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En primer lugar, el simple hecho de que el autor de este libro pertenezca a la escuela del materialismo histórico no es suficiente para ganar nuestra aprobación para su trabajo. Dada la situación imperante, la etiqueta marxista nos predispone a la desconfianza, antes que a la aceptación. Estrechamente ligado a la degeneración del Estado soviético, en los últimos quince años este marxismo ha sufrido una decadencia y degradación sin precedentes. De instrumento de análisis y crítica, se ha transformado en instrumento para el panegírico barato. En lugar de analizar hechos, se ocupa de seleccionar sofismas en interés de sus clientes encumbrados2.
En la Revolución China de 1925-1927 la Internacional Comunista desempeñó un papel importantísimo, que este libro describe en forma acabada. Sin embargo, buscaríamos en vano en la biblioteca de la Internacional Comunista un solo libro que hiciera una pintura global de la Revolución China. En su lugar, encontramos decenas de trabajos “coyunturales” que reflejan dócilmente cada zigzag de la política de la Internacional Comunista o, más correctamente, de la diplomacia soviética en China, y subordinan a cada viraje tanto los hechos como la metodología general. En contraste con esta literatura, que no puede provocar sino repugnancia mental, el libro de Isaacs es una obra científica del principio al fin. Se basa en el estudio concienzudo de un sinnúmero de fuentes originales y material suplementario. Isaacs trabajó durante más de tres años en este libro. Debe agregarse que pasó más de cinco años en China como periodista y observador de la vida en ese país.
El autor del libro enfoca el tema de la revolución como revolucionario, y no ve motivo alguno para ocultarlo. A los ojos de un filisteo el punto de vista revolucionario equivale a la ausencia de objetividad científica. Nosotros pensamos exactamente lo contrario: sólo un revolucionario —siempre y cuando, desde luego, esté equipado con un método científico— es capaz de mostrar la dinámica objetiva de la revolución. La aprehensión del pensamiento en general no es un acto contemplativo, sino una actividad. La voluntad es indispensable para penetrar en los secretos de la naturaleza y la sociedad. Así como un cirujano, de cuyo bisturí depende una vida humana, distingue con todo cuidado los distintos tejidos de un órgano, un revolucionario que encare seriamente su tarea debe analizar con toda conciencia la estructura de la sociedad, sus funciones y reflejos.
Para comprender la actual guerra entre China y Japón, es necesario partir de la Segunda Revolución China. En ambos casos encontramos no sólo las mismas fuerzas sociales sino, frecuentemente, los mismos personajes. Baste decir que Chiang Kai-shek es el personaje central del libro. En el momento de escribir estas líneas es difícil predecir cómo y de qué manera terminará la guerra chino-japonesa. Pero el resultado de este conflicto del Lejano Oriente tendrá, en el mejor de los casos, un carácter provisorio. La guerra mundial que se acerca con ímpetu incontenible replanteará el problema chino junto con los demás problemas de la dominación colonial. Porque ésa será la tarea de la Segunda Guerra Mundial: dividir nuevamente el planeta según las nuevas relaciones entre las potencias imperialistas. La arena principal de la lucha no será, desde luego, esa bañera liliputiense que se llama Mar Mediterráneo, ni siquiera el Océano Atlántico, sino la cuenca del Pacífico. El objeto más importante de la pugna será China, donde vive la cuarta parte de la raza humana. El destino de la Unión Soviética —la otra gran pieza en juego— también quedará decidido hasta cierto punto en el Lejano Oriente. Al prepararse para este choque de titanes, Tokio está tratando de asegurarse el campo de pruebas más grande que pueda conseguir en el continente asiático. Gran Bretaña y Estados Unidos tampoco pierden su tiempo. Puede predecirse con certeza, empero —y los que rigen los destinos del mundo lo reconocen— que la guerra mundial no dirá la última palabra: vendrá después una nueva serie de revoluciones que replanteará no sólo las decisiones de la guerra, sino también las condiciones de propiedad que dan lugar a la guerra.


La historia no es pacifista

 

Hay que confesar que esta perspectiva dista de ser idílica, pero Clío, la musa de la historia, no pertenece a la Sociedad de Damas por la Paz. La vieja generación que pasó por la guerra de 1914-1918 no cumplió una sola de sus tareas. Le deja en herencia a la nueva generación el fardo de las guerras y revoluciones. Estos acontecimientos tan importantes y trágicos para la historia de la humanidad, frecuentemente marcharon juntos. Conformarán, sin duda, el telón de fondo de las décadas futuras. Sólo queda esperar que la nueva generación, que no puede desligarse arbitrariamente de las condiciones heredadas, ya haya aprendido, por lo menos, a comprender mejor las leyes de su época. Para conocer la Revolución China de 1925-1927 no encontrará guía mejor que este libro.
A pesar de la indudable grandeza del genio anglosajón, es imposible no comprender que donde menos se entienden las leyes de la revolución es precisamente en esos países. La explicación está por un lado en que la aparición de la revolución en dichos países ocurrió en un pasado distante, y suscita entre los “sociólogos” oficiales una sonrisa condescendiente, como si se tratara de una broma infantil. Por otro lado el pragmatismo, tan característico del pensamiento anglosajón, es lo menos indicado para comprender las crisis revolucionarias.
La Revolución Inglesa del siglo XVII, al igual que la Revolución Francesa del XVIII, se dio la tarea de “racionalizar” la estructura de la sociedad, es decir, limpiarla de estalactitas y estalagmitas feudales y someterla a las leyes del libre cambio, que en esa época parecían las leyes del “sentido común”. Al actuar de esa manera, la revolución puritana se vistió de ropaje bíblico, revelando una incapacidad infantil de comprender su propio significado. La Revolución Francesa, que ejerció considerable influencia sobre el pensamiento progresista en Estados Unidos, se guió por las fórmulas del racionalismo puro. El sentido común, que se teme a sí mismo y recurre a la máscara de los profetas bíblicos, o el sentido común secularizado, que considera a la sociedad producto de un “contrato” racional, siguen siendo hasta el día de hoy las formas fundamentales del pensamiento filosófico y sociológico anglosajón.
Sin embargo, la verdadera sociedad histórica no ha sido construida, como dice Rousseau, sobre un “contrato” racional ni, al decir de Bentham, sobre el principio del “sumo bien”, sino que se ha desarrollado “irracionalmente”, sobre la base de contradicciones y antagonismos. Para que la revolución sea inevitable las contradicciones de clase deben forzarse hasta el punto máxima tensión. Es precisamente la necesidad históricamente ineluctable de conflicto, que no depende de la buena ni mala voluntad sino de las relaciones objetivas entre las clases, lo que hace de la revolución, conjuntamente con la guerra, la expresión más dramática de la base “irracional” del proceso histórico.
“Irracional”, empero, no significa arbitrario. Por el contrario, en la preparación molecular de la revolución, en su ascenso y decadencia, está alojada una profunda legitimidad interna, que puede ser aprehendida y, en gran medida, prevista. Más de una vez se ha dicho que las revoluciones poseen una lógica propia. Pero no es la lógica de Aristóteles, menos aún la semilógica pragmática del “sentido común”. Es la función más elevada del pensamiento: la lógica del desarrollo y sus contradicciones, es decir, la dialéctica.
La obstinación del pragmatismo anglosajón y su hostilidad hacia el pensamiento dialéctico tiene causas materiales. Así como un poeta no puede llegar a la dialéctica a través de los libros, sin experiencia personal, una sociedad opulenta, desacostumbrada a las convulsiones y habituada al “progreso” ininterrumpido es incapaz de comprender la dialéctica de su propio desarrollo. Pero es obvio que este privilegio del mundo anglosajón forma parte del pasado. La historia se prepara a darle a Gran Bretaña y Estados Unidos una gran lección de dialéctica.


El carácter de la revolución china

 

El autor del libro no trata de deducir el carácter de la revolución china de definiciones apriorísticas ni de analogías históricas, sino de la estructura viviente de la sociedad china y de la dinámica de sus fuerzas internas. En esto reside el principal valor metodológico del libro. El lector se llevará no sólo un cuadro más acabado de la marcha de los acontecimientos, sino también —lo que es mucho más importante— aprenderá a comprender sus resortes sociales. Únicamente sobre esta base es posible juzgar correctamente los programas políticos y las consignas de los partidos en pugna que, si bien no son independientes ni, en última instancia, factores decisivos en el proceso, son, de todos modos, sus signos más manifiestos.
La revolución china incompleta es, en sus objetivos inmediatos, “burguesa”. Pero este término, mero eco de las revoluciones burguesas del pasado, nos sirve de muy poco en realidad. Para que la analogía histórica no se vuelva una trampa intelectual, es necesario contemplarla a la luz del análisis sociológico concreto. ¿Cuáles son las clases que luchan en China? ¿Cuáles son las interrelaciones de dichas clases? ¿Cómo y en qué sentido se transforman dichas relaciones? ¿Cuáles son las tareas objetivas de la revolución china, es decir, las tareas que dicta el proceso mismo? ¿Qué clases están llamadas a cumplirlas? ¿Con qué método se pueden cumplir? El libro de Isaacs responde precisamente a esos interrogantes.
Los países coloniales y semicoloniales —y por lo tanto atrasados— que abarcan a la mayor parte de la humanidad, difieren extraordinariamente entre sí en cuanto al grado de su atraso. Ocupan una escala histórica que va del nomadismo y aún el canibalismo hasta la cultura industrial más moderna. Esta combinación de extremos caracteriza en mayor o menor grado a todos los países atrasados. Sin embargo, la jerarquía del atraso, si se puede emplear semejante término, se ve determinada por el peso específico de los elementos de barbarie y cultura en la vida de cada país colonial. El África Ecuatorial está muy atrasada respecto de Argelia, Paraguay respecto de México, Abisinia respecto de la India o China. Tras su dependencia económica común de la metrópoli imperialista, la dependencia política tiene en algunos casos el carácter de esclavitud colonial abierta (India, África Ecuatorial), mientras que en otros se ve ocultada por la ficción de la independencia estatal (China, América Latina).
El atraso encuentra su expresión más orgánica y cruel en las relaciones agrarias. Ni uno solo de estos países ha realizado su revolución democrática en un grado apreciable. Las reformas agrarias a medias son absorbidas por las relaciones semifeudales, y éstas se reproducen ineluctablemente en el terreno de la pobreza y la opresión. La barbarie agraria siempre va de la mano con la falta de caminos, el aislamiento de las provincias, el particularismo “medieval” y la ausencia de conciencia nacional. La tarea más importante en esos países consiste en purgar a las relaciones sociales de los remanentes del feudalismo antiguo y de las incrustaciones del moderno. Sin embargo, no puede pensarse en realizar la revolución agraria mientras subsista la dependencia respecto del imperialismo extranjero, que con una mano instaura relaciones capitalistas mientras que con la otra mantiene y recrea todas las formas de servidumbre y esclavitud. La lucha por la democratización de las relaciones sociales y la creación del Estado nacional se convierte así, ininterrumpidamente, en insurrección abierta contra la dominación extranjera.
El atraso histórico no implica una mera repetición del desarrollo de los países adelantados, Inglaterra o Francia, con un atraso de dos o tres siglos. Engendra una estructura social “combinada” enteramente nueva en la que las últimas conquistas de la técnica y estructura capitalistas echan raíces en las relaciones de la barbarie feudal o prefeudal, transformándolas, sometiéndolas y creando relaciones peculiares entre las clases.


La burguesía es hostil al pueblo

 

Ni una sola de las tareas de la revolución “burguesa” puede realizarse en los países atrasados bajo la dirección de la burguesía “nacional”, porque ésta, desde su nacimiento, surge con apoyo foráneo como clase ajena u hostil al pueblo. Cada etapa de su desarrollo la liga más estrechamente al capital financiero foráneo del cual es, en esencia, su agente.
La pequeña burguesía de las colonias, la del artesanado y el comercio, que es la primera víctima en la lucha desigual con el capital extranjero, cae en la insignificancia económica, se ve desclasada y pauperizada. No puede ni siquiera concebir desempeñar un papel político independiente. El campesinado, la clase numéricamente más grande, y la más atomizada, atrasada y oprimida, es capaz de efectuar insurrecciones locales o lanzarse a la guerra de guerrillas, pero requiere la dirección de una clase más avanzada y centralizada para que su lucha se eleve al plano nacional. Esa tarea de dirección recae, por la naturaleza misma del proceso, sobre el proletariado colonial, que, desde sus primeros pasos, se opone a la burguesía no sólo foránea sino también nacional.
El desarrollo capitalista ha transformado a la China de un conglomerado de provincias y tribus, vinculadas por la proximidad geográfica y los aparatos burocráticos, en un remedo de entidad económica. El movimiento revolucionario de las masas tradujo por primera vez esta creciente unidad al idioma de la conciencia nacional. En las huelgas, insurrecciones agrarias y expediciones militares de 1925-1927 nació una nueva China. Mientras los generales, ligados a la burguesía propia y extranjera, sólo podían despedazar al país, los obreros chinos se convirtieron en portaestandartes del impulso irresistible hacia la unidad nacional. Esta movilización evoca una analogía con la lucha del Tercer Estado francés contra el particularismo, o con la lucha posterior de los italianos y alemanes por la unidad nacional. Pero a diferencia de los países primigenios del capitalismo, donde la tarea de lograr la unidad nacional recayó sobre la pequeña burguesía, parcialmente bajo la dirección de la burguesía y aun de los terratenientes (¡Prusia!), en China el proletariado surgió como fuerza motriz principal y dirigente potencial de dicha movilización. Pero precisamente por eso el proletariado puso a la burguesía ante el peligro de que no quedara en sus manos la dirección de la patria unificada. En todo el curso de la historia el patriotismo ha estado ligado inseparablemente a la propiedad y el poder. Cada vez que ha surgido un peligro, la clase dominante jamás ha vacilado en desmembrar el país si era necesario para preservar su dominio de una parte del mismo. No debe sorprendernos, por tanto, que la burguesía china, representada por Chiang Kai-shek, haya dirigido en 1927 sus armas contra el proletariado, portaestandarte de la unidad nacional. La denuncia y la explicación de dicho viraje, que ocupa el lugar central del libro de Isaacs, es la clave para comprender los problemas fundamentales de la Revolución China y de la guerra chino-japonesa actual.
La llamada burguesía “nacional” tolera todo tipo de degradación nacional mientras pueda mantener su existencia privilegiada. Pero cuando el capital foráneo se propone asumir el control absoluto de toda la riqueza del país, la burguesía colonial se ve obligada a recordar sus obligaciones “nacionales”. La presión de las masas puede, inclusive, lanzarla a la guerra. Pero será una guerra contra una de las potencias imperialistas, la menos dispuesta a negociar, con la esperanza de pasar al servicio de otra potencia más magnánima. Chiang Kai-shek lucha contra los invasores japoneses sólo dentro de los límites que le imponen sus patrones británicos o yanquis. Sólo la clase que no tiene nada que perder, salvo sus cadenas, puede llevar la guerra contra el imperialismo y por la emancipación nacional hasta el fin.
Una grandiosa prueba histórica

Las posiciones expuestas más arriba acerca del carácter especial de las revoluciones “burguesas” en países históricamente atrasados de ninguna manera son producto del mero análisis teórico. Antes de la segunda Revolución China (1925-1927) ya habían conocido una grandiosa prueba histórica. La experiencia de las tres revoluciones rusas (1905, febrero y octubre de 1917) posee un significado para el siglo XX no menor que el de la Revolución Francesa para el siglo XIX. Para comprender los destinos de la China moderna, el lector debe considerar la lucha de las distintas concepciones en el movimiento revolucionario ruso, porque dichas concepciones ejercieron, y ejercen todavía, una influencia directa y además poderosa sobre la política del proletariado chino y una influencia indirecta sobre la política de la burguesía china.
Fue precisamente en virtud de su atraso histórico que la Rusia zarista resultó ser el único país europeo donde el marxismo como doctrina, y la socialdemocracia como partido, se desarrollaron poderosamente antes del advenimiento de la revolución burguesa. Fue en Rusia, naturalmente, que el problema de la correlación entre la lucha por la democracia y la lucha por el socialismo, o entre la revolución burguesa y la socialista, se vio sometido al análisis teórico. El primero en plantear este problema fue Plejánov, el fundador de la socialdemocracia rusa, en la década de 1880. En la lucha contra el llamado populismo (narodnikis), variante del socialismo utópico, Plejánov estableció que no había razón para creer que Rusia conocería un curso privilegiado de desarrollo, que, al igual que las naciones “profanas” tendría que atravesar la etapa capitalista y que, en esta senda, adquiriría el régimen de democracia burguesa indispensable para la lucha posterior del proletariado por el socialismo. Plejánov no sólo separó la revolución burguesa como tarea diferenciada de la revolución socialista —que relegó al futuro indeterminado— sino que pintó una combinación de fuerzas completamente distinta. La revolución burguesa iba a ser realizada por el proletariado en alianza con la burguesía liberal, y así se abriría el camino al progreso capitalista; después de unas cuantas décadas, alcanzado cierto nivel de desarrollo capitalista, el proletariado realizaría la revolución socialista en lucha directa contra la burguesía.
Lenin —no inmediatamente, por cierto— revisó esa doctrina. A principios de este siglo planteó, con mucha más fuerza y coherencia que Plejánov, que el problema agrario era el problema central de la revolución burguesa en Rusia. De allí llegó a la conclusión de que la burguesía liberal era hostil a la expropiación de la propiedad terrateniente y por esa razón buscaría un acuerdo con la monarquía, en base a una constitución del tipo de la prusiana. A la idea de Plejánov de alianza entre el proletariado y la burguesía liberal, Lenin opuso la concepción de la alianza entre el proletariado y el campesinado. El objetivo de la colaboración revolucionaria de ambas clases sería —proclamó Lenin— la instauración de la “dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y el campesinado”, como única manera de liberar al imperio zarista de sus escombros policiaco-feudales, de crear un sistema de campesinos libres y de allanar el camino al progreso capitalista según el modelo norteamericano. La fórmula de Lenin significó un tremendo salto adelante respecto de la de Plejánov, al plantear correctamente la tarea central de la revolución, la transformación democrática de las relaciones agrarias, y señalar, con igual acierto, la única combinación de fuerzas de clase realista capaz de realizar dicha tarea. Pero hasta 1917 el pensamiento del propio Lenin siguió ligado a la concepción tradicional de la revolución “burguesa”. Al igual que Plejánov, Lenin partía de la premisa de que recién después de “la realización de la revolución democrático burguesa” se pondrían a la orden del día las tareas de la revolución socialista. Lenin, empero, al revés de lo que sostiene la leyenda fabricada posteriormente por los epígonos, consideraba que después de la realización de la transformación democrática el campesinado, como tal, no podría permanecer aliado al proletariado. Lenin basaba sus esperanzas socialistas en los jornaleros agrícolas y en los campesinos semiproletarizados que venden su fuerza de trabajo.


Una contradicción interna

 

El punto débil de la concepción de Lenin era la contradicción interna existente en la concepción de “dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y el campesinado”. Un bloque político de dos clases cuyos intereses no coinciden sino parcialmente, excluye la dictadura. El propio Lenin subrayó la limitación fundamental de la “dictadura del proletariado y el campesinado” al calificarla abiertamente de burguesa. Con ello quería decir que, en aras de la alianza con el campesinado, el proletariado debería renunciar, en la revolución venidera, al planteamiento directo de las tareas socialistas. Lo cual significaría, para ser precisos, que el proletariado tendría que renunciar a la dictadura. En esa eventualidad, ¿quién ejercería el poder revolucionario? ¿El campesinado? Pero esta clase es incapaz de desempeñar ese papel.
Lenin dejó estos interrogantes sin respuesta hasta sus famosas Tesis del 4 de abril de 1917. Fue en ese momento cuando rompió por primera vez con la concepción tradicional de la revolución “burguesa” y con la fórmula “dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y el campesinado”. Proclamó que la lucha por la dictadura del proletariado constituía la única forma de llevar la revolución agraria hasta el fin y de asegurar la libertad de las nacionalidades oprimidas. Sin embargo, el régimen de la dictadura proletaria, por su propia naturaleza, no podía quedar en el marco de la propiedad burguesa. El dominio del proletariado ponía automáticamente en el orden del día de la revolución socialista, que en este caso no quedaba separada de la revolución democrática por una etapa histórica sino que estaba orgánicamente ligada a la misma o, más precisamente, era un devenir orgánico de la misma. El ritmo de transformación socialista de la sociedad y los límites que alcanzaría en el futuro próximo dependerían de factores tanto internos como externos. La Revolución Rusa era un eslabón de la cadena de la revolución internacional. Tal era en líneas generales, la esencia del concepto de revolución permanente (ininterrumpida). Fue precisamente esta concepción la que aseguró la victoria del proletariado en octubre.
Pero así es la amarga ironía de la historia: la experiencia de la Revolución Rusa no sólo no ayudó al proletariado chino, sino que se convirtió, en su forma reaccionaria y distorsionada, en uno de los principales obstáculos en su camino. La Comintern de los epígonos comenzó por canonizar para todo Oriente la fórmula de “dictadura democrática del proletariado y el campesinado” a la que Lenin, influido por la experiencia histórica, había declarado carente de valor. Como siempre sucede en la historia, una fórmula perimida sirvió para encubrir un contenido histórico opuesto a aquél al que había servido en su momento. La Comintern reemplazó la alianza de masas plebeya, revolucionaria, de obreros y campesinos, sellada en soviets libremente elegidos como organismos directos para la acción, por el bloque burocrático entre direcciones partidarias. El derecho de representar al campesinado en este bloque fue otorgado inesperadamente al Kuomintang, partido netamente burgués, interesado vