Arraigo del anarquismo español y origen de la CNT
Mucha polémica se ha suscitado acerca de las causas del arraigo del anarquismo y del peso del sindicalismo ácrata, hasta más allá del primer tercio de este siglo, en el Estado español, especialmente en Cataluña y Andalucía. Algunos, como Gerald Brenan1, llegan a hablar del carácter apasionado y mediterráneo de los pueblos españoles, lo cual no explica, por ejemplo, la preponderancia anarquista entre los trabajadores coruñeses o entre los campesinos y pescadores vigueses. En la misma línea de buscar explicaciones culturales o nacionales está la explicación de Peiró, dirigente anarquista, que escribe: “Es Cataluña la cuna del federalismo. Sabiendo esto, se sabe por qué Cataluña es impermeable al socialismo marxista y se sabe también por qué el anarquismo ha tenido y tendrá aquí la más fuerte expresión de vitalidad. (...) El carácter del obrero catalán es profundamente laborioso y revolucionario, mientras que las directivas del socialismo madrileño están representadas por la apatía delante del trabajo y la avidez ante los cargos burocráticos”2. Detrás de esta explicación superficial podemos encontrar los prejuicios y tópicos utilizados por los burgueses catalanes hacia los trabajadores madrileños para crear división en la clase obrera.
Históricamente, el anarquismo ha arraigado en zonas donde la concentración en grandes empresas no era alta, o en donde el campesinado tenía un peso predominante. Su programa político se adapta mejor a las ideas de los campesinos, de los trabajadores de pequeñas empresas, o de los sectores sobreexplotados y periféricos del movimiento obrero. El individualismo, la percepción del Estado como primer enemigo, o el apoliticismo (que arraigaba en la medida que estos sectores se desencantaban de los políticos burgueses radicales, que les utilizaban para luego volverles la espalda), cunden más fácilmente en estas capas que en los trabajadores de grandes corporaciones industriales por sus condiciones materiales.
Sin embargo, en el caso del Estado español hay muchos otros factores que explican la importancia y la permanencia del movimiento sindical anarquista: la dureza de la lucha de clases, la tradición histórica del anarquismo desde los tiempos de la Primera Internacional y, sobre todo, el carácter reformista de la dirección de PSOE y UGT, ya en las primeras décadas de este siglo, que llevaba a muchos trabajadores y campesinos radicalizados a organizarse en el sindicato más combativo, la CNT.
El precedente inmediato de la CNT es Solidaridad Obrera, federación de sindicatos barceloneses formada en 1908. Su nombre era una réplica a la de Solidaritat Catalana, coalición electoral coetánea que intentaba hacer un frente común de todos los catalanes (desde regionalistas conservadores hasta republicanos) contra el Gobierno central de la monarquía. Por su parte, Solidaridad Obrera pretendía ser el frente único al que todos los trabajadores, independientemente de su ideología o militancia política, debían unirse para luchar en el terreno económico. De hecho, en su creación tomaron parte anarquistas, sindicalistas independientes, algunos socialistas e incluso miembros del Partido Radical de Lerroux, que, siendo el partido de “extrema izquierda” de la burguesía, era el partido con más base obrera de Cataluña.
No fue casualidad que este sindicato surgiera en Barcelona. En esta ciudad y en su comarca (Sabadell, Mataró, Manresa) existía la mayor concentración de industria y, por tanto, de clase obrera industrial de todo el Estado. Las viejas tradiciones anarquistas de la zona, desde la época de la Primera Internacional, y la debilidad de la UGT, favorecieron también la creación de un sindicato local al margen del sindicalismo socialista, que, por su independencia con respecto a los partidos, era más atractivo para las masas obreras, en proceso de educación política básica. Entonces los partidos republicanos eran los que concentraban el voto obrero.
Sin embargo, un sindicato local difícilmente podía ganar alguna lucha, porque al Estado, que enseguida intervenía en ayuda de los patronos, no le costaba mucho concentrar gran parte de su poder represivo en un solo punto. De hecho, la necesidad de extender el sindicato a toda la península fue completamente asumida tras la derrota y la posterior represión, de la Semana Trágica de Barcelona, en 1909, insurrección contra la matanza de obreros en la Guerra de Marruecos.
Es en 1910 cuando se reúne el Congreso que funda la CNT. La corriente ideológica mayoritaria es la sindicalista revolucionaria. Los sindicalistas revolucionarios defendían elementos claramente progresistas, frente al sindicalismo reformista de las Trade Unions o a los anarquistas tradicionales. La utilización de la lucha de masas, buscando la generalización de los conflictos, o la propaganda de la revolución combinada con la lucha diaria por mejoras, eran rasgos avanzados de estos dirigentes obreros. Su carencia fundamental era la idea de que el sindicalismo “se basta a sí mismo”, es decir, no era necesaria la acción política para transformar la sociedad. En la acción sindical comenzaba y terminaba la lucha revolucionaria. La experiencia ha demostrado, hace mucho, justo lo contrario: sólo con la acción sindical, por mucha declaración revolucionaria que la acompañe, es imposible derribar el capitalismo y construir una nueva sociedad. Sin orientación política, sin alternativas políticas, sin utilización de las instituciones del Estado burgués para desenmascararle ante las más amplias masas y hacer propaganda revolucionaria, sin conquistas políticas que faciliten la difusión de ideas revolucionarias, en definitiva, sin un partido político anticapitalista que dote de un programa revolucionario a las masas, la acción sindical es impotente para solucionar los problemas de fondo de los trabajadores, y normalmente deriva hacia un reformismo inconfesado con etiqueta de apolítico, neutral e independiente.
Tendencias de este tipo también existieron en la CNT.
Conviviendo con los sindicalistas revolucionarios encontramos a un sector anarquista que se dio en llamar anarcosindicalista. Son los que aceptan las ideas del sindicalismo revolucionario, añadiéndole su ideal de anarquía como meta final. Si fue esta corriente anarquista la que se impuso, incluso en bastantes ocasiones en el conjunto del movimiento obrero, fue en la medida que se desprendió de las ideas más atrasadas del anarquismo puro, de las concepciones más individualistas, conspirativas y humanistas, adoptando la idea de la acción de masas, de la lucha económica, de la sociedad de clases y la lucha de clases, etc., aunque sin abandonar su fondo filosófico idealista que tantas jugadas le gastaría.
De 1915 a 1919 son años de apogeo de la CNT, que multiplica su militancia y el número de huelgas ganadas. El movimiento obrero se aprovecha de la situación creada con la I Guerra Mundial: la neutralidad española permite a los burgueses, como buenos piratas, comerciar con ambos bandos, cuyas necesidades aumentan con el transcurso de la matanza. Así que la paralización de la producción es un lujo que los capitalistas no se pueden permitir... y al que los sectores más organizados de la clase obrera le sacan buen provecho, eso sí, a costa de una lucha constante. Es lógico, en estas condiciones, que el prestigio de los sindicatos y la afiliación crecieran. Además, es 1914 el año en que el Estado monárquico no tiene más remedio que legalizar la CNT, lo que obviamente atrae a masas de trabajadores.
Más adelante, en la medida que se va acercando el fin de la guerra, y con él el pinchazo del “boom” exportador (por la vuelta a la competencia por los mercados europeos de las grandes empresas francesas, británicas, etc.), la postura de los burgueses españoles se va haciendo más y más intransigente. Estos capitalistas, especialmente atrasados y parasitarios, desaprovecharon el aumento fácil de sus beneficios para invertir en tecnología y ganar productividad, y cuando vieron perder sus mercados europeos no encontraron más solución, para salvaguardar sus beneficios que sobreexplotar a sus trabajadores. Esto, en un período de relativa fortaleza sindical, llevó a un período de conflictividad social que, por la implicación directa de la monarquía en la represión, fue muy politizado. Así se llegó a la huelga general revolucionaria de 1917, convocada por UGT y CNT. Pese al nombre, los dirigentes cenetistas, enseñando la otra cara de su apoliticismo y, por supuesto, del brazo de la dirección ugetista, permitieron que elementos burgueses se erigieran en portavoces de las masas obreras, movilizadas al llamado de los sindicatos, elementos que intentaron dar a la huelga un carácter exclusivamente de oposición a la monarquía y de apoyo a la república. De hecho, el Comité de Huelga de la CNT estuvo en contacto con el Partit Republican Catalá y con los nacionalistas pequeñoburgueses de Maciá3.
Terrorismo individual
De 1917 a 1920 la conflictividad sigue creciendo (1920 es el año de más huelgas hasta entonces). Junto a la dureza de la patronal y a la fortaleza de los sindicatos en 1918 la CNT cuenta con un millón de afiliados, cabe destacar, como causa, el impacto de las revoluciones rusa y alemana. La respuesta a esta oleada huelguística fue, por parte del Estado, la represión legal más salvaje, y, por parte de los empresarios, el terrorismo contra los dirigentes y los sindicalistas más destacados de la Confederación, que sufrió mucho más que la UGT estas agresiones. Estas actuaciones terroristas, llevadas a cabo a través de los sindicatos libres, fueron contestadas cada vez más por la acción violenta de pequeños grupos, que respondían con el “ojo por ojo, diente por diente”, eliminando físicamente a patronos, políticos, jerarcas eclesiásticos, etc.
La actuación de terrorismo individual contra el terrorismo patronal tuvo efectos desastrosos en la CNT. La clase obrera obtiene su fuerza de su papel en la producción y de la lucha de masas, expresada en diferentes formas (manifestación, huelga, ocupación, insurrección), pero en enfrentamientos individuales contra los burgueses y contra su Estado tiene siempre las de perder. Unos cuantos militantes obreros, por muy entregados y sacrificados que sean, son fácilmente aniquilados por el Estado burgués que tiene a su disposición muchos recursos: policía, jueces, prensa, leyes, Iglesia... y, si todo eso no es suficiente, por asesinos profesionales, pagados por el patrón. Los sindicalistas más combativos sólo tienen fuerza si se funden con las amplias masas obreras, a la vez que se posicionan en la primera línea para darles ejemplo y confianza.
Para comprender esta situación hay que ver cómo la dirección del sindicato, en sus diferentes niveles, fue continuamente desmantelada por la represión, lo que lógicamente creaba una enorme dificultad para un trabajo sindical regular. Pero también hay que decir que el dominio del sindicato por parte de grupos de justicieros no hubiera sido posible si los dirigentes anarquistas no se hubieran dedicado a ensalzar el individualismo y a mitificar el papel de pequeños grupos. De otra forma, y con la enorme fuerza de que disponía la CNT, hubiera sido posible una resistencia bien organizada, masiva y coordinada en todo el Estado para frenar las agresiones, basándose en la lucha de masas incluyendo en ésta la autodefensa armada de los trabajadores.
Los efectos de la Revolución Rusa
El Congreso de 1919, conocido como el del Teatro de la Comedia, fue un reflejo claro de la enorme importancia que tuvo la Revolución rusa de Octubre en las filas confederales. Por primera vez se estaba demostrando que la clase obrera, no sólo era capaz de derribar totalmente a la burguesía, sino también de mantener el poder para frenar la contrarrevolución y de poner los cimientos de una nueva sociedad, gobernada por ella misma. ¡Por fin la vieja esperanza de la revolución social se hacía de carne y hueso de forma rotunda y completa!
La enorme ilusión de la base cenetista, e incluso de gran parte de sus dirigentes, en una revolución que contradecía tan claramente los principios anarquistas, demuestra cómo cientos de miles de los afiliados eran, simplemente, trabajadores repelidos por el burdo y vacío reformismo dominante en UGT y PSOE. Para cualquier activista obrero, es más disculpable una actitud de lucha decidida que no cuente con estrategia y que prescinda de si es el momento adecuado o no, que una actitud de rehuir la lucha, de intentar parchear los problemas con la negociación y el acuerdo por arriba.
La Revolución Rusa mostraba a las claras la necesidad de un partido obrero ,y de conquistar el poder para después mantenerlo contra los enemigos de la revolución. Este gran acontecimiento histórico conmovió los cimientos ideológicos de la CNT. Según Antonio Bar4: “en contra de todo lo que se pudiera pensar, fueron precisamente los sectores anarquistas los que, defendiendo la revolución rusa, defendieron también arduamente, no sólo la concepción, sino la realización de la dictadura del proletariado, como uno de los elementos imprescindibles del proceso revolucionario”. Por ejemplo, Eusebio Carbó, más tarde miembro del Secretariado de la AIT, la Internacional anarquista, declaró en el Congreso: “¿Somos enemigos de la dictadura? Desde el punto de vista de los principios, sí; desde el punto de vista de la realidad apremiante, inaplazable, no. (...) Nosotros justificamos la dictadura, (...) la queremos, si ella ha de servir para establecer en el mundo, de un modo definitivo, el imperio de la justicia; por eso, nosotros admiramos y queremos la dictadura del proletariado”. La contradicción entre los principios y la realidad era el reflejo de una contradicción más profunda, entre la voluntad revolucionaria de los militantes anarquistas voluntad que necesita de la toma del poder político y del Estado obrero para triunfar, y sus prejuicios antipolíticos.
Hasta tal punto era la simpatía revolucionaria hacia la Rusia obrera triunfante que el Congreso decidió la adhesión a la III Internacional, ¡a una Internacional de partidos comunistas en lucha por la dictadura del proletariado! Es verdad que la misma resolución aclaraba que esto se hacía “provisionalmente”, y que, a la vez, los principios de la CNT eran los “sostenidos por Bakunin”, en un intento de mantener el equilibrio entre la evidencia y los principios desde siempre defendidos.
La atracción hacia el partido de Lenin y Trotsky era tal que la mayoría de los militantes se enorgullecían de ser llamados bolcheviques. Pintadas de “Lenin” y “Viva Rusia” animaban a la lucha en muchos cortijos andaluces, de la mano de jornaleros cenetistas.
Esta situación demuestra cómo la existencia en España de un partido revolucionario, con arraigo entre las masas, y que hubiera probado en la práctica de la lucha de clases ese carácter revolucionario, habría segado los pies al anarquismo y puesto en entredicho su hegemonía incluso dentro de la CNT.
Los sectores más próximos al bolchevismo se organizan en los Comités Sindicalistas Revolucionarios (CSR), creados en 1922 con cenetistas asturianos, catalanes, valencianos y de otros sitios. Los CSR eran “el agrupamiento, dentro de la CNT, de todos aquellos que luchen por la acción revolucionaria, ahuyentando toda influencia reformista y toda desviación de la lucha de clases. No compartirá ningún espíritu sectario que pueda perjudicar el aunamiento proletario. Integrado por anarquistas, comunistas y sindicalistas, reprochará toda matización partidista”5. Los Comités se posicionaban en contra por igual del reformismo de muchos de los dirigentes antiguos de la CNT como del sectarismo de los grupos anarquistas que rehuían de la unidad, incluso de acción, con la UGT, y que, en la práctica, pretendían convertir la Confederación en un partido anarquista con otro nombre.
Aunque algunos anarquistas acusaron a los Comités de “infiltración comunista”, lo cierto es que la mayor parte de sus miembros no eran conscientemente comunistas, sino que se acercaban de forma decisiva al comunismo por su propia experiencia y por la enorme impresión que les produjeron tanto la Revolución de Octubre como el Estado obrero en construcción en Rusia. Sí es verdad que la mayor parte de ellos acabó militando en el PCE en Catalunya fue el componente fundamental.
Según A. Bar, la presencia de los CSR “en la base confederal fue considerable y permanente”. Entre los sindicatos más importantes estaban la Federación de Sindicatos de Lérida y el Sindicato Único Minero de Asturias.
Con la creación de los Comités se puso en evidencia el carácter antiautoritario de los dirigentes anarquistas, que rechazaron su reconocimiento “para evitar que los comunistas, bajo el disfraz de sindicalistas, continúen su labor de proselitismo”. Pretendían que sólo ellos pudieran hacer proselitismo en su sindicato. Cuando se sentían amenazados en su predominio, empleaban, no su capacidad de convencimiento, sino las mismas medidas autoritarias y burocráticas que los socialdemócratas.
La influencia “probolchevique” de los primeros años 20 llegó a tal punto que futuros dirigentes del PCE y, después, del POUM llevaron responsabilidades importantes en la CNT, si bien por poco tiempo; Joaquín Maurín fue secretario del Comité Regional catalán y Andreu Nin secretario del Comité Nacional. Es verdad que entonces había un proceso continuo de desmantelamiento de la dirección que facilitó esta situación e impidió a los viejos dirigentes utilizar todo su prestigio para evitarla.
Fue durante el breve período en que Nin dirigió la CNT cuando se decidió la integración plena en la III Internacional y en la Internacional Sindical Roja (formada por sindicatos revolucionarios de masas o por fracciones comunistas de sindicatos tradicionales), en abril de 1921. Un año después, en junio de 1922, los antiguos dirigentes reformistas (Angel Pestaña, Joan Peiró) y los anarquistas radicales (Manuel Buenacasa), superando sus enormes diferencias y para evitar el bolchevismo en la Confederación, retomaron el control y retiraron el sindicato en la práctica, de la Internacional Sindical Roja y de la Comunista.
Si bien la Revolución Rusa mantenía un apoyo considerable en la base, la práctica unanimidad del Congreso de 1919 estaba rota. En ello influía el hecho de que, ante la intervención imperialista y de los ejércitos contrarrevolucionarios en Rusia, el Estado obrero no tuvo más remedio que defenderse, organizando el Ejército Rojo y llevando a cabo una lucha implacable para la defensa de la Revolución. En este proceso, los bolcheviques se vieron obligados a reprimir insurrecciones como la de Kronstadt, que, independientemente de las intenciones de algunos de sus dirigentes, eran una brecha abierta en el poder obrero que podía ser utilizada por los Ejércitos imperialistas y blancos. Esta situación fue utilizada por los dirigentes anarquistas para agitar la idea de la “dictadura bolchevique”, idea que se fortaleció con la degeneración burocrática y estalinista de la revolución, a finales de los 20. Todo esto, junto a los manejos burocráticos y al prestigio de la vieja dirección, permitió a los dirigentes anarquistas pasar a la ofensiva y retomar el control, para inmediatamente y volver a luchar entre sí.
De 1920 a 1923, año de implantación de la dictadura de Primo de Rivera, la CNT sufrió un período de brutal represión, que, junto al reflujo del movimiento obrero, le lleva a su desarticulación práctica. Así, cuando el pronunciamiento militar, el sindicato es incapaz de dar una respuesta organizada.
La CNT bajo la dictadura de Primo de Rivera
La Confederación es el blanco principal de la represión del régimen militar, obligándole a romper, de nuevo y en la práctica, con su apoliticismo. Por supuesto, su incursión en política fue la mínima para poder disfrutar de un marco de legalidad, como entre 1914 y 1920. En otras palabras, su límite era el de una salida democrático-burguesa, que en esos momentos significaba la implantación de la república. Este objetivo de lucha por la república hubiera sido correcto si se hubiese acompañado de reivindicaciones obreras concretas y se hubiese explicado que las libertades democráticas de un régimen republicano sólo podían apoyarse en la medida que facilitasen el derrocamiento de la burguesía, única forma de solucionar los endémicos problemas del capitalismo español. Muy al contrario, el apoliticismo anarquista negaba esta explicación. En la práctica, la CNT impulsaba a la lucha a las masas, pero, en la medida que mantenía silencio sobre los problemas políticos, supeditaba esta lucha de masas a la dirección política de los republicanos burgueses y de los líderes reformistas del PSOE. Es más, en innumerables ocasiones la acción de masas era reemplazada por la conspiración, normalmente con implicaciones militares, lo que suponía que los elementos burgueses y pequeñoburgueses protagonizaran la lucha democrática.
En 1925 la CNT llega a una Alianza Libre con el PCE, el grupo catalanista pequeñoburgués de Maciá y el PNV, partido burgués de derechas, contra la dictadura. En junio de 1926 fracasa una asonada militar apoyada por cenetistas y republicanos, y también en noviembre de ese mismo año, una incursión armada en Prats de Molló (en la frontera con Francia), organizada por Maciá con el concurso de algunos anarquistas. En marzo de 1930 Peiró firma un Manifiesto de Inteligencia Republicana, con personalidades catalanas, que aboga por una república federal con grandes reformas, “al nivel de los Estados capitalistas más avanzados”; el horizonte de este viejo dirigente no iba más allá de Gran Bretaña o Estados Unidos, que precisamente en esos momentos naufragaban en la crisis económica y social de la Gran Depresión. Ese mismo año la CNT se adhiere al Pacto de S. Sebastián, por la implantación de la República, junto a PSOE, UGT, nacionalistas catalanes y republicanos burgueses.
Proclamación de la República
El 14 de abril de 1931 se proclama la República. Con ella se abre un proceso de revolución y contrarrevolución, caracterizado por la irrupción de las masas en la escena política, la afiliación a la CNT pasa de 200.000 a 800.000, y por la incapacidad de la burguesía de cumplir sus tareas históricas: acabar con las reminiscencias de feudalismo en el campo llevando a cabo la reforma agraria, crear una industria desarrollada, solucionar el problema de las nacionalidades históricas, expropiar a la Iglesia para acabar con su enorme poder económico, etc. Una organización revolucionaria tenía ante sí el reto de conquistar a las masas para un programa de superación del capitalismo y de construcción del socialismo, basándose en su experiencia. Esto era, además, la única forma de frenar al fascismo, única salida que le quedaba a la burguesía para parar a las masas. En concreto, inmediatamente después del 14 de abril, frente a las lógicas ilusiones democráticas de trabajadores y capas medias, era imprescindible analizar el carácter de clase del nuevo régimen, a la vez que organizar la lucha por reivindicaciones concretas que demostrasen, en el terreno de los hechos, las limitaciones del capitalismo democrático. “Explicar pacientemente”, como decía Lenin en abril de 1917, con la propaganda y con la acción.
Ninguna de estas ideas impregnaba el análisis de los dirigentes anarquistas. Primero se dejaron envolver por el espíritu dominante, de ilusiones en el régimen republicano, para pasar en pocos meses a una postura de oposición radical al mismo.
Los anarquistas impulsaron una política de insurrecciones, la mayoría de ellas aisladas en pueblos y pequeñas ciudades, basándose en los sentimientos de humillación y rabia de millones de trabajadores y campesinos. Estas insurrecciones no sólo prescindían de si la correlación de fuerzas en esos momentos era favorable o no, sino que además no existía ningún tipo de preparación previa, ni de planificación. Olvidando toda enseñanza histórica, consideraban que el “espontáneo espíritu revolucionario del pueblo” sería suficiente para hacer triunfar la revolución. La realidad, desgraciadamente, demuestra lo contrario: estos levantamientos eran rápidamente aplastados, porque el Estado burgués sí prepara, planifica y organiza milimétricamente la represión del movimiento obrero y porque estas insurrecciones tan heroicas eran realizadas de espaldas al grueso de la clase obrera. La feroz represión de estos “levantamientos” las neutralizaba temporalmente de cara a posteriores luchas. Por otra parte, detrás de esta actitud aventurera de la dirección cenetista existía una consideración errónea de las masas rurales y sectores periféricos de los trabajadores como motor revolucionario; a pesar de su minoría numérica, el papel de la clase obrera en la sociedad le convertía en el sujeto revolucionario, es decir, en la única clase capaz de tener un programa independiente con el que atraer a otras clases oprimidas (especialmente, el campesinado), destronar a la burguesía y construir una sociedad nueva.
El desarrollo de esta política fue la consecuencia del triunfo de la FAI en el Congreso de diciembre de 1931. La FAI (Federación Anarquista Ibérica) era un auténtico partido anarquista, creado en 1927 con el objetivo de recuperar la CNT como “sindicato anarquista revolucionario”. Entre sus militantes destacaban Buenacasa, Buenaventura Durruti y los hermanos Ascaso. La aparición de la FAI, y su dominio sobre la CNT a partir de 1931, eran una respuesta a la actitud reformista y contemporizadora con el Gobierno republicano de los viejos dirigentes cenetistas, que, igual que los ugetistas, hablaban de revolución (en este caso libertaria) en las grandes ocasiones para después desprender su acción sindical de cualquier perspectiva revolucionaria. Como siempre explicaba Lenin, el ultraizquierdismo es el precio a pagar por el freno que supone el reformismo. Desgraciadamente, la actitud sectaria de la FAI empujó a muchos militantes cenetistas, en gran parte de sectores decisivos del proletariado, a caer bajo la influencia de los viejos sindicalistas, luego llamados treintistas. La visión ruralista y espontaneísta de la revolución que tenían los faístas no podía ser atractiva para los trabajadores industriales más avanzados.
Militantes destacados (como Peiró y Pestaña) firman el llamado Manifiesto de los treinta, de oposición a la FAI, y esta reacciona expulsando de la Confederación a los sindicatos controlados por ellos. Es así como la CNT se desprende de sindicatos en poblaciones donde se concentraba una gran parte de la clase obrera industrial de la provincia barcelonesa: Mataró, Manresa, Sabadell...
Los treintistas tenían una base de apoyo en la medida en que la práctica de la lucha de clases ponía en entredicho las tácticas de la FAI, pero plantearon como alternativa un sindicalismo de miras estrechas, sin perspectiva revolucionaria, que inmediatamente se inclinó hacia el oportunismo político. Los treintistas tomaron parte en las Alianzas Obreras, sin diferenciarse de forma decidida de las posiciones de la dirección del PSOE, y posteriormente, en 1936, reingresaron en la CNT sin defender posturas distintas como fracción, frente a la FAI. Un pequeño sector, liderado por Pestaña, creó el Partido Sindicalista, que renegó del anarquismo y formó parte del Frente Popular6.
Una de las características principales de los faístas era su enorme sectarismo. Amparándose en el antipoliticismo (considerar a todos los partidos políticos como enemigos), la FAI rechazaba cualquier contacto con los partidos obreros, e incluso con la UGT (a la que se consideraba el PSOE), oponiéndose frontalmente a las Alianzas Obreras, y expulsó de la CNT a todo sindicato dirigido por “políticos”. A los treintistas les siguieron los comunistas: las federaciones sindicales de Lérida, Gerona y Tarragona, dirigidas por militantes del BOC (Bloque Obrero y Campesino), fueron excluidas.
Pero la experiencia de sectores cada vez más importantes de obreros y campesinos jugaba contra las tácticas aventureras y sectarias de la CNT faísta. La derrota de las insurrecciones anarquistas de enero del 32, enero del 33 y diciembre del 33 demuestra, entre otras cosas, el fracaso de la idea de “nosotros solos” (es decir, de que la CNT se bastaba para llevar a cabo la revolución social), y provoca una reacción en las filas cenetistas y de la propia FAI.
Por otra parte, la oposición sectaria a las Alianzas Obreras era cada vez más difícil de mantener. El peligro de un asalto fascista al poder, por la vía parlamentaria, con la terrible experiencia de Italia, Austria, Francia (intento de ocupación fascista del Parlamento) y, sobre todo, Alemania (en 1933 triunfan los nazis, sin que el poderoso proletariado alemán ofrezca resistencia), impulsa a los trabajadores a una búsqueda instintiva de unidad entre las organizaciones de clase, con un objetivo en principio defensivo: evitar la llegada al Gobierno de la CEDA, principal partido fascista. A esto responde la constitución de la Alianza Obrera de Catalunya.
Existían toda una serie de elementos que daban argumentos a los faístas en su oposición a las Alianzas Obreras. Estas, si bien expresaban el sentimiento unitario del proletariado, se habían creado por arriba, como una coordinación de fuerzas obreras. Por tanto, sus dirigentes eran los representantes de cada una de éstas. Si las Alianzas se hubieran extendido por todo el territorio estatal, y por abajo, creando alianzas obreras en cada ciudad, barrio, fábrica, etc., y si sus dirigentes, de abajo arriba, hubieran sido elegidos por los propios trabajadores, se habrían convertido en auténticos órganos de democracia obrera, germen, por tanto, de una sociedad socialista (como los soviets en Rusia). En este caso habrían atraído más rápida y claramente a las bases cenetistas, unificando a los trabajadores para la lucha decisiva que se avecinaba.
La brutal represión de los levantamientos anarquistas por parte del Gobierno republicano-socialista del 31-33 era algo que los militantes de la CNT no podían olvidar fácilmente, y de esa represión era corresponsable la dirección del PSOE. Sin embargo, la autocrítica de Largo Caballero y sus declaraciones de que la burguesía era incapaz de solucionar las tareas pendientes y de la necesidad de derrocarla neutralizaba la hostilidad cenetista hacia esta organización.
Por otra parte, en la Alianza Obrera de Catalunya participaba la Unió Socialista de Catalunya (USC), grupúsculo pequeñoburgués que realmente era un apéndice de Esquerra Republicana (ERC, el partido de Maciá), con el objetivo de nutrir de cierta base obrera a este partido nacionalista pequeñoburgués. La Generalitat, dominada por la Esquerra, y en la que participaba la USC desde marzo de 1932, se dedicó de 1931 a 1934 a perseguir, legal o ilegalmente, a la CNT, porque su primer enemigo era el movimiento obrero en alza, y utilizaba para ello a los mossos de esquadra y a los mamporreros de Estat Catalá, grupo nacionalista radical con evidentes simpatías hacia los fascistas de Mussolini.
Así que los faístas bien podían criticar a la Alianza Obrera su complicidad con la represión de la Esquerra. Afortunadamente, la Alianza declaró la incompatibilidad de participar en un Gobierno burgués y en un organismo exclusivamente proletario, expulsando, en la práctica, a la Unió. A pesar de esto, las Alianzas Obreras, y especialmente el PSOE, principal organización de las mismas, no fueron suficientemente beligerantes con la represión de Companys.
Pese a los errores de las Alianzas, las discrepancias con la política antialiancista de la dirección fueron creciendo. El caso más claro fue Asturias, donde la CNT impulsó y formó parte de la Alianza Obrera.
‘Ser yunque o martillo’
Los cenetistas asturianos siempre habían tenido posiciones antisectarias y promovido, como mínimo, la unidad de acción con la UGT. Una de las causas de esto podía ser que, aun siendo una fuerza importante en determinadas localidades de Asturias (sobre todo, Gijón) y en algunos sectores (la construcción), siempre había estado en minoría con respecto al movimiento socialista. A diferencia de Catalunya, o de extensas zonas del campo andaluz, cualquier huelga importante iniciada por la CNT en Asturias debía contar, para su extensión, con la UGT, y, por tanto, hacía de la unidad de acción una necesidad muy concreta.
Tan necesaria era vista por la base cenetista, que no sólo CNT y UGT llegaron en marzo de 1934 a una alianza, sino que, rompiendo con su tradición, la CNT aceptó la participación de partidos obreros, inicialmente sólo el PSOE, en la misma.
Esta Alianza Obrera, a diferencia de la catalana, era desde el inicio de carácter ofensivo: su objetivo era “el triunfo de la revolución social en España, estableciendo un régimen de igualdad económica, política y social, fundado sobre principios socialistas y federalistas”7. La participación de la Regional asturiana de la Confederación en la Alianza, junto a socialistas y comunistas, y su carácter defensivo-ofensivo, fue un enorme paso adelante, como se vio en Octubre del 34; la generalización de esta actitud a todo el sindicato hubiera dado enormes posibilidades de victoria a la insurrección de Octubre, transformando a ésta de un movimiento inicialmente defensivo en un movimiento ofensivo que hubiera puesto en entredicho la existencia del capitalismo español.
También en la Regional del Centro (que incluía Madrid y las dos Castillas) ganaron posiciones las posturas proaliancistas. Uno de sus representantes, Valeriano Orobón, presenta en enero del 34 un ensayo en el periódico anarquista La Tierra que constituye quizás la aportación escrita de un dirigente cenetista más próxima a las posturas marxistas. Orobón analizaba la situación en estos términos: “Primero, la invalidación total de la democracia (...); segundo, la radicalización reaccionaria de la burguesía española, hoy en marcha ostensible hacia el fascismo, y, tercero, el desplazamiento teórico y práctico de la socialdemocracia, que, abandonando su funesta política colaboracionista, se ha reintegrado a sus posiciones de clase”. Por tanto, “la disyuntiva es clara: hay que ser yunque o martillo; o aplastamos implacablemente al fascismo, o éste nos aplastará sin contemplaciones”. Para evitarlo, propone una Alianza Revolucionaria, en base a:
“Primero. Acuerdo sobre un plan táctico inequívocamente revolucionario, que, excluyendo en absoluto toda política de colaboración con el régimen burgués, tienda a derribar éste (...).
Segundo. Aceptación de la democracia obrera revolucionaria (...).
Tercero. Socialización inmediata de los elementos de producción, transporte, comunicación, alojamiento y finanzas (...).
Cuarto. Las organizaciones municipales e industriales, federadas por ramas de actividad y confederadas nacionalmente, cuidarán del mantenimiento del principio de unidad en la estructuración de la economía (...).
Quinto. Todo órgano ejecutivo necesario para atender a otras actividades que las económicas estará controlado y será elegible y revocable por el pueblo.
¿Garantiza nuestra plataforma de alianza el comunismo libertario integral para el día siguiente de la revolución? Evidentemente, no. Pero lo que sí garantiza es un régimen de democracia proletaria sin explotación ni privilegios de clase y con una gran puerta de acceso a la sociedad plenamente libertaria”8.
Esta propuesta de Alianza Revolucionaria era un enorme paso adelante que reflejaba cómo la experiencia, tanto estatal como internacional, no pasaba en balde para la base y sectores de la dirección cenetista. No sólo se comprendía la disyuntiva existente (fascismo o revolución), sino que se reconocía que tras la revolución era necesario un “régimen de democracia proletaria”, es decir, un Estado obrero. Orobón tenía una concepción de este régimen mil veces más próxima al Estado ruso de 1917 a 1924 (el Estado soviético de Lenin y Trotsky), que al engendro burocrático de la Rusia estalinista de la época, y desde luego se posicionaba claramente contra la utopía anarquista de que el Estado desaparecerá al día siguiente de la revolución. De hecho, el modelo que reconoce Orobón para esta “democracia proletaria” es “la República de los Consejos Obreros en 1919” en Baviera, es decir, el modelo de los soviets. Además, se reconocía, en el punto cuarto de las bases de su Alianza Revolucionaria, la necesidad del centralismo en la economía. Esta propuesta fue rechazada en la CNT.
La contestación interna creció a raíz de un acontecimiento que tuvo repercusiones enormes en las filas de todos los partidos y sindicatos obreros: la insurrección de Octubre del 34. La dirección de la CNT mantuvo una postura hostil negándose a ningún tipo de participación ni de ayuda a la lucha, salvo en Asturias, pese a que el movimiento obrero se jugaba la posibilidad de un Gobierno fascista. Los anarquistas, dividiendo irresponsablemente las filas proletarias, pudieron haber jugado el mismo papel nefasto que los estalinistas alemanes frente a Hitler.
Afortunadamente, la heroica lucha de la Comuna de Asturias, la disposición de combatir hasta el final de los trabajadores asturianos, y la unidad de sus organizaciones bajo las siglas UHP (Unión de Hermanos Proletarios), impidió que Gil Robles pudiera arrasar con el movimiento obrero, como Hitler en Alemania. La degeneración sectaria de los dirigentes cenetistas llegó a tal punto que fueron los ferroviarios cenetistas los que desplazaron a las tropas de Franco a Asturias para derrotar a la revolución. Esta actitud contrasta con el comportamiento heroico de los trabajadores anarquistas asturianos, que se dejaron la piel, incluso la vida, por defender los intereses de su clase.
La Comuna asturiana y el papel de la dirección anarquista causan una conmoción en la base. ¿Cómo se podía haber negado a participar en un movimiento insurreccional contra el fascismo? ¿Cómo se podía haber rechazado el auxilio a los proletarios asturianos, entre ellos sus propios compañeros cenetistas, que se vieron aislados? La exigencia de una alianza con la UGT crece; en diciembre del 35 la Regional gallega propone una “alianza revolucionaria” con “los demás sectores proletarios”, y la Regional del Norte, en enero del 36, “la alianza con la UGT (...) para la conservación de nuestras conquistas y libertades y con finalidad esencialmente revolucionaria”9. Sin embargo, los dirigentes faístas, no sólo no hacen ninguna autocrítica, sino que se defienden denigrando el movimiento insurreccional. Refiriéndose a los trabajadores de fuera de Asturias, dicen: “esas multitudes carecían de valor fisiológico y técnico para operar con éxito en una revolución”10.
Frente Popular y anarquismo
La amnistía a los presos políticos (que llenaban las cárceles de la República por miles) y la readmisión de los despedidos fueron reivindicaciones que se convirtieron en protagonistas de la lucha obrera, hasta el punto de que las elecciones de abril del 36 giraron en torno a ellas. El ímpetu de lucha de las masas se reflejó, en el terreno electoral, en el voto apabullante al Frente Popular, pero esta vez (a diferencia del voto a la conjunción republicano-socialista en el 31) sin ningún tipo de ilusión en que nadie más que ellas mismas podía solucionar problemas. Se consideraba el triunfo frentepopulista como el pistoletazo de salida para liberar a los presos y readmitirlos en sus empresas, como así fue. Este ambiente obligó a la CNT a abandonar su tradicional postura abstencionista y a dar libertad de voto a sus afiliados, que era tanto como pedir el voto al Frente Popular sin reconocerlo. Incluso algunos faístas, como Durruti, abogaron por el llamamiento directo a votar al Frente, aunque sólo fuera para conseguir la amnistía11. La base anarquista, huérfana de análisis políticos de clase y escaldada de proclamaciones suicidas del “comunismo libertario” en pueblos y pequeñas ciudades, se volcó electoralmente hacia el Frente Popular.
El Primero de Mayo de 1936 comenzó el Congreso de Zaragoza. Formalmente, supuso un nuevo triunfo del sector más anarquista y sectario de la FAI. Las Regionales catalana, andaluza y extremeña ahogaron las críticas de asturianos y vascos a la táctica “putschista”. Además, los sindicatos treintistas, que con la radicalización de la UGT no podían mantener un espacio sindical propio, se reintegraron en la CNT sin condiciones. Por otra parte, se insistía en el lenguaje antipolítico (se votó “intensificar la propaganda de descrédito e incapacidad hacia todos los partidos políticos”), que afortunadamente no tenía ningún efecto sobre la base, como se vio en las elecciones de abril. Por último, el sector llamado “militarista” o “anarcobolchevique” de la FAI (Durruti, García Oliver), que frente al espontaneísmo de los “anarquistas puros” contraponían la preparación insurreccional de las masas y la creación de milicias revolucionarias, fue derrotado.
Pero los hechos no pasan en balde. La experiencia de la Comuna, del fracaso de las insurrecciones, del creciente número de huelgas convocadas conjuntamente por UGT y CNT, se impuso frente a los sueños sectarios de los faístas. La unidad de acción de las organizaciones obreras pasó por encima de las decisiones de los Congresos, las declaraciones y los manifiestos, y dando un puñetazo sobre la mesa se hizo realidad, como corresponde a una necesidad histórica. El 18 de Julio del 36 fueron los trabajadores anarquistas, socialistas y comunistas, codo a codo, los que derrotaron la sublevación fascista, y fueron ellos los que, consciente o inconscientemente, se hicieron cargo de sus destinos de forma colectiva, controlando las tierras, las fábricas, las milicias, el orden público, el abastecimiento.
Situación de doble poder
El 18 de julio la clase obrera, no obedeciendo ninguna consigna, sino impulsada por la amenaza del levantamiento fascista, frena con sus propios medios el golpe de Estado, mientras el Gobierno republicano, a través de la radio, llama a la calma e intenta llegar a acuerdos con los sublevados. A partir de este momento se abre un período de doble poder. El Estado burgués, inmediatamente después de la jornada del 18 de julio, no era más que una formalidad, una ficción, pero una ficción que, en la medida que estaba apoyada por todas las direcciones obreras, incluida la anarquista, iría recuperando poco a poco parcelas de realidad, hasta reconquistar el poder y aplastar violentamente a las masas revolucionarias.
La clase trabajadora tenía el poder, y esto era más realidad en Cataluña que en ninguna otra parte. En Barcelona la burguesía y pequeña burguesía agrupadas en torno a Esquerra, tan valientes en sus declaraciones de defensa de las libertades nacionales, demostraron una vez más que temían más al movimiento obrero que a los fascistas. Fueron, fundamentalmente los obreros anarquistas, los que del 18 al 21 de julio pararon a las tropas contrarrevolucionarias. Pese a que la Generalitat les negó armas (“no nos dieron los mil fusiles, por el contrario, nos quitaron una parte de aquellos de que se habían apoderado nuestros hombres”12), los cenetistas se armaron con lo que encontraron (armas de caza, dinamita) en la tarde y noche del 18, y en la mañana del 19 sitiaron y vencieron a los sublevados en la plaza de Cataluña. En los cuarteles que no se habían sumado todavía al levantamiento fascista, esperando el momento adecuado, los soldados se amotinaban. En el castillo de Montjuict fueron los soldados los que, después de fusilar a sus oficiales, distribuyeron las armas entre los obreros. El 21 de julio éstos habían acabado con toda resistencia y se encontraron con toda Barcelona en sus manos. Algo similar ocurría en la mayoría de las otras localidades catalanas. Esa misma mañana, Companys, presidente de la Generalitat, y el mismo que se había destacado como represor de los anarquistas, tuvo que llamar a los dirigentes cenetistas.
“Fuimos a la sede del Gobierno catalán”, nos cuenta Abad de Santillán, “con las armas en la mano (...). Algunos de los miembros de la Generalitat temblaban, lívidos (...). El palacio de la Generalitat fue invadido por la escolta de los combatientes”. Lo que les dijo Companys es el mejor análisis que se puede hacer sobre la correlación de fuerzas en esos momentos: “Siempre habéis sido perseguidos duramente, y yo, con mucho dolor, pero forzado por las realidades políticas (...), me he visto forzado a enfrentarme y perseguiros. Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña, porque sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas (...). Habéis vencido y todo está en vuestro poder. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora”13. ¿Y cuál fue la decisión de los dirigentes cenetistas? Veámosla en las palabras de Abad de Santillán: “Pudimos quedarnos solos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalitat y colocar en su lugar al verdadero poder del pueblo, pero no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros, y no la deseábamos cuando podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalitat habría de quedar en su lugar con el presidente Companys a la cabeza”.
¡En esta entrevista se resume todo el drama de la guerra civil española! Las masas, sin orientación política, sin consignas revolucionarias emanadas de sus dirigentes, se adueñan de la sociedad, y cuando la burguesía, en la voz de Companys, reconoce temblorosa su derrota, la dirección del sindicato más combativo, más revolucionario, se aparta con desdén del poder, diciendo “no creemos en la dictadura, no creemos en el Estado, no creemos en el poder del pueblo”.
En el momento decisivo de la lucha de clases, en el que se debe imponer una u otra clase, el principio anarquista de “ningún Estado; ni un Estado de la clase dominante, ni un Estado de la clase dominada”, se rompe en pedazos. Si no aceptas que sea el proletariado el que gobierne la sociedad, la única alternativa es que siga siendo la burguesía la que lo haga. Cuando los anarquistas de izquierda criticaban, años más tarde, a los dirigentes faístas, por no haber sido fieles a los principios anarquistas, entrando a formar parte del Gobierno republicano burgués y de la Generalitat burguesa, los trotskistas les respondían: ningún anarquista puede mantener sus principios en esa situación. O sucumbes a la presión de la burguesía y luchas por recomponer su poder, o apuntalas y generalizas el poder obrero y eliminas los residuos burgueses, construyendo así un nuevo Estado. No hay alternativa. La mayoría de dirigentes, faístas y ex treintistas, se agarró a la burguesía en decadencia, volviendo la espalda a la revolución. Los Amigos de Durruti (de los que hablaremos después), el propio Durruti, sectores de la FAI y de las Juventudes Libertarias, y, sobre todo, las masas anarquistas en general, lucharon inconscientemente por imponer definitivamente el poder obrero. Ninguna de las dos partes fue más anarquista que otra, pero éstos últimos sí merecen el nombre de revolucionarios.
Al día siguiente de las jornadas revolucionarias, los dirigentes libertarios tuvieron vivas discusiones: ¿se lanzarían o no a tomar el poder? En el Comité Regional de la CNT fue la tesis defendida por García Oliver la que se impuso, rechazando, por el momento, el “comunismo libertario que significa la dictadura anarquista”14.
Si por Abad de Santillán y compañía fuera, hubieran devuelto a la Generalitat todo el poder, como antes del 18 de julio. Pero no era tan fácil; aunque ellos eran los dirigentes de todos esos trabajadores con las armas en la mano, y como tal eran respetados y admirados, no tenían más remedio que ejercer, aunque fuera de mala gana y parcialmente, el poder que ponían en sus manos las masas. Así que ese mismo día, y en ese mismo palacio de la Generalitat, se constituyó el Comité Central de las Milicias Antifascistas de Cataluña. Si bien los dirigentes anarquistas permitieron la presencia en este comité de organizaciones burguesas (la Esquerra y Acció) el Comité Central de las Milicias tenía una autoridad enorme, no por efecto de ninguna disposición legal, sino porque era la representación, aunque fuera indirecta, de las masas obreras armadas. Dentro de sus funciones, estaban, según Abad de Santillán, “establecimiento del orden revolucionario en la retaguardia, organización de fuerzas (...) para la guerra, formación de oficiales (...), avituallamiento y vestuario, organización económica, acción legislativa y judicial, (...), de la propaganda, de las relaciones con el Gobierno de Madrid, (...) de las relaciones con Marruecos, del cultivo de las tierras disponibles, de la sanidad”.
Barrio a barrio, pueblo a pueblo, y fábrica a fábrica, los comités se multiplicaron por toda Catalunya, expresando mil veces mejor que el Comité Central los deseos de trabajadores y campesinos y la fuerza real de cada organización. Un proceso muy parecido se dio en la mayor parte del territorio republicano, a uno u otro nivel: en Málaga, en Asturias, en Valencia, en el Aragón liberado por las milicias catalanas, en La Mancha, en Cantabria...
En Madrid, la CNT tenía sus patrullas de orden, sus prisiones y sus milicias, y propuso a la UGT constituir una Junta Nacional de Defensa. Si los dirigentes de la UGT, del ala izquierda del socialismo, hubiesen aceptado, habrían llevado la situación de doble poder mucho más lejos, y la burguesía habría tenido muchas más dificultades para recuperar el control a través del Gobierno republicano.
Los comités de fábrica, las colectividades agrícolas, los comités de milicias, etc., etc., controlaban la mayor parte de la economía y la sociedad. El Estado burgués se veía reducido a un Gobierno formal, a instituciones existentes sólo en el papel y a una autoridad real muy limitada; prácticamente, sólo en Madrid la burguesía, o mejor dicho, los políticos pequeñoburgueses y los dirigentes obreros con el programa de la burguesía, tenía un control importante de la situación, e incluso allí llegó a perderlo en un determinado período. ¿Cómo fue posible, entonces, que en una situación tan favorable a la clase obrera, la República burguesa pudiera ir reconquistando poco a poco el poder, hasta imponerse definitivamente y aplastar con las armas los organismos de poder obrero? La responsabilidad es exclusivamente de las direcciones obreras, que no supieron estar a la altura de su clase. La responsabilidad de los dirigentes anarquistas que en sus manos tenían la organización más importante de los trabajadores y porque su autoridad, junto a la de los socialistas de izquierda, eran decisivos para inclinar la balanza del poder a uno u otro lado, fue evidente.
Si García Oliver, Federica Montseny, Abad de Santillán, hubieran dotado de orientación política a las masas revolucionarias, basándose en sus instintos y en las conclusiones que estaban sacando rápidamente de su experiencia, otro gallo hubiera cantado. Habrían generalizado los comités, los habrían coordinado a nivel local con comités locales de delegados de los diferentes comités de base, habrían impulsado que los comités regionales existentes (Consejo de Defensa de Aragón, Comité Central de las Milicias en Catalunya, Comité Ejecutivo Popular de Valencia, etc.) tuviesen delegados elegidos por abajo y no por cada organización (incluso las burguesas), y, en especial, habrían creado un comité obrero central para centralizar y coordinar el naciente poder obrero. Habrían, también, disuelto los órganos residuales de poder burgués (empezando por la Generalitat y el Gobierno central), impotentes para ofrecer una resistencia seria. Una vez centralizado el poder y suprimidos el Estado burgués y la propiedad privada de los medios de producción, los trabajadores tendrían ganado el 50% de la guerra contra el fascismo. Con el ejemplo vivo de una nueva sociedad, es decir, con la eliminación del latifundismo (deseo secular de los campesinos) y del acaparamiento de productos, con el control obrero de precios, salarios y condiciones laborales, con la extirpación revolucionaria de la quinta columna, y con la retirada incondicional de Marruecos, entre otras cosas, y las milicias antifascistas, organizadas como ejército obrero, hubiera sido posible vencer a los fascistas, minando sus bases de apoyo e incluso sus propias tropas. En cambio, la eliminación progresiva de los comités, la reconstitución del odiado Estado burgués, la reaparición de la explotación en las empresas, de la humillación en el campo, de la jerarquía y la disciplina a los viejos mandos en el Ejército, y la represión de los obreros y milicianos que luchaban por la Revolución, eran, y así se demostró, el mejor camino para desmoralizar a la clase obrera y garantizar la victoria fascista.
Colaboración de la dirección anarquista en reconstruir el Estado burgués
La participación de la dirección cenetista en reconstruir el Estado burgués quedó clara desde el momento que aceptaron mantener la Generalitat y permitir la presencia de partidos burgueses en el Comité Central de las milicias.
El 26 de septiembre la CNT entra a formar parte del Gobierno de la Generalitat, donde dominan los burgueses de Esquerra. El 4 de noviembre, siguiendo la misma línea, la CNT se integra en el nuevo Gobierno central, presidido por Largo Caballero, con cuatro ministros, dos de ellos (García Oliver y Montseny) faístas, y, por tanto, antiguos enemigos del poder, del Estado y de la política. Los otros dos son Peiró y Juan López, ex treintistas. Los dirigentes cenetistas participan de la desarticulación sistemática del control obrero de las industrias, del Ejército de milicias, de las tierras colectivizadas. Abad de Santillán lo justificó así: “La CNT ha sido siempre, por principio y por convicción, antiestatista y enemiga de toda forma de gobierno (...), pero las circunstancias (...) han cambiado la naturaleza del Gobierno y del Estado españoles (...). El Gobierno ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase obrera, tal como el Estado ya no es el organismo que divide a la sociedad en clases. Ambos cesarán todavía más de oprimir al pueblo con la intervención de la CNT en sus órganos”15.
El viejo tópico de que la dirección anarquista defendía que la única forma de ganar la guerra era hacer la revolución, en oposición al lema estalinistaburgués de “primero, ganar la guerra; después, la revolución”, es completamente falso. Así de claro lo expresó el anarcoministro Peiró: “Decimos: primero la guerra y luego la revolución. Es el Gobierno el que manda”. El 26 de noviembre UGT y CNT llegaron a un pacto por el que los dos sindicatos se comprometían a respetarse y a que sus militantes no se agredieran; aunque la reunión que dio lugar al pacto era para “determinar conjuntamente el criterio que les merecen los diversos problemas que la clase obrera tiene planteados”, al final no hubo ningún análisis, ni llamamiento, ni consigna. El último párrafo del pacto decía: “Que nadie olvide que en estas horas presentes sólo la unión del proletariado puede conducirnos a la victoria. Las representaciones de la UGT y de la CNT darán en plazo brevísimo su opinión sobre las cuestiones de más palpitante actualidad, y mientras ese instante llega, exigen de los organismos que representan disciplina en el cumplimiento del deber, acatamiento a las normas que señala el Gobierno legal de la República, única forma de obtener la victoria”16.
La reacción al colaboracionismo de los dirigentes tuvo varias expresiones. Una fue la búsqueda del tradicional apoliticismo, postura que, más que nunca, era completamente utópica, en momentos de lucha constante entre dos poderes antagónicos. Sin embargo, un sector importante de la CNT, de la FAI (por ejemplo, en la FAI madrileña) y, sobre todo, de las Juventudes Libertarias, se orientaba hacia una solución política, revolucionaria, hacia la superación del capitalismo y la extensión y desarrollo del poder obrero. Un ejemplo de esta posición era la defendida por Camillo Berneri, una importante figura anarquista italiana. He aquí lo que escribe este revolucionario en abril del 37, como augurando la traición de los dirigentes en las Jornadas de Mayo (de las que ahora hablaremos), en una Carta abierta a la compañera Federica Montseny: “Es hora de darse cuenta de si los anarquistas estamos en el Gobierno para hacer de vestales a un fuego, casi extinguido, o bien si están para servir de gorro frigio a politicastros que flirtean con el enemigo, o con las fuerzas de la restauración de la república de todas las clases. (...) El dilema guerra o revolución no tiene ya sentido. El único dilema es éste: o la victoria sobre Franco gracias a la guerra revolucionaria, o la derrota”.
“El problema para ti, y para los otros compañeros, es el de escoger entre el Versalles de Thiers o el París de la Comuna”17. Berneri fue asesinado, como tantos otros revolucionarios, tras las Jornadas de Mayo.
La oposición a la dirección se impuso en el seno de las Juventudes Libertarias (sobre todo las de Madrid y Catalunya), que junto a las juventudes del POUM y, las Juventudes Socialistas Unificadas en algunos sitios (Asturias y Valencia), formaron la Federación de Juventudes Revolucionarias, a principios del 37, cuyo objetivo era la “revolución social”.
Los Amigos de Durruti
Otra expresión del descontento fue la de la agrupación Los Amigos de Durruti, que, bajo la presión de los acontecimientos, llegó a esbozar un programa revolucionario de toma del poder. Los Amigos de Durruti surgen en el seno de la Juventud Libertaria de Catalunya, que el 1 de abril da publicidad a un manifiesto donde denuncia la actitud contrarrevolucionaria del Gobierno burgués-estalinista, el boicot al frente de Aragón para calumniar a las milicias anarquistas, los asaltos a las editoriales y la radio del POUM en Madrid, etc. El manifiesto terminaba: “Estamos firmemente decididos a no ser responsables por los crímenes y traiciones de que la clase obrera está siendo objeto (...)18”. Para mayor aclaración, la editorial de Ruta, su órgano, declaraba: “Que ciertos camaradas no nos vengan con palabras apaciguadoras. No renunciaremos a nuestra lucha. Los coches oficiales y la vida sedentaria de los burócratas no nos deslumbran”.
Los Amigos de Durruti tomaban como ejemplo la militancia de Durruti, viejo luchador anarquista con una enorme autoridad, ya desde los primeros años 20, en que se dedicaba con un pequeño grupo a acciones terroristas y a asaltos a bancos para financiar el sindicato. Ya entonces era atacado por “militarista”, ya que, frente a los anarquistas puros y su concepción espontaneísta del derrocamiento del capitalismo, defendía la importancia de la preparación militar y de un ejército obrero organizado. En las jornadas de julio del 36 participó como dirigente natural de las milicias, e inmediatamente partió con éstas para Aragón, donde jugó un papel decisivo en la estrategia de guerra revolucionaria que cenetistas y poumistas desarrollaron en esta región. Durruti influyó para que, en septiembre del 36, los dirigentes anarquistas en Aragón, entre ellos Joaquín Ascaso, crearan un organismo obrero centralizado, sin presencia burguesa (de hecho, fue casi exclusivamente anarquista, pero por voluntad de los socialistas y estalinistas, que rechazaron tomar parte), y sin competencia de ningún otro poder. Este organismo, el Consejo de Defensa de Aragón, fue el más democrático de los órganos obreros regionales, ya que sus miembros fueron votados por la asamblea de los delegados de milicias y de los sindicatos aragoneses de la CNT. Es así como, en palabras de César M. Lorenzo, “lo que los libertarios catalanes no habían osado hacer, es decir, tomar todo el poder, los libertarios aragoneses lo intentarán”; desgraciadamente, el peso social de la clase obrera catalana, absolutamente fundamental para el futuro de la revolución, no tenía nada que ver con el del campesinado de las zonas liberadas de Aragón (zonas rurales en su mayoría).
El 14 de noviembre, ante el asedio fascista de Madrid, llegan 3.500 milicianos de la columna de Durruti. Los mismos estalinistas que pocos días antes calumnian a las milicias aragonesas, acusándoles de dedicarse a la revolución en vez de a la guerra y de sabotear el frente de Aragón, aclaman ahora a los hombres de Durruti. Destinado al sector de la Casa de Campo, el más peligroso, Durruti encontró la muerte el 20 de noviembre. Mucho se ha especulado sobre los causantes de esta muerte, y sobre si los estalinistas le eliminaron por el potencial peligro de que un dirigente de su valentía y de su autoridad pudiera aglutinar en determinado momento a las masas revolucionarias en el sentido de completar la revolución. No tiene sentido entrar en esa especulación, pero, en cualquier caso, es un hecho histórico que la Internacional Comunista, dominada por los estalinistas, organizó una campaña sistemática de eliminación de los elementos más revolucionarios.
Los Amigos de Durruti contaban entre 4.000 y 5.000 militantes, y tenían como objetivo ganarse a las bases cenetistas para desplazar a la dirección colaboracionista. Desgraciadamente, este grupo surgió al calor de la revolución, demasiado tarde para ser un factor decisivo, demostrando así la necesidad de una organización de cuadros revolucionarios, enraizados entre las masas, y forjado en la lucha de clases mucho antes de los momentos decisivos.
Las Jornadas de Mayo del 37
Los acontecimientos de Mayo del 37 fueron el último intento serio de las masas revolucionarias por retener el poder que se les escapaba de las manos. La ocasión se dio con el intento de ocupación de la Telefónica de Barcelona (controlada por un Comité CNT-UGT) por parte de los estalinistas, actuando como fuerza de choque de la burguesía. No tiene sentido discutir sobre si el PSUC eligió el momento para asestar un golpe decisivo a la revolución, provocando a los trabajadores catalanes, o si le pilló por sorpresa la reacción de éstos. Lo cierto es que, por éste u otro motivo, la acumulación de descontento y rabia de las masas tenía que explotar de alguna forma. Y, sin esperar las consignas de sus dirigentes (se habían hartado de esperar), sin ningún plan discutido antes, y sin ni siquiera una coordinación previa de los Comités de Defensa de la CNT19, los obreros salieron a la calle a defender la Telefónica, a defender sus conquistas, con las armas en la mano.
No se trataba de un juego. La burguesía no podía permitir ese mal ejemplo para los trabajadores valencianos o madrileños. La correlación de fuerzas se puede ver en un hecho: ni la represión de estalinistas, guardias de asalto y semifascistas de Estat Catalá, ni la utilización de Largo Caballero, con autoridad incluso entre la base anarquista, como presidente del Gobierno republicano, ni la amenaza de los guardias de asalto que llegarían de Valencia, ni la calumnia del movimiento en prensa y radio, fueron suficientes para paralizar la rebelión y desacreditarla ante los trabajadores de otras zonas. Lo único que paró la lucha, y después de grandes esfuerzos, fue la traición de los dirigentes tradicionales de la CNT, y la ausencia de una dirección revolucionaria, suficientemente formada, suficientemente probada por la práctica, capaz de sustituirlos.
El lunes 3 de mayo los guardias de asalto, dirigidos por el PSUC, intentan tomar la Telefónica. A través de los Comités de Defensa, los trabajadores se arman, levantan barricadas y se hacen dueños de Barcelona, como en julio del 36.
El martes 4, los Amigos de Durruti sacan una octavilla que dice: “¡Trabajadores! Una Junta Revolucionaria. Fusilamiento de los culpables. Desarme de todos los cuerpos armados. Socialización de la economía. Disolución de los partidos políticos que hayan agredido a la clase trabajadora. No cedamos la calle. La revolución ante todo. Saludamos a nuestros camaradas del POUM, que han confraternizado en la calle con nosotros. ¡Viva la revolución social! ¡Abajo la contrarrevolución!”20. Todo un programa revolucionario.
Al día siguiente, el Comité Regional cenetista denuncia en la prensa a Los Amigos de Durruti como “agentes provocadores”, lo que servirá de coartada al bloque burgués-estalinista para encarcelarlos y asesinarlos pocos días después. Los refuerzos venidos de Valencia van asaltando los locales de la CNT en cada localidad por la que pasan, mientras los anarcoministros Montseny y García Oliver gastan todo su prestigio en disuadir a los trabajadores de que continúen la lucha.
El viernes 7, “al ver los obreros que las fuerzas del Gobierno continuaban a la ofensiva, volvieron a las barricadas, contra el deseo de la CNT y el POUM. Pero la desilusión y el desaliento aparecieron: muchos obreros anarquistas habían mantenido la confianza en la CNT-FAI hasta el final; otros, al disminuir su fe, habían mirado hacia los obreros del POUM en busca de dirección, hasta que se les ordenó a éstos abandonar las barricadas. Los Amigos de Durruti y los bolcheviques-leninistas pudieron traer de nuevo los obreros a las barricadas (...), pero no eran lo suficientemente fuertes, no tenían suficientes raíces en las masas para organizarlos para una larga lucha”21. Ese mismo día, la dirección regional de la CNT declaró: “La CNT y la FAI siguen colaborando lealmente, como en el pasado, con todos los sectores políticos y sindicalistas del frente antifascista. La mejor prueba de esto es que la CNT sigue colaborando con el Gobierno central, (y) con el de la Generalitat”22.
Las Jornadas de Mayo fueron un punto de inflexión. La falta de dirección revolucionaria hizo fracasar la insurrección, y la contrarrevolución se creció, cogió confianza, y asestó golpes más duros y más rápidamente.
Mientras, la prensa oficial anarquista denigraba las Jornadas de Mayo: “Los que se rebelan contra el Gobierno elegido por el pueblo (...) son cómplices de Hitler, de Mussolini y de Franco. A los que hay que tratar inexorablemente” (Frente Libertario, órgano de las milicias anarquistas en Madrid).
La derrota del proletariado catalán, vanguardia de la revolución, cayó como una losa entre las masas. Fue a partir de entonces cuando la dirección cenetista, cada vez más liberada de las presiones de la base, y cada vez más imbuida de las ideas, los prejuicios y los vicios materiales de los burgueses, se mostró como un factor reaccionario en la situación.
“No se puso a la CNT en la ilegalidad, como al POUM, pero se le escupía en la cara cada cuatro días. La dirección de la CNT decía gracias, a veces se sacaba el pañuelo y dejaba correr algunas lágrimas invocando la justicia y los servicios prestados en el pasado a la causa antifascista ‘fuimos nosotros los que salimos el 19 de julio’, y también los servicios prestados a la burguesía en mayo de 1937 con su traición y su alto el fuego. (...) En cuanto a la base de la CNT, el Comité Nacional y el Regional querían insuflarle paciencia recordándole que: 1) Existe la guerra, por tanto hay que soportarlo todo. Para muchos esto quería decir primero ganar la guerra y después salir de las prisiones; 2) El reino de Dios no es de este mundo, es decir, vivimos en una sucia atmósfera rodeados de politicastros. En el paraíso del comunismo libertario nos desquitaremos; 3) Tal fue ya la suerte de los anarquistas: sufrir, ser perseguidos y continuar en la cárcel; era conmovedor, romántico, pero no convencía siempre a los presos”23.
De hecho, se puede hablar de dos CNT. Una integrada en el Estado burgués, aislada y desprestigiada, que era cada vez más despreciada por estalinistas, republicanos y socialistas de derechas, y la CNT real, con sus militantes en prisión, con su Prensa ilegal, y a pesar de todo luchando para mantener lo que quedaba de la Revolución.
El 11 de agosto del 37 el Gobierno disolvió el Consejo de Defensa de Aragón, sustituyéndolo formalmente por un gobernador civil y, en la práctica, por el estalinista Enrique Líster, que limpió la zona de colectividades, de comités municipales y de dirigentes revolucionarios. El propio Domingo Ascaso fue acusado de robo de joyas: todavía era necesario impedir que el proletariado, pese a una derrota tras otra, volviera a levantar cabeza agrupándose en torno a cualquier dirigente obrero con prestigio.
La prensa de la dirección anarquista fue reflejando su deslizamiento cada vez mayor hacia posiciones, reformistas, con sus halagos al presidente de Estados Unidos, Roosevelt, y sus posturas próximas al patriotismo del que hacían gala los dirigentes del PCE. Solidaridad Obrera pedía apoyo a Francia contra los “boches”, y Montseny dijo que la guerra se libraba contra los “invasores extranjeros”24.
Lecciones de la historia
Cualquier ideología política obrera (y el anarquismo lo es, en la medida que es una concepción de cómo organizar la sociedad) se pone a prueba en los hechos, en la experiencia práctica de la lucha de clases, y es en los momentos decisivos de ésta, en los que el poder naciente de los oprimidos se desarrolla, se extiende, gana autoridad, pero no termina de imponerse, y el poder caduco de los opresores se resiste a desaparecer de forma cada vez más violenta, cuando esa ideología tiene que demostrar su superioridad sobre las demás.
El anarquismo en el Estado español contaba, en los años 30, con masas revolucionarias y entusiastas dispuestas a los sacrificios más grandes, con una tradición gloriosa de combate al patrón y al Estado y, sobre todo, con una correlación de fuerzas en general muy favorable para el derrocamiento de la burguesía. A pesar de todo esto, el fascismo se impuso a sangre y fuego, destruyendo las organizaciones de la clase obrera, eliminando cualquier vestigio de conquista social y masacrando a los trabajadores, entre ellos a muchos anarquistas. El desarrollo posterior del capitalismo español (basado en la sobreexplotación de una clase obrera sometida al yugo franquista), con sus consecuencias de concentración industrial, reducción del peso del taller y de la pequeña empresa, aumento en cantidad y en calidad del proletariado y disminución del campesinado, han eliminado las bases de la existencia del anarquismo como fuerza de masas en nuestra clase.
Sin embargo, la experiencia histórica nos vale para comprender el papel de las ideas anarquistas. El anarquismo es una reacción a la injusticia de la sociedad capitalista, pero, a diferencia del socialismo científico (marxismo), no analiza la sociedad desde un punto de vista científico, materialista, sino desde una filosofía idealista, lo que le lleva a los peores errores.
El anarquismo, al no analizar de forma materialista el Estado, se opone por igual a cualquier tipo de Estado: dictadura fascista, democracia burguesa, Estado obrero... Cuando los dirigentes cenetistas cedían a Companys el poder formal de Catalunya, en julio del 36, se escudaban en que, como son opuestos al poder, no querían la “dictadura anarquista”, refiriéndose al poder obrero dirigido por los anarquistas. ¡Así que no tenían más remedio que devolver el poder a los burgueses!
La historia de la CNT muestra cómo, más allá de la retórica, sus dirigentes tenían que meterse en política, aunque sólo fuera porque un régimen militar como el de Primo de Rivera impedía la existencia de sindicatos combativos estables, y uno de democracia burguesa, como el de la II República de 1931 a 1933, sí facilitaba el llegar a las masas y prepararlas para la lucha (no por la voluntad de la burguesía liberal, sino por las libertades que eran arrancadas con la lucha). Desgraciadamente, cuando se introducían en el mundo político, no lo hacían con una perspectiva de clase, sino en base a su filosofía humanista, apoyando a los supuestos demócratas pequeñoburgueses y burgueses, gente del tipo de Lerroux, Companys y Azaña. Peiró lo reconocía en 1928: “El anarquismo español todavía ha hecho más. Consciente de que en sus manos tenía la fuerza revolucionaria del país, al tener una noción clara de que las soluciones en forma alguna podían ser anarquistas, puso aquella fuerza a disposición de los sectores izquierdistas”25.
Luchas entre dirigentes más sindicalistas (en el sentido de más dispuestos a desprenderse de ideas de revolución, supuestamente a favor de la lucha diaria por mejoras) y más anarquistas recorren la vida interna de la CNT desde su fundación. La existencia de un partido realmente marxista en los años 30 hubiera superado esa contradicción entre sindicalistas o treintistas y anarquistas puros o faístas, ganando a los militantes revolucionarios de una y otra tendencia para un programa de conquista del poder.