“En los Estados del Sur mis enemigos eran los que oprimían a los esclavos negros. Mis enemigos del Norte los que ansiaban perpetuar la esclavitud de los obreros asalariados”
Albert Parsons
La contradicción en los años 60 del siglo pasado entre los Estados del Norte y los Estados del Sur en los EEUU de Norteamérica, producto del choque entre una economía latifundista-esclavista en el Sur (en 1860 había alrededor de cuatro millones de esclavos, fundamentalmente negros) frente a la del Norte, basada en el desarrollo industrial y granjero de base de trabajo asalariada, condujo, en virtud de las necesidades de los Estados meridionales -ampliación del mercado interior, del comercio, principalmente con Inglaterra, búsqueda de fuentes de materias primas, y la ampliación de la base del mercado de mano de obra-, a la guerra conocida como Guerra Civil Norteamericana que discurrió entre los años 1861 y 1865.
En plena Guerra Civil (1862), el partido Republicano, dirigido por A. Lincoln, que expresaba los intereses de la gran burguesía nordista, dictó un ley llamada Homestead Act que, a la vez que privaba a los latifundistas del Sur de la posibilidad de obtención de tierras vírgenes y, en acertado aserto de Karl Marx, de “una esquilmación del suelo de manera brutal” (El Capital, Tomo III), asestaba un durísimo golpe a la economía esclavista y resolvía el problema agrario de la ciudadanía del Norte.
Los origenes del movimiento obrero americano
La incorporación del proletariado a la lucha contra el esclavismo era condición necesaria para su propia autoorganización debido a que “En los Estados Unidos de América, el movimiento obrero no podía salir de su postración mientras un parte de la República siguiese mancillada por la institución de la esclavitud. El trabajo de los blancos no puede emanciparse allí donde está esclavizado el trabajo de los negros. De la muerte de la esclavitud brotó inmediatamente una vida nueva y rejuvenecida. El primer fruto de la Guerra de Secesión fue la campaña de agitación por la jornada de ocho horas, que se extendió con la velocidad de la locomotora desde el Océano Atlántico al Pacífico, desde Nueva Inglaterra a California” (Karl Marx, El Capital, Tomo I).
La válvula de escape a las contradicciones sociales que pretendía la Homestead Act era una forma realmente relativa de relajación de tensiones. Maurice Niveau, renombrado historiador, ha señalado que “contrariamente a lo que podría pensarse, los inmigrantes del siglo XIX no fueron, más que en casos excepcionales, los pioneros de la frontera. Permanecieron en el Este y se instalaron en las ciudades donde fueron a engrosar las filas de la mano de obra obrera. En 1860, el 60% de los 2.200.000 inmigrantes que vivían en los Estados Unidos se habían instalado en los estados de Nueva York, Pennsilvania, Massachu-setts y Ohio. En 1900, el 40% de los inmigrantes vivían en ciudades de más de 100.000 habitantes. Mano de obra móvil y adaptable para la industria y el comercio, carecían de los me-dios financieros para desplazarse hacia el Oeste y dudaban en lanzarse a una agricultura ex-tensiva de la que desconocían los métodos de trabajo” (His-toria de los hechos económicos contemporáneos)
La formación de la clase proletaria en Norteamérica, procedente de la inmigración de Europa y Asia (hasta 1870 la mayoría llegan de Inglaterra y Alemania, más tarde de la Europa nórdica y del Este) tuvo características que marcaron, y aún marcan, el desarrollo organizativo independiente: “Hacia 1880, con la desaparición de la frontera, la oposición de los sindicatos obreros se hizo más viva mientras que los empresarios defendían, evidentemente, la libertad de entrada que creaba una competencia más aguda del lado de la oferta de trabajo... Esta extraordinaria aportación de mano de obra extranjera pudo, en un momento u otro, presionar sobre los salarios. Sin embargo, a largo plazo, representó una ayuda suplementaria al éxito económico de este inmenso país que, globalmente, jamás ha tenido exceso de mano de obra. Si los inmigrantes permanecían en el nordeste industrial del país, el resto de la población supo hacer retroceder la frontera hacia el Pacífico, y este movimiento hacia el Oeste constituye uno de los rasgos característicos tanto de la epopeya como de la historia económica de los Estados Unidos. El western es cualquier cosa menos un mito, puesto que ha modelado profundamente el aspecto y el estilo de los Estados Unidos de América” (Maurice Niveau, op. cit.).
A fines de los años 80 del siglo XIX, una vez colonizado todo el Oeste, “dejó de funcionar la importante válvula de desahogo que había estorbado la formación de la permanente clase de los proletarios” (F. Engels, Apéndice a la edición americana de La Condición de la Clase Obrera en Inglaterra).
