y sobre todo a los campesinos tanto en la retaguardia del ejército revolucionario, como en la del ejército campesino...”.
La disciplina fue decisiva para el triunfo del Ejército Rojo en la guerra civil rusa, pero ésta surgía del grado de convencimiento de la tropa, de su compromiso con los objetivos de la lucha. La moral de los soldados rojos en Rusia provenía precisamente de que estaban convencidos de que libraban una guerra revolucionaria contra el zarismo y los imperialistas. Su lucha no era a favor de la “democracia burguesa” de los Kerenski y Tseretelli de turno, que ya habían demostrado la verdadera naturaleza de clase de su política, sino a favor del futuro de sus familias, de la tierra y las fábricas que habían expropiado a los terratenientes y burgueses, de la nueva sociedad que estaban construyendo. Cuando estas ideas penetraron en la conciencia de miles de soldados rojos se convirtieron en una fuerza imparable.
Muchos dirigentes de la CNT y del POUM, explicaban que era necesario aceptar la disolución de las milicias y la formación de un ejército regular porque eran las condiciones que Stalin imponía para enviar nuevos cargamentos y material de guerra al bando republicano. Los líderes anarquistas, si hubieran adoptado una firme política revolucionaria, habrían continuado la ofensiva en Aragón y denunciado ante la clase obrera las condiciones contrarrevolucionarias exigidas por Stalin.
Además convertir una parte importante de las industrias civiles en fábricas de guerra era totalmente posible, si los obreros y sus comités con un programa revolucionario hubieran tenido el poder en sus manos. El problema era precisamente que el poder se encontraba del lado de la burguesía republicana, los nacionalistas catalanes y vascos y los dirigentes estalinistas.
“Las condiciones para la victoria de las masas en la guerra civil contra los opresores son:
1.- Los combatientes del ejército revolucionario deben tener plena conciencia de que combaten por su completa emancipación social y no por el restablecimiento de la vieja forma (democrática) de explotación.
2.- Lo mismo debe ser comprendido por los obreros y campesinos, tanto en la retaguardia del ejército revolucionario como en la del ejército enemigo.
3.- La propaganda, en el frente propio, en el frente adversario y en la retaguardia de los dos ejércitos, tiene que estar totalmente impregnada por el espíritu de la revolución social. La consigna: "primero la victoria, después las reformas", es la fórmula de todos los opresores y explotadores.
4.- La victoria viene determinada por las clases y capas que participan en la lucha. Las masas deben disponer de un aparato estatal que exprese directa o indirectamente su voluntad. Este aparato sólo puede ser construido por los soviets de los obreros, campesinos y soldados.
5.- El ejército revolucionario (...) debe llevar a cabo inmediatamente en las provincias conquistadas las más urgentes medidas de revolución social...
6.- Debe expulsarse del ejército revolucionario a los enemigos de la revolución socialista, es decir, de los explotadores y sus agentes, aunque se disfracen con la máscara de “democráticos”, “republicanos”...
7.- A la cabeza de cada división debe figurar un comisario con una autoridad irreprochable, como revolucionario y combatiente.
8.- El cuerpo de mando (...) su verificación y selección debe realizarse sobre la base de su experiencia militar, de los informes aportados por los comisarios y de las opiniones de los combatientes rasos. Al mismo tiempo deben dedicarse esfuerzos en la preparación de comandantes procedentes de las filas de los obreros revolucionarios.
9.- La estrategia de la guerra civil tiene que combinar las reglas del arte militar con la tareas de la revolución social...
10.- El gobierno revolucionario, como comité ejecutivo de los obreros y campesinos, tiene que ser capaz de conquistar la confianza del ejército y del pueblo trabajador.
11.- La política exterior debe tener como principal objetivo, despertar la conciencia revolucionaria de los obreros, los campesinos y las nacionalidades oprimidas del mundo entero...” (León Trotsky, España, última advertencia, pág. 113-15).
En octubre el gobierno de Largo Caballero publicó el primer decreto de desarme de los obreros en retaguardia, y el 15 de febrero ordenó la retirada de todas las armas, incluidas las cortas a quien no tuviera “permiso legal”. El 12 de marzo se ordenó a las organizaciones obreras retirar las armas cortas y largas a sus militantes y entregarlas en el plazo de 48 horas.
En Catalunya los obreros anarquistas y poumistas estaban alarmados por los avances de la contrarrevolución. Este descontento de las masas, que es el producto del choque entre su conciencia revolucionaria y la política del gobierno republicano, se fue traduciendo en oposición creciente y presión a sus dirigentes. El 27 de marzo los ministros de la CNT en la Generalitat, abandonaron el gobierno catalán: “No podemos sacrificar la revolución al concepto de unidad”, declaraba la prensa de la CNT, “la unidad se ha mantenido sobre las bases de nuestras concesiones”. Pero en la práctica, la dirección de la CNT había aceptado todas las medidas del gobierno burgués de Companys: desarme de los obreros, decretos de disolución de milicias y patrullas obreras...
En contraste con la actitud flexible de los dirigentes anarquistas que sacrificaron todos sus principios en favor de la unidad con Companys y Azaña, las masas confederales no estaban dispuestas a hacer más concesiones.
El surgimiento de grupos de oposición en la CNT-FAI como Los Amigos de Durruti, ponía de manifiesto el estado de ánimo de los obreros.
Un proceso similar ocurría en el seno del POUM. Mientras Nin y otros dirigentes hablaban de revolución, en la práctica su política no se diferenciaba: aceptaron los decretos del gobierno y sometieron a su base de los dictados del frente popular. De hecho para enmascarar sus concesiones hablaban de que la dictadura del proletariado ya estaba en marcha en Catalunya en la forma de unidad de acción de los partidos y sindicatos obreros. ¡No hay más ciego que el que no quiere ver! El POUM era sin duda la organización más honesta de cuantas combatieron en la revolución. Pero la honestidad no puede sustituir un programa marxista. La política centrista de sus dirigentes provocó reacciones encontradas en la base, que no estaba dispuestas a tolerar más concesiones.
Mayo de 1937. Barricadas en Barcelona
Las masas que habían aplastado la insurrección fascista el 19 de julio no estaban a favor de aceptar la liquidación de su poder tan fácilmente.
En el transcurso de los intentos por restablecer la legalidad burguesa en territorio republicano, todas las acciones de los trabajadores que podían transformase en una contestación al gobierno, eran evitadas.
El 1º de mayo de 1937 las manifestaciones y asambleas fueron prohibidas. Mientras tanto, en las plazas donde todavía los elementos de poder obrero sobrevivían, como en Barcelona, el gobierno se esforzaba por acabar con ellos definitivamente. Durante las últimas semanas de abril los enfrentamientos entre los Guardias de Asalto y los obreros se multiplicaron: los trabajadores se negaban a ser desarmados. Pero incluso el desarme, fundamental para que el gobierno se emancipase de la amenaza de los trabajadores, se debía completar con el control absoluto de las comunicaciones, que en Barcelona todavía permanecían en manos de los comités obreros desde el 19 de julio. La Central Telefónica era un claro ejemplo de doble poder: el gobierno de Madrid se veía obligado a aceptar que sus comunicaciones con la Generalitat fueran controladas por los obreros, con el riesgo que eso suponía.
Con el objetivo de eliminar este obstáculo, el 3 de mayo un destacamento de Guardias de Asalto dirigidos por el jefe estalinista del PSUC, Rodríguez Salas, desarmaron a los milicianos que se encontraban en los pisos inferiores del edificio. La reacción de los obreros anarquistas que custodiaban los pisos superiores fue inmediata y la refriega de disparos no se hizo esperar. La provocación de los líderes estalinistas, sus ansias por controlar los últimos bastiones del proletariado, desencadenó la reacción de miles de obreros en las fábricas y en los barrios que se levantaron rearmándose y construyendo barricadas.
El movimiento insurreccional se extendió como la pólvora por todas las zonas de la ciudad y fuera de ella, como en Lérida donde la misma noche del 3 de mayo la Guardia Civil rindió sus armas a los obreros o en Tarragona y Gerona donde los locales del PSUC y Estat Catalá fueron tomados como medida preventiva por militantes del POUM y CNT.
Los dirigentes del POUM y la CNT tenían en sus manos dar un cambio drástico a la situación. Apoyándose en el instinto revolucionario de los obreros de la ciudad podían haber tomado el poder, suprimir la Generalitat, haber restablecido un control obrero en las fábricas y las colectivizaciones en toda Catalunya, la centralización de las milicias con un programa revolucionario y hacer un llamamiento a los trabajadores del resto de la península para librarse de los dirigentes del Frente Popular.
En estas condiciones y con una perspectiva revolucionaria, el fascismo podría haber sido derrotado. Las masas marcaban de nuevo con su acción el camino de la revolución socialista. Pero a pesar de su negativa a aceptar el desarme y el control de la ciudad por parte de los estalinistas, carecían de un programa político y una táctica inmediata para hacerse con el poder.
El martes 4, la prensa de la CNT pedía la dimisión de Salas pero no mencionaba ni una sola palabra sobre los obreros insurrectos. Tampoco en La Batalla, órgano del POUM, se proponían consignas ni directrices. Pronto los dirigentes de la CNT optaron por pedir a los obreros que abandonasen las barricadas y se sometiesen a la disciplina del Frente Popular. En ese momento la escisión entre los militantes anarquistas, combatientes activos de las barricadas y sus líderes, alcanzó el punto máximo. Una política revolucionaria seria por parte del POUM, cuyos militantes en las barricadas fueron saludados calurosamente por los miembros de la CNT, podría haber atraído a sus filas a miles de obreros y jóvenes anarquistas. Sin embargo, los líderes del POUM cogidos de los faldones de la CNT, no tomaron ninguna iniciativa.
A pesar de todo, los obreros no se movieron, rechazando las súplicas de los líderes de la CNT que ante el alcance de la situación propuso un “acuerdo” a los trabajadores insurrectos para levantar las barricadas: cada partido mantendría sus posiciones y los comités responsables serían informados si en algún lugar se rompía el pacto. Obviamente el gobierno aceptó la propuesta con tal de frenar el movimiento. Los líderes de la CNT y el POUM, contentos con las declaraciones del gobierno instaron a los obreros a abandonar las barricadas y volver al trabajo. Tan solo el pequeño grupo de los Bolcheviques-Leninistas, (Sección Española de la IV Internacional), sacó un panfleto llamando a la ofensiva revolucionaria18.
El miércoles 5 de mayo, gobierno y dirigentes anarquistas fueron a Lérida a detener un grupo de 500 milicianos de la CNT y POUM que se dirigían a la ciudad en apoyo de los obreros insurrectos. El jueves 6 por el contrario, el gobierno movilizaba a 5.000 guardias de asalto desde Valencia con la intención de desarmar y proceder a la represión brutal de todos los obreros opuestos a la política del Frente Popular. Más tarde, el general Pozas enviado por el gobierno se presentaba al ministro de Defensa de la Generalitat, miembro de la CNT y le comunicaba que los ejércitos catalanes eran la cuarta brigada del ejército español. Los líderes de la CNT, sin rechistar, entregaron todo el poder militar a los mandos estalinistas enviados por el gobierno republicano. El resultado no se hace esperar: la represión se ceba contra los obreros y las patrullas que son desarmadas violentamente por los Guardias de Asalto provenientes de Zaragoza. Además de los 500 muertos, y 1.500 heridos de los enfrentamientos entre los obreros revolucionarios y las fuerzas republicanas y estalinistas, las cárceles empiezan a abarrotarse de militantes de la CNT y el POUM acusados de “contrarrevolucionarios”. Fue el capítulo final de la revolución: “En lo que a Catalunya se refiere, la purga de trotskystas y anarcosindicalistas ha empezado; será conducida con la misma energía con que se ha hecho en la URSS”, decía Pravda el 17 de diciembre de 1936, y no se equivocó.
Salida de Largo Caballero del gobierno. Triunfo pleno del estalinismo
La derrota de los obreros catalanes marcó una nueva etapa en el avance de la contrarrevolución en todo el Estado.
Hasta este momento la recomposición del Estado burgués se había logrado en base a las muletas de los dirigentes más izquierdistas, empezando por Largo Caballero y los líderes de la CNT. Los errores y vacilaciones posteriores del POUM, permitieron precisamente a los estalinistas avanzar terreno más rápidamente.
Stalin comprendía que los servicios prestados por el ala izquierda del Frente Popular para contener el avance de las masas habían sido muy útiles, pero representaban un estorbo en esta nueva fase de represión contra los elementos revolucionarios de la izquierda.
Una ofensiva similar a la lanzada en Rusia, los tristemente famosos Juicios de Moscú, sirvió para encarcelar, y desprestigiar a los sectores más avanzados de las filas revolucionarias.
Bajo la consigna, ¡abajo los trotsko-fascistas!, los estalinistas y sus aliados dieron marcha a una campaña de burdas manipulaciones y falsas acusaciones contra el POUM y sus dirigentes. Identificados como una quinta columna de Franco, para lograr su ilegalización y desmantelamiento no se ahorró en medios, desde fabricar informes falsificados hasta la detención y eliminación física de sus militantes y dirigentes, como Andreu Nin, asesinado por un grupo de la GPU rusa en colaboración con los responsables de inteligencia del PCE.
Este episodio, el más negro en la historia de la revolución española, confirmaba las auténticas razones que movían la política de Stalin. Posteriormente numerosos documentos, testimonios y libros, incluso de dirigentes del PCE de aquella época han probado que la burocracia de Moscú temía por encima de todo el triunfo de la revolución socialista en España y sus efectos en el despertar revolucionario de las masas soviéticas. La revolución triunfante en España era una amenaza que era necesario aplastar. Por eso emprendieron una brutal represión, ligada a una campaña de calumnias y falsificaciones contra todos aquellos que podían despertar la conciencia revolucionaria de la clase obrera rusa.
Los procesos de Moscú que acabaron con el asesinato de la vieja guardia bolchevique, y la deportación durante las grandes purgas de decenas de miles de comunistas, se extendieron también al Estado español.
Stalin exigía un trabajo completo al gobierno republicano, pero Largo Caballero dirigente del ala de izquierdas del PSOE no estuvo dispuesto a participar de estas burdas maniobras. Su negativa a colaborar en la farsa de los juicios contra el POUM y en la declaración del POUM como agente de Franco en la retaguardia, provocó su salida del gobierno.
Las fuerzas “leales” al Frente Popular, esto es, estalinistas, republicanos y socialistas de derechas eligieron a Negrín, socialista ultraconservador como nuevo presidente del gobierno. El nuevo ejecutivo bautizado como el de la "victoria" no hacía más que preparar el camino hacia la derrota militar, una vez aniquilado el impulso revolucionario y los órganos de poder obrero en la zona republicana.
¡No Pasarán! La heroica resistencia al fascismo en Madrid
Es imposible describir en un espacio limitado el comportamiento heroico del proletariado español en su lucha contra el fascismo. Hemos citado anteriormente la actitud de los obreros catalanes, pero no fueron los únicos que lucharon con valor contra Franco.
El ejemplo de la resistencia de Madrid pasará a la historia como la prueba de que cuando el pueblo utiliza métodos revolucionarios es imposible vencerle.
Madrid, suponía el objetivo militar más preciado para Franco. Todos los esfuerzos bélicos fascistas, una vez consolidadas sus plazas de Andalucía, Castilla y Extremadura, después de una feroz represión, eran para converger sobre la capital y forzar el reconocimiento del régimen fascista por parte de las potencias imperialistas occidentales, Francia y Gran Bretaña.
Para los estalinistas la pérdida de Madrid hubiera significado un duro golpe a su prestigio, basado sobre todo en el V Regimiento, que contaba con 100.000 hombres y estaba encargado de la defensa de la ciudad.
Abandonando los métodos empleados en otras zonas, esta vez las medidas militares que eran reclamadas por los sectores más avanzados de la CNT y el POUM, sí fueron aceptadas y puestas en práctica en Madrid.
El gobierno y los estalinistas permitieron el desarrollo de Comités de defensa en cada barrio, que no sólo registraban los domicilios de fascistas y sospechosos de colaboración, también tenían capacidad para detener a todos los que trabajaban o se sospechaba trabajaban para los fascistas, la famosa “quinta columna”. Los comités de obreros organizaron la defensa con barricadas, casa a casa, calle a calle. Se crearon comités de mujeres para ayudar a las milicias y comités de abastecimiento encargados de la alimentación y la munición.
Todos estos comités desarrollaron una actividad frenética incorporando al conjunto de la clase obrera y la juventud, a las mujeres de toda la ciudad, a las tareas de la defensa. La situación era tan desesperada que incluso los estalinistas cedieron temporalmente en su campaña de calumnias contra el POUM y les permitieron participar en los comités, al mismo tiempo que recibían triunfalmente a las tropas de la CNT, comandadas por Buenaventura Durruti, contradiciendo las campañas constantes de desprestigio contra las milicias anarquistas durante su ofensiva en Aragón.
Mientras muchos sectores de la izquierda, incluido dirigentes de la CNT, POUM y del ala caballerista del PSOE exigieron una ofensiva general en todos los frentes para desbaratar la presión franquista sobre Madrid, la propuesta fue plenamente ignorada por el gobierno.
Cuando la presión mayor cedió a partir de enero de 1937, y el ejército franquista dirigió sus objetivos militares hacia Catalunya, los estalinistas recurrieron a la misma política de antaño: "no poner como objetivo de la guerra otro que defender la democracia". De nuevo se volvió a la política represiva contra los elementos más destacados del ala de izquierda, se suprimieron los comités obreros, se prohibió la prensa y radio del POUM....
La política del gobierno Negrín
A la represión del movimiento obrero catalán en mayo de 1937 y la ilegalización del POUM, se sumó la cadena de desastres en el frente militar. Todo el norte del país, cuya defensa exceptuando Asturias se puso en manos de los nacionalistas vascos, fue entregado a Franco sin apenas combate.
Los dirigentes del PNV antes que demócratas eran burgueses, y como burgueses confiaban que si entregaban a Franco Bilbao, San Sebastián o Santander este respetaría la propiedad de sus fábricas, fábricas que luego fueron puestas a funcionar activamente en beneficio del ejército fascista.
Habiendo impedido librar una guerra revolucionaria contra Franco, el heroísmo y el sacrificio de los milicianos y posteriormente de los soldados del ejército popular, no evitó que la impericia, los errores y la desidia del gobierno republicano se impusieran, abriendo el camino al triunfo fascista.
En julio de 1936 Azaña disponía de cerca de 600 millones de dólares en oro, mientras que el embargo real de venta de municiones a la España republicana no fue impuesto hasta el 19 de agosto: durante ese mes no se compró apenas armamento.
La Marina había quedado bajo control de la República casi en su totalidad. Podía haber sido utilizada de forma efectiva para obstaculizar el paso de las fuerzas legionarias hacia la península. Sin embargo, a mediados de septiembre el gobierno republicano obligó el traslado de casi la totalidad de la flota del Estrecho a Málaga, para permitir el “libre tránsito” de la zona, tal como exigían las potencias imperialistas que habían suscrito el pacto de no intervención.
El gobierno del Frente Popular jamás hizo ningún llamamiento internacionalista revolucionario a los pueblos y trabajadores del mundo, para despertar su conciencia revolucionaria. En su lugar, se multiplicaban las peticiones, misivas y súplicas a la burguesía imperialista, francesa y británica, que obviamente temían mucho más el triunfo de la revolución socialista que el triunfo del fascismo.
La política de Gran Bretaña y Francia a través del Comité de No Intervención fue la de sabotear cualquier ayuda militar al gobierno republicano, mientras consentían la ayuda masiva de Alemania e Italia al ejército franquista.
Sin embargo las condiciones para una auténtica solidaridad revolucionaria entre los trabajadores estaban dadas. Pero la política del estalinismo sustituyó la acción del proletariado, tan importante en la defensa de la Revolución Rusa, cuando los bolcheviques animaron la revolución en Alemania y en toda Europa, por las medidas diplomáticas y las protestas “oficiales” en la Sociedad de las Naciones contra el apoyo de Alemania e Italia a Franco. El apoyo militar de Rusia a la República fue utilizado como una forma de condicionar la política del gobierno y del Frente Popular a las necesidades de Stalin. El grifo se abría y cerraba en función de las demandas del momento.
Negrín robusteció todas las medidas restauracionistas del poder burgués iniciadas anteriormente. El ejército volvió a la antigua jerarquía, eliminando cualquier tipo de democracia en su seno. Se redujo la paga de los milicianos de 10 a 7 pesetas diarias, mientras que los oficiales pasaron a ganar según el grado, de 25 a 100 pesetas. Los Comités de abastecimiento desaparecieron o fueron sustituidos por auténticas asociaciones de empresarios que boicoteaban la distribución de alimentos, hacían estraperlo o acumulaban mercancías para forzar la subida de los precios de primera necesidad de la población.
Paralelamente el gobierno atacó sin miramientos las conquistas revolucionarias en Aragón, donde tres cuartas partes de la tierra eran cultivadas por las colectividades, en su mayoría de la CNT. Este método de explotación logró que la producción agrícola de la región creciese un 30% más de promedio en año y medio. El poder en Aragón estaba en manos del Consejo que actuaba en la práctica como un gobierno centralizador de todas las colectividades y milicias. Para someterlo a su control, el gobierno del Frente Popular decretó el 11 de Agosto de 1937 su disolución, y el desmantelamiento de todos los consejos municipales y colectividades, tarea que fue ejecutada por Líster, líder militar del V Regimiento.
Con el desmantelamiento de las colectividades agrarias en Aragón, la restauración burguesa en la zona republicana llegó a su punto culminante. Ahora los elementos ligados a la pequeña burguesía, los militares de carrera, los abogados e intelectuales que siempre habían temido más que a nada la revolución socialista comenzaron a levantar cabeza y lo hicieron, una vez que comprobaron que la guerra estaba perdida, exigiendo la negociación de la paz con el general Franco.
La desconfianza en la victoria aceleró los planes de capitulación del gobierno. Coincidiendo con el 1º de Mayo de 1938 el gobierno propuso en un documento público las condiciones de la rendición. El documento denominado Fines de Guerra del gobierno de la Unión Nacional de la República Española proponía entre otras cosas:
“Garantizar una República popular representada por un Estado fuerte y vigoroso”, que “la estructura jurídica y social de la República será obra de la voluntad nacional libremente expresada mediante un plebiscito que tendrá efecto tan pronto como termine la lucha”... “El Estado garantizará la propiedad legal y legítimamente adquirida...”.
Se puede apreciar por el contenido del texto, que ya se habla abiertamente de fines nacionales, del interés de la patria, y del país, abdicando cualquier referencia a los intereses de las clases populares. En esta etapa final de la guerra, los líderes estalinistas más radicales sustituyen abiertamente cualquier referencia de clase por continuos llamamientos de la “guerra patriótica” contra el fascismo, que es presentado bajo la forma de “invasión extranjera”. Incluso, se hacen continuas comparaciones con la guerra de la Independencia de 1808. Como en un barco sin rumbo, las grietas y divisiones entre los socios del Frente Popular no tardan en aparecer ante el naufragio inminente.
Negrín, que tantos esfuerzos había hecho por atraerse el apoyo o cuando menos la neutralidad de Gran Bretaña y Francia, fracasa rotundamente. El Pacto de Munich, firmado por Gran Bretaña, Francia y la Alemania nazi, puso en evidencia el auténtico carácter de clase del imperialismo aliado. Como prueba de buena voluntad ante Hitler, los gobiernos de Londres y París, reconocieron al gobierno de Franco, para demostrar que por encima de sus consideraciones democráticas, su odio a un eventual triunfo de la revolución era más poderoso que cualquier otra razón. Los "democráticos" estados de Gran Bretaña y Francia rompieron con Negrín. Francia cerró la frontera de los Pirineos, aumentando de esta forma el bloqueo militar, y congeló créditos y fondos depositados en este país por el gobierno republicano.
Este acuerdo entre las potencias imperialistas y Alemania, fue sólo la antesala del pacto Ribentrop-Molotov, por el que la burocracia estalinista intentaba llegar a un acuerdo de buena voluntad con la Alemania nazi, acuerdo que fue firmado ya, sobre las cenizas de la revolución española.
Mientras tanto, el gobierno Negrín en su política de capitulación abierta frente a Francia y Gran Bretaña, accedió, con el beneplácito de Stalin, a la desmovilización y salida del país de las Brigadas Internacionales en noviembre de 1938, justo tres días después de que participaran heroicamente en la Batalla del Ebro.
Bajo la bandera de las Brigadas Internacionales combatieron 60.000 hombres y mujeres de 70 países diferentes. Con el ideario de la revolución, estos combatientes internacionalistas fueron el ejemplo más claro de las enormes consecuencias que hubiera tenido en Europa y en todo el mundo el triunfo de la Revolución Socialista en España: ningún ejército burgués hubiera podido parar los efectos de la revolución española triunfante entre los obreros, franceses, ingleses, italianos o alemanes.
A pesar de las victorias en Teruel y Guadalajara, el ejército republicano retrocedía contundentemente en todos los frentes.
Con la desmoralización apoderándose del cuerpo de oficiales, del gobierno, de los políticos, las posibilidades de elevar la moral de los combatientes eran nulas. La derrota en las batallas frente al ejército franquista y la liquidación de la revolución en la retaguardia abrieron el camino hacia un acuerdo con Franco.
Finalmente la caída de Catalunya y de Barcelona el 1 de febrero de 1939 tras soportar un año de bombardeos permanentes de los fascistas, desmoralizó profundamente a los trabajadores. El éxodo masivo de la población hacia Francia, más de 400.000 refugiados, fue una tragedia que prologaba lo que ocurriría después. Hambrientos, enfermos, y exiliados forzosos, los obreros, milicianos, mujeres y niños que llegaban a Francia fueron internados en campos de concentración por el “democrático” gobierno francés, y miles de ellos deportados y entregados posteriormente a Franco.
Golpe de Estado de Casado
En Madrid mientras tanto, la cúpula militar del gobierno conformada en Junta de Defensa Nacional, compuesta en su mayoría por oficiales de carrera próximos ideológicamente a los republicanos, junto con socialistas de derecha como Besteiro, fraguaban un golpe de estado para eliminar a la dirección del PCE del gobierno y fraguar una paz “honrosa” con Franco.
En su degeneración política, Besteiro albergaba la esperanza de que podría ser posible reeditar una situación similar a la vivida bajo la dictadura de Primo de Rivera, con una UGT y un PSOE permitidos por el régimen franquista.
El golpe de Estado sin embargo, contaba con un obstáculo: los dirigentes estalinistas no podían aceptar un acuerdo, en la práctica una capitulación, con Franco. Eso hubiera tenido consecuencias evidentes en sus filas, acelerando su crisis interna, la pérdida de prestigio de la dirección y tarde o temprano la escisión; hubiera cuestionado la política estalinista entre miles de militantes honestos. Esto también era evidente en las filas del anarquismo. Algunos dirigentes como Cipriano Mena, impacientes por descargarse contra las acciones del estalinismo, apoyaron el golpe, pero fueron una excepción.
Los militantes comunistas y anarquistas no dudaron en coger las armas contra el golpe de la Junta de Defensa encabezada por los Coroneles Miaja y Casado. Madrid, a finales de la guerra, vivió su “semana del duro”, cuando popularmente se decía que la vida “no costaba un duro” y patrullas de soldados de uno y otro bando se desarmaban y enfrentaban en las calles de la ciudad.
Finalmente, con la guerra perdida, la Junta declaró ilegítimo al gobierno de Negrín, huido a Francia, y expulsó a los dirigentes del PCE del Frente Popular, iniciando una cruenta represión contra los obreros que se habían resistido al golpe. El PCE sufriendo las consecuencias de su propia política preparó precipitadamente la evacuación de sus dirigentes y mandos más importantes, a la vez que creaba las columnas guerrilleras, maquis, que operaron en la época franquista hasta mediados de los 50.
Una vez eliminados y reprimidos todos los focos de resistencia, la Junta se preparó para negociar con Franco y entregar a su ejército lo que quedaba de territorio republicano. El 28 de marzo de 1939 entregaron Madrid y al día siguiente el resto de las ciudades. La contrarrevolución fascista había completado su victoria.
La revolución traicionada
La gesta del proletariado español se extendió durante tres años de lucha. A diferencia de Alemania o Italia la clase trabajadora no permitió el triunfo del fascismo, sin antes levantarse en armas. ¿Por qué esta diferencia entre el proletariado alemán y el español? Si se conoce la historia se tendrá que coincidir en el hecho incuestionable de que el movimiento obrero alemán destacaba por encima de todos los demás, en lo referido a la fortaleza de sus organizaciones sindicales y políticas que disponían de mucho poder bajo la república de Weimar.
Contaban con organizaciones, miles de locales, imprentas, etc., Pero a pesar de todo, la ausencia de una política revolucionaria, de un partido marxista con un programa para combatir el fascismo, con los métodos y las ideas de la revolución socialista, permitió a Hitler acceder al poder, “sin romper un cristal”. La influencia y la autoridad de la socialdemocracia y el estalinismo paralizaron al proletariado germano, que ni siquiera fue convocado a una huelga general contra Hitler.
La situación en España era sustancialmente diferente. Durante la primera fase de la revolución, en 1931, las fuerzas del estalinismo eran muy débiles y su influencia real en el movimiento obrero, escasa. El proletariado se agrupaba detrás de la bandera del PSOE y la UGT y como una excepción histórica, detrás de las siglas de la CNT, la última organización anarquista de masas.
Los trabajadores realizaron un aprendizaje muy rápido bajo los diferentes gobiernos republicanos. Primero la conjunción socialista-republicana defraudó todas sus esperanzas de cambio. El avance del fascismo en Europa, la reacción interna de la burguesía y los terratenientes, la represión en la ciudad y en el campo, todos estos factores se combinaron junto a la miseria creciente y el desempleo para favorecer la radicalización de las masas que giraron con rapidez hacia la izquierda. Este proceso se reflejó en el seno de las organizaciones tradicionales especialmente en las Juventudes Socialistas, el PSOE y la UGT, cristalizando en la formación de la izquierda caballerista.
La clase obrera se orientaba firmemente a la revolución socialista. La prueba concluyente, para la burguesía, fue la insurrección de 1934.
En todos estos procesos el estalinismo jugó un papel secundario y el ala de derechas del PSOE quedó difuminada.
Todas las condiciones para un reagrupamiento marxista estaban fraguando rápidamente. Sin embargo, la oportunidad más evidente que se produjo con la radicalización de la JJSS fue malograda y desaprovechada. Largo Caballero y la izquierda del PSOE presos de una extrema confusión ideológica, no fueron capaces de liderar el proceso hacia la revolución.
Aún y todo, el estalinismo no pudo jugar su papel decisivo hasta el comienzo de la guerra. Y no fue la política de los dirigentes del Frente Popular la que frenó el levantamiento franquista, sino la insurrección armada espontánea y ejemplar de los obreros en Madrid, Barcelona, Asturias, Málaga, Bilbao...
La revolución española fue una revolución socialista genuina pero sin partido marxista, sin dirección. Las condiciones para el triunfo revolucionario eran mil veces más favorables que en Rusia de 1917. Pero la ausencia de una dirección bolchevique desequilibró la situación en favor de la contrarrevolución fascista.
En el transcurso de la guerra se calcula que murieron un millón de personas. La represión posterior del fascismo fue feroz: 270.0000 presos de los que 30.000 fueron fusilados entre 1939 y 1940, más de 100.000 fueron internados en campos de concentración y “batallones de trabajo” y muchos murieron en las condiciones infrahumanas que tuvieron que soportar. Todas las conquistas del movimiento obrero y las libertades políticas, fueron eliminadas. El país sufrió 40 años de dictadura militar burguesa.
Las lecciones de la Revolución Española cobran excepcional importancia hoy. Analizar y comprender el pasado, igual que la realidad que nos envuelve, es la precondición indispensable si queremos transformar la sociedad en líneas socialistas.
Los marxistas no consideramos el pasado como un observador neutral que desde la atalaya contempla los acontecimientos: luchamos por transformar la realidad y asumir las lecciones del movimiento obrero, lo que nos permite abordar mejor las inmensas tareas del futuro.
Nuestro mejor homenaje a las víctimas del fascismo, a los heroicos obreros socialistas, comunistas y anarquistas que tomaron el cielo al asalto, no es intentar ocultar lo que ocurrió, sino esclarecer los hechos, la política de los partidos y de las direcciones obreras. Al fin y al cabo, quien no entiende los errores del pasado está condenado a cometerlos en el futuro.
El rearme político e ideológico de la clase obrera y de la juventud es una necesidad urgente. La crisis del estalinismo que culminó con el colapso de los regímenes del Este y de la burocracia rusa, hoy reconvertida mayoritariamente al capitalismo, permitió a la burguesía lanzar una campaña sin precedentes contra las ideas del socialismo.
Sin embargo, la lucha de clases enterrada siempre por los demagogos del poder, sigue su curso. El topo de la historia sigue avanzando al margen de la voluntad de los líderes y de los hombres.
Pero el triunfo de la revolución exige una política revolucionaria y un partido revolucionario. Esta ausencia fue el factor decisivo que impidió la victoria del socialismo en España durante los años 30. Y es precisamente la carencia que tenemos que resolver.