La fisura que introdujo la epopeya de la marcha hacia el Oeste consolidó el status “aristocrático”de los viejos ciudadanos norteamericanos que generó asociaciones de obreros fuertemente cerradas, dejando al margen a los inmigrantes nuevos, a los negros y amerindios, frenando el fortalecimiento de organizaciones que agrupasen a toda la clase y haciendo prevalecer “el frenesí de empresa” (carta de Federico Engels a Adolph Sorge el 10 de Septiembre de 1888). Este hecho explica, en parte, la dificultad que historicamente ha tenido la clase obrera en Norteamérica para la formación de sociedades que representasen sus intereses, aún existiendo las mejores condiciones objetivas para el surgimiento de poderosísimas fuerzas sindicales y políticas. A su vez, la gran burguesía pudo, merced a estas favorables condiciones, poner en vigor códigos antinegros en 1885 y 1886 y permitió salir a la luz organizaciones racistas como el Ku Kux Klan.
La victoria del Norte en la Guerra Civil consiguió la unificación económica y política del país posibilitando el rápido desarrollo del capitalismo tanto en la esfera industrial como financiera y agícola (vía del granjero). Si en 1840 EEUU eran la quinta potencia industrial del mundo, en 1850 ascendía al cuarto lugar, en 1860 era ya la segunda fuerza para, en 1894, ponerse a la cabeza desplazando a Inglaterra. Sólo basta fijarse, para darse cuenta de esa tremenda expansión, que en 1895 producía 7 veces más que en 1860 (¡sólo 35 años antes!) y que entre 1850 y 1860 ¡¡se triplicó el quilometraje de la red de ferrocarriles, alcanzando ya 50.000 km.!! (C.W. Wright, Economic History of the United Sates)
El crecimiento de la industria era el crecimiento del movimiento proletario y así, en 1886 son fundadas las asociaciones Caballeros del Trabajo (Knigths of Labour) y la Federación de Sindicatos Organizados de Estados Unidos y Canadá (Federation of Organized Trade and Labour Unions of the United States and Canada), esta última precursora de la AFL.
El nacimiento de estas organizaciones ya profundamente obreras vino de la mano de la gran crisis de 1882 que consolidó al grupo Morgan como líder financiero mundial y arrojó a millones de personas al desempleo. Como escribía el periódico obrero de Chicago, The Alarm (11.07.1885) “Los obreros puden pasar hambre libremente, mendigar libremente, pueden, incluso, morir de hambre libremente, pero no son libres de hacerse ni siquiera esclavos”. La tasa de desempleo trajo la presión a la baja de los salarios, el aumento de la plusvalía absoluta, la disminución de la duración media de vida aumentando muy enérgicamente la mortalidad (en los años 80 la vida media de los trabajadores norteamericanos no rebasaba los 30 años), la subida de los alquileres de vivienda, las pésimas condiciones higiénicas, etc.
La fuerte presión sobre la capacidad de reprodución vital de los trabajadores, es decir, los salarios, (se ha calculado que para 1883 las necesidades básicas sólo podrían cubrirse con 755 dólares/año, pero los salarios medios apenas alcanzaban los 552 dólares/año) promovió el flujo al trabajo de las mujeres y los niños: “el valor de la fuerza de trabajo no se determinaba ya -escribe Carlos Marx- por el tiempo de trabajo necesario para el sustento del obrero adulto individual, sino por el tiempo de trabajo indispensable para el sostenimiento de la familia obrera. La maquinaria, al lanzar al mercado de trabajo a todos los individuos de la familia obrera, distribuye entre toda su familia el valor de la fuerza de trabajo de su jefe” (El Capital, Tomo I). Esta situación envilecía a los propios trabajadores ya que “antes, el obrero vendía su propia fuerza de trabajo, disponiendo de ella como individuo formalmente libre. Ahora, vende a su mujer y a su hijo. Se convierte en esclavista” (Karl Marx, El Capital, Tomo I). En los años 80, alrededor del 33 % del presupuesto familiar lo aportaban las mujeres y los niños estadounidenses, cobrando, como regla general, dos veces menos a igual trabajo que un adulto varón. Samuel Gompers, representante del Sindicato de los Cigarreros describía así la situación del trabajo infantil. “He visto a niños de seis, siete u ocho años, sentados en el suelo en medio de una habitación sucia y llena de polvo, desmenuzando el tabaco. Muchos de ellos no podían sobreponerse a la necesidad de dormir por la fatiga y la larga jornada y caían sobre los fardos de tabaco”. (Proceedings of the American Federation of Labour, 1881-1888. Convention 1881).
La acumulación capitalista agita la lucha de clases
A pesar de que los EEUU tenían un elevado índice de maquinaria automatizada (en 1885 el gobierno inglés compró a los Estados Unidos las máquinas-herramientas necesarias para la instalación de una fábrica de cañones; el método de piezas intercambiables quedaba desde entonces bautizado con el nombre de “sistema americano”, Maurice Niveau, op. cit.), la jornada de trabajo se mantenía entre las 10 y las 12 horas diarias como media y hasta 15, incluyendo domingo y festivos, en multitud de casos, aumentando los ritmos y la tensión y haciendo insoportables las condiciones en las instalaciones fabriles.
La explosiva situación fue prevenida por el Estado decretando draconianas leyes antiobreras como la prohibición de realizar huelgas bajo pena de 100 dólares o seis meses de prisión y la confección de “listas negras” donde se incluían a los trabajadores multados. A guisa de ejemplo, la Missouri Pacific estaba en posesión de una de ellas que incluía a 470 obreros significados en las reivindicaciones. A fin de propagar esas listas y poder reprimir al movimiento, la burguesía fundó en 1872 las Citizen´s Associations (Asociaciones de Empresarios) en Nueva York, por medio de 400 capitalistas que aportaron 1.000 dólares cada uno. La creación de un fondo que combatiera la lucha por la reducción de la jornada laboral era uno de los puntos primordiales de su razón de ser. En 1885 se organizó, con la participación activa de los partidos Republicano y Demócrata, el Comité de Seguridad Pública, con el objeto de sostener una lucha abierta frente a los obreros. Todo esto dio lugar a congresos anuales de empresarios de Maine, New Hampshire, Rodhe Island, Vermont, Connecticut y Massachusetts, donde se discutían y hacían públicas las listas negras y se instituía el denominado “juramento de hierro”, que consistía en que el obrero se “obligaba” mediante un escrito a no ser miembro de ninguna organización obrera. Aún, si todo ello no fuese suficiente, podría siempre utilizarse la célebre policía secreta Pinkerton.
La concentración en grandes empresas, el movimiento de las asociaciones de trabajadores y las propias condiciones de trabajo, hicieron aparecer periódicos obreros como Laborer (Massachusetts), Labor Tribune (Pittsburg), Journal of United Labor (órgano de la Orden de los Caballeros del Trabajo), el John Swinton´s Paper (boletín editado y financiado con los propios recursos del periodista Swinton de octubre de 1883 a agosto de 1887) y, sobre todos ellos, Alarm, periódico en inglés, cuyo director era Albert Parsons y Arbeiter Zeitung, periódico en alemán que dirigía August Spies.
Ya hemos hecho anteriormente mención a la Orden de los Caballeros del Trabajo, fundada en 1868 por Uriah Stephens, que en 1886 agrupaba a 703.000 miembros, admitiendo en su seno tanto a los trabajadores en activo como a los que estaban en el paro, a los hombres como a las mujeres, a los blancos, asiáticos y negros (en 1886 ean miembros de la Orden unos 71.000 trabajadores negros), manifestando con ello un hondo internacionalismo. Era, como la caracterizó Engels, la primera organización nacional fundada por toda la clase obrera de los Estados Unidos. En sus bases programáticas se hacía expresa mención a la igualdad de remuneración del trabajo masculino y femenino, a la igualdad de derechos del hombre blanco y de color, a la prohibición del trabajo infantil y a la reducción de la jornada a las 8 horas. Esta organización, careciendo de las teorizaciones del socialismo científico, de temple ideológico y un programa consecuente, fue perdiendo su fuerza combativa y en 1878, cuando al frente de la misma se puso a Terence Powderly, se deslizó a posiciones conservadoras.
Dentro de la estructura de las uniones sindicales se significaron los “maestros de los gremios”, auténtica “sangre azul” de los proletarios, cuyo status social de “viejos emigrantes” y su más alta cualificación los hacía más facilmente recolocables que a sus “nuevos” hermanos de clase cuya inmensa mayoría desconocían el idioma inglés. Esto ejercía un efecto de freno sobre la toma de conciencia del movimiento. Las uniones sindicales se sumaron en 1886 a la Federación de los Sindicatos Organizados de EEUU y Canadá formando la Federación Americana del Trabajo (AFL, American Federation of Labor) que, a pesar de que en su congreso fundacional indicara la necesidad de unión de los trabajadores de todo el mundo para su defensa y beneficio mutuo, poco a poco de su seno fueron naciendo las contradiciones que habían acumulado a lo largo del tiempo.
En 1881, en el congreso de Pittsburg, se presentaron dos plataformas: la que defendía el carácter masivo de la organización, más allá de sus oficios, calificaciones y origen, proponiendo una dirección con la más amplia y completa representatividad y la que se proponía el encerramiento en las viejas organizaciones gremiales. El tumultuoso congreso vio como se levantaban voces para la forja de una unión lo más amplia posible del conjunto de los obreros. Los congresistas Weber y John Kinner, delegados de los tipógrafos de Pittsburgh y de los portuarios de Boston, respectivamente, del influyente dirigente Lyman Brandt y, sobre todos ellos, la figura del líder negro Jeremiah Grandison, miembro de los Caballeros del Trabajo de Pittsburgh, que declaró que muchos obreros, blancos y negros, no poseían un oficio y que eso no podía impedir su ingreso en la nueva asociación. Frente a estos, se alzaron John Jarrett, Thomas Hennebery y Samuel Grompers que manifestaron amplia y rotundamente su animadversión por los trabajadores no cualificados y su temor a que la asociación tuviera “algún tinte político” y que, al fin, esto confluyera, como lo había expuesto Jeremiah Grandison, en que los trabajadores crearan, por ellos mismos, un partido independiente de los partidos de la burguesía.
En este congreso se adoptó el nombre de Federación de los Sindicatos Organizados de Estados Unidos y Canadá (Federation of Organized Trades and Labor Unions of the United States and Canada ). El programa, de contenido clasista indicaba: “La historia de los obreros asalariados de todos los países no es sino la historia de la lucha y la miseria constantes engendradas por la ignorancia y la desunión” (AFL, Proceedings). Se hizo una especial mención a la solidaridad con la lucha del pueblo irlandés contra el yugo británico y la simpatía con todos los pueblos que luchaban por su libertad e igualdad. La Federación, a pesar de las zancadillas de dirigentes como S. Gompers, Peter McGuire o A. Strasser, adoptó la importante resolución en el congreso de 1884 de exigir la jornada de 8 horas, poniendo como fecha de entrada en vigor el 1º de mayo de 1886.
Primeros pasos en la política independiente
de los trabajadores
El trabajo imbécil del “sindicalismo puro” y la actitud abiertamente escisionista de algunos de los dirigentes, fue duramente criticado por Parsons desde la tribuna del peródico Alarm, exponiendo con firme crudeza que las tésis mantenidas por líderes del AFL conducían directamente a la “armonía” entre el capital y el trabajo, algo que el gran revolucionario tachaba, justamente, de inconcebible.
Paralelamente, junto a las organizaciones de tipo sindical fue desarrollándose un movimiento político independiente, no sin altibajos y duras pruebas. En el Partido Obrero Socialista de América, fundado en 1876, convivían junto a posiciones marxistas, “viejos ropajes intelectuales” (carta de F. Engels a Friedrich Adolf Sorge el 16 de enero de 1895). A pesar de que en el seno del Partido desarrollaban una amplia actividad, militantes tan relevantes como O. Weydemeyer, H. Schlüter, F. Sorge y J.P. McDonnell, director éste del Labor Standart, merced a la inmadurez del conjunto de la militancia, cayó bajo la influencia de Phillip Van Patten y su círculo de lassalleanos, empujándolo hacia el oportunismo y el sectarismo, negando la necesidad de lucha en el seno de los sindicatos y reafirmando, paralela y consustancialmente, la única vía parlamentaria. El grupo más consciente, el de Chicago, con Albert Parsons, August Spies, Michael Schwab y Samuel Fielden al frente, se desligó del Partido emprendiendo el combate para organizar al proletariado.
Los trabajadores de Chicago en 1878-1879, promovieron a diputados a sus más firmes defensores, tanto al Consejo Municipal, al Senado como a la Cámara de Representantes del Estado de Illinois. En estas elecciones Albert Parsons fue elegido diputado al Consejo Municipal por el 14 distrito de Chicago, mas esa elección fue revocada ya que, bajo presión de la Street Car Company, los miembros de la comisión electoral “rectificaron” las papeletas de votación.
En 1880 el Partido Obrero Socialista de América se escindió y un grupo fundó en 1881 el Partido Revolucionario con dos corrientes que se manifestaron contrarias en el congreso de Pittsburg de 1883: la anarquista de Nueva York, seguidora de Johann Most y el grupo de Chicago de Parsons y Spies, bajo una forma peculiar de anarcosindicalismo muy influenciado por el marxismo. El grupo de Chicago manifestó en ese congreso tanto la imperiosa necesidad del trabajo dentro de los sindicatos como que el capitalismo sólo podría derrumbarse mediante métodos revolucionarios. Spies llegó a declarar en este congreso. “El programa de Pittsburgh es secundario; ¡ nuestro programa es el Manifiesto Comunista !”. El grupo de Parsons y Spies, ya en el fondo un partido proletario, llegó a tener solamente en Chicago más de 5.000 afiliados y marcaba el camino a seguir en la Central Obrera de Chicago que se había fundado en 1884 por trece sindicatos que se desgajaron de la conservadora Federación de los Sindicatos Organizados y que en 1886, ya conformaba 20 sindicatos.
En marzo de 1886 la lucha por la reducción de la jornada laboral desembocó en una huelga general donde participaron más de 320.000 obreros, tanto de los cualificados como los que no lo eran, los organizados como los que no lo estaban, los “viejos norteamericanos” como los “nuevos”, los de lengua inglesa como los que tenían el alemán, sueco, polaco, italiano, ruso u otros como idioma, los blancos como los negros o los orientales. Había estallado la primera manifestación unitaria del proletariado en los EEUU. Las bárbaras condiciones arrastradas desde 1881 con lock-outs, la venta de los intereses obreros por dirigentes como Terence Powderly, los abusos, la contratación de esquiroles, la intervención de los agentes de la Pinkerton, fueron la escuela donde aprendieron los rudimentos de la solidaridad de clase.
En el curso de los acontecimientos fueron surgiendo nuevas uniones sindicales y Parsons se convirtió en el alma y la cabeza de todo el movimiento. En Chicago se fundaron las organizaciones alemana e inglesa de albañiles, caldereros, empapeladores, etc. bajo la consigna de las 8 horas. De igual forma los mineros de Pennsylvania, los conductores y mecánicos de Baltimore, los cigarreros de Nueva York, los picapedreros de Chicago...
En febrero de 1886, la Street Railway Company de Minesota y la Studebaker Company de Indiana tuvieron que claudicar ante la masiva exigencia obrera. Los conductores de Nueva York consiguieron que la Atlantic-Avenue Railroad redujera la jornada de 18 horas a 12, estimulando la huelga por igual motivo en Baltimore.
En este caldo de cultivo los trabajadores iban aprendiendo que únicamente con su unión y decisivos golpes podrían hacer doblar la rodilla del gigante empresarial.
El 12 de abril la Central Obrera de Nueva York realizó un llamamiento a la movilización de todos los obreros para el 1 de mayo bajo la consigna de las 8 horas. Pese a las propuestas de Parsons y Spies a la unidad con el grupo de Most, estos se negaron a secundar el movimiento. La redacción de la resolución de la Central Obrera de Chicago corrió a cargo de Spies y publicada en Alarm que, desde ese momento, se convirtió en el portavoz por la reducción de la jornada de trabajo.
Parsons, Spies, Fielden y Schwab recorrieron entonces, de mitin en mitin, de reunión en reunión, los estados del Medio Oeste explicando, informando y alentando al proletariado a la manifestación de mayo. A la vez Neebe y el propio Parsons ayudaron e instruyeron a los trabajadores del matadero de Chicago a fundar un sindicato que se manifestó públicamente por la redución de la jornada (en el matadero se llegaban a trabajar 16 horas diarias) y denunció a los antiguos líderes de las uniones sindicales que arguían que de implantarse la jornada de 8 horas, los trabajadores debieran cobrar la mitad del salario.
El primer ensayo general del movimiento se produjo el 15 de marzo de 1886 cuando miles de trabajadores desfilaron hasta el West Side Turner Hall con pancartas alusivas a la igualdad de salarios, contra el trabajo infantil y la jornada de 8 horas. Aquella sala de 2.000 localidades vio llenar su espacio en unos 4.000 y otros 3.000 que, al no poder acceder al recinto, organizaron mítines en las calles confluyentes. El 10 de abril, otra masiva manifestación obrera reunió a 12.000 trabajadores y se manifestó en solidaridad con los estibadores en lucha.
La prensa burguesa manifestaba cínicamente “comprensión” y “simpatía” hacia los trabajadores mas, se indignaba con las “abusivas” reivindicaciones instando a que cada huelguista fuera encarcelado produciendo un “benéfico terror en la clase trabajadora” (The Chicago Tribune). De esta forma se confirmaba lo que Karl Marx había demostrado en El Capital: “en la historia de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada laboral se nos revela como una lucha que se libra en torno a los límites de la jornada; lucha ventilada entre el capitalista universal, o sea, la clase capitalista, de un lado, [prensa burguesa incluida, añadimos nosotros] y de otro, el obrero universal, o sea, la clase obrera” (El Capital, Tomo I).
Las contradiciones y la lucha de clases llegaron al punto que el mismo Presidente Cleveland, el 22 de abril dirigió, por vez primera en la historia de los Estados Unidos, un mensaje a la Nación sobre la específica problemática obrera, expresando la preocupación que embargaba a los capitalistas.
El gran combate
A finales de abril la inmensa mayoría de las organizaciones obreras se había posicionado a favor de la implantación general de la jornada de 8 horas, insistiendo, a su vez la práctica totalidad, en la subida de salarios, el reconocimiento de las organizaciones sindicales y los derechos de la mujer, así como la prohibición del trabajo realizado por niños. Para estas fechas unos 150.000 trabajadores ya habían logrado la reducción efectiva de la jornada, principalmente las grandes agrupaciones fabriles de Chicago, Nueva York, Baltimore, Cincinnati y Milwaukee, pero 190.000 no habían logrado la ansiada reivindicación principal. De esta forma, el 1 de mayo de 1886 comenzó el movimiento total del proletariado y la mayor huelga en la historia de los Estados Unidos.
En Nueva York, la Central Obrera reunió en Union Square a 20.000 trabajadores, muchos de los cuales ya habían conseguido la reivindicación, prueba de que la solidaridad y conciencia de clase había calado muy hondo entre ellos.
En Milwaukee el 1 de mayo unos 10.000 obreros se declararon en huelga y tras provocaciones y cargas con disparos de la policía, la manifestación acabó con varios muertos entre los trabajadores. Al día siguiente grupos de piquetes recorrieron la ciudad preparando la huelga general.
El gobernador de Wisconsin, J. M. Rusk convocó una reunión urgente y junto al alcalde y al sheriff pidió la inmediata ayuda militar para sofocar la huelga. Los obreros en manifestación pacífica, pidieron la jornada de 8 horas y, ante la negativa de los patronos, el comité de huelga declaró el paro general. Por toda respuesta, la patronal despidió a todos los trabajadores. Estos comenzaron un mitin cuando, las tropas pedidas por el gobernador Rusk, acantonadas previamente en la región de Bay View, dispararon contra los obreros produciéndose varios muertos y heridos.
La represión pretendía atemorizar al proletariado y a sus líderes pero la ola del movimiento continuaba en ascenso y Chicago, la mayor concentración industrial, se convertía en el centro y eje de la reivindicación.
Las huelgas de Chicago comenzaron a fines de abril cuando la fábrica McCornick, después de varias semanas de paro, anunció el lockout. Paralelamente, los cargadores de ferrocarriles eligieron un comité de huelga exigiendo las 8 horas sin disminución de los salarios. El 30 de abril, tras la negativa de los patronos, se comenzó la huelga dirigida por el obrero Dick Greydee. La patronal, entonces, contrató a esquiroles. Los trabajadores de guarda-agujas del ferrocarril, en magnífica muestra de solidaridad y organización proletaria, se negaron a coordinar los convoyes cargados por los esquiroles.
El 1 de mayo otros 30.000 obreros se unieron al paro, principalmente los de las fábricas del cobre, siderúrgicos y los de metales. La ciudad quedó paralizada y la Central Obrera convocó un mitin al que acudieron 25.000 obreros ante quienes Parsons, Spies, Fielden y Schawb dirigieron la razón obrera: actuar con resolución y convinción por las justas reivindicaciones.
El 3 de mayo Spies, como representante de la Central Obrera, acudió a un mitin ante la fábrica McCornik y, en el preciso instante en que concluía su discurso, comenzaron a salir los esquiroles, provocando la ira y rabia contenida de los obreros en huelga. La policía abrió fuego contra la concentración trabajadora resultando seis muertos y multitud de heridos. Ese mismo día, Spies redactó un artículo dirigido a los obreros: “Si ustedes son hombres, si son hijos de antepasados que han derramado su sangre por hacerles libres, deben reunir sus hercúleas fuerzas y destruir este hediondo monstruo que pretende destruirles”. Mil ejemplares fueron distribuidos esa misma noche en las reuniones celebradas por los trabajadores y se aceptó la propuesta del grupo “Lehr und Mehr Verein”, a iniciativa de Engel y Fischer, de celebrar, al día siguiente, en la Plaza de Haymarket, un mitin de protesta contra la matanza.
El 4 de mayo a las siete y media de la noche, unos tres mil trabajadores se acercaron a la plaza. Los oradores Spies, Parsons y Fielden condenaron con vibrantes discursos la actuación de la patronal y de la policía.
Spies informó del desarrollo del paro y de los acontecimientos de las últimas 48 horas. Dio cuenta de que las autoridades propalaban infundios acerca del mitin que se estaba celebrando rumoreando que los obreros iban a preparar nuevos disturbios. Aludió severamente a McCornik diciendo que debía responder por el crimen perpetado el 3 de mayo. Que en Chicago unos 30.000 obreros estaban afectados por el lock-out y, literalmente, ellos y sus familias se estaban muriendo de hambre. Criticó a los periódicos burgueses que silenciaban, cuando no tergiversaban los hechos e insultaban a los trabajadores llamándoles “multitudes embrutecidas”.
Parsons hizo un brillantísimo y audaz discurso relatando las horribles condiciones de trabajo y vida de los obreros y, manejando hábil e irrefutablemente estadísticas del propio gobierno, señaló que los proletarios tan sólo reciben el 15 % de los bienes que producen, quedándose los capitalistas con el resto. Esplicó las razones de la represión señalando al final de su hermoso discurso: “Yo no estoy aquí para incitar a nadie, sino para exponer los hechos tal y como son, incluso si esto me va a costar la vida antes de que llegue mañana”.
Fielden fue el último orador, hablando de la explotación capitalista y de las atrocidades cometidas sobre el movimiento proletario.
En aquel momento comenzó a llover y gran parte de los reunidos en el mitin comenzaron a abandonar la plaza. Entonces, dos grupos de la policía tomaron posiciones ante la tribuna de los oradores. Uno de los oficiales ordenó el inmediato desalojo de la plaza. Fielden sólo llegó a articular: “Nuestro mitin es pacífico...” cuando una bomba cayó entre los dos grupos en que estaba dividida la fuerza policial, muriendo uno de ellos. La policía comenzó a disparar indiscriminadamente. La plaza quedó vacía y en silencio, únicamente cortado por los lamentos de los heridos. Había concluido lo que los periódicos burgueses habían denominado “rebelión de Haymarket” y comenzaba el segundo acto de la tragedia: el “proceso de Haymarket”.
El estallido de la bomba y la muerte de un policía desataron una feroz represión: “Todas las garantías constitucionales y legales fueron pisoteadas, –escribió F. Sorge– toda garantía de protección individual rechazada, se volvió a imponer en la ciudad el despotismo arbitrario de la policía, la brutal policía de Chicago” (Labor Movement in the United States).
Fueron detenidos todos los activistas obreros, clausurados sus órganos de expresión, se proscribió cualquier reunión obrera y se formaron grupos especiales de matones para preservar la propiedad.
Spies, Fielden, Fischer, Engel, Neebe, Lingg y Schwab fueron detenidos. Parsons no pudo ser localizado, mas al enterarse de la detención de sus compañeros de lucha, se presentó voluntariamente para sentarse en el banquillo junto a quienes había protagonizado el movimiento.
El fiscal del proceso Grinnell no ocultó el hecho de que estaban siendo juzgados por dirigir la lucha obrera, ni su odio de clase: “ellos no son más culpables que los que los siguen. Condénenles como lección a los demás; ahórquenles para salvaguardar nuestra sociedad”.
El Gran Jurado que debía dictaminar sentencia debía estar formado por 12 miembros. De unos mil candidatos propuestos, 6 eran obreros y fueron en la primera ronda rechazados. Así mismo se estudiaron los nombres de los demás por sí, en algún momento, hubieran tenido algún tipo de vinculación, bien fuese remotísima, con organizaciones obreras, al final los 12 miembros resultaron ser magnates de la industria y del comercio o individuos íntimamente relacionados con ellos.
El proceso comenzó el 15 de julio y los dirigentes de los trabajadores acusados de los más graves delitos: atentar contra la Constitución, la Declaración de Independencia y estar implicados en asesinatos.
Los testigos, naturalmente a sueldo de las grandes firmas, declararon en falso y con múltiples contradicciones. Por ejemplo, un tal Gilmar, dijo que la bomba había sido arrojada por Fischer, Schnaubelt y Spies, cuando pudo ser demostrado que Fischer había acudido a otra reunión y no acertó a describir el físico de Schnaubelt.
El 20 de agosto el tribunal dictaminó la condena a pena capital de siete de los encausados y 15 años de trabajos forzados a Oscar Neebe.
Los discursos de los condenados fueron un dechado de orgullo proletario. Spies dijo: “En este tribunal yo hablo en nombre de una clase contra otra clase”. Fischer hizo hincapié en el atentado contra la libertad de prensa y de pensamiento en que se había convertido el juicio. Lingg indicó: “Les odio a ustedes, su orden y leyes, les odio porque su poder se sostiene por la fuerza. ¡Ahórquenme por ello!”.
El discurso de Parsons duró las sesiones del 8 y 9 de octubre. En él relató la lucha del proletariado norteamericano, la historia del socialismo y del anarquismo en los Estados Unidos y sobre el trabajo llevado a cabo junto a sus compañeros por la autoorganización obrera, poniendo el dedo en la llaga de las razones por las que estaban siendo condenados: “Debía hacerse algo para parar este movimiento que tenía la mayor fuerza en el Oeste, en Chicago, donde 40.000 obreros estaban en huelga por las 8 horas de trabajo”.
La noticia de los sucesos de Chicago conmovió al mundo. No sólo personalidades de los Estados Unidos como Henry Lloyd o Stephen S. Gregory pidieron clemencia para los condenados, sino también grandes celebridades universales como Bernard Shaw, instituciones como la Cámara de Diputados francesa, organizaciones obreras de Italia, Rusia, España o Francia mandaron telegramas al Gobernador de Illinois.
El congreso del Partido Obrero Socialista, reunido en septiembre de 1887 calificó el veredicto como impuesto por un atroz odio de clase.
En octubre de 1886, el semanario de la Orden de los Caballeros del Trabajo comenzó a publicar las biografías de los mártires.
El 11 de noviembre de 1887, Parsons, Spies, Fischer y Engel fueron ejecutados. Fielden y Schwab condenados a cadena perpetua. Los ejecutados y Lingg, que había fallecido en la cárcel en oscuras circunstancias, fueron enterrados en el cementerio de Walheim de Chicago. En 1893 los obreros de Chicago, por cuestación popular, erigieron un obelisco sobre la tumba de los grandes revolucionarios que dice:
FOUNDERS OF THE AMERICAN
EIGHT HOUR MOVEMENT
Fundadores del movimiento americano por las ocho horas
____________
AUGUST SPIES
ALBERT R. PARSONS
ADOLPH FISCHER
GEORG ENGEL
LOUIS LINGG
_____________
EXECUTED BY
THE STATE OF ILLINOIS
CHICAGO 1887
Ejecutados por el Estado de Illinois
En el Iº Congreso de la II Internacional (Congreso Internacional Obrero Socialista de París) en julio de 1889 se anunció el 1 de mayo como Día de la Solidaridad Internacional de los Trabajadores mediante la siguiente resolución: “Una gran manifestación internacional debe organizarse para tener lugar en una misma fecha y de tal manera que los trabajadores de cada uno de los países y de cada una de las ciudades demanden simultáneamente de las autoridades limitar la jornada laboral a ocho horas y cumplir las demás resoluciones de este Congreso Internacional de París” (J. Lenz, The Rise and Fall of the Second International).
El tribunal de la historia aún no ha pasado al punto de varios y el orden del día de Parsons, Spies y sus camaradas no ha concluido su primer punto. Los trabajadores en el final del siglo XX, orgullosos de nuestras tradiciones, debemos encadenar a su justa y heroica resistencia las reivindicaciones que ellos no dudarían en asumir y defender: la reducción a las 35 horas semanales, la supresión de los vergonzosos contratos de aprendizaje, la lucha contra la discriminación laboral y social de la mujer trabajadora y la igualdad de su salario, la supresión de los injustos recortes a los obreros de sus derechos a reunión, huelga y expresión, la legítima reivindicación a los plenos derechos de los trabajadores inmigrantes y, consecuentemente, la inmediata derogación de la odiosa Ley de Extranjería.
Oscar Neebe declaró: “He hecho cuanto pude por fundar la Central Obrera y engrosar sus filas; ahora es la mejor organización obrera de Chicago; tiene diez mil afiliados. Es todo lo que puedo decir de mi vida obrera”. Conscientes de su mandato, los trabajadores debemos recoger el testigo que nos legó para levantar, organizar y agrupar al conjunto del proletariado si nos sentimos dignos continuadores del gran luchador, porque como añadió Engels: “todos los trabajadores deben prepararse a una última guerra que ponga fin a todas las guerras”, aquella que cierre definitivamente el templo de Marte y abra las puertas del hermoso sueño de los mártires de Chicago.
Para conocer más sobre los acontecimientos de Chicago
1.- H. David, The History of the Haymarket Affair, New York, 1958.
2.- Albert R. Parsons, Anarchisme: Its Philosphy and Scientific Basis, Chicago, 1887.
3.- Proceedings of the American Fedeation of Labor, 1881-1888, Convention 1881, Bloomington, 1905.
4.- Philip Foner, History of Labor Movement in the United States, New York, 1955.
5.- Philip Foner, The Autobiographies of the Haymarket Martyrs, New York, 1977.
6.- Friedrich A. Sorge, Labor Movement in the United States, Connecticut-London, 1977.
7.- Seven Years of Life and Labor. An Autobiography by Samuel Gompers, New York, 1925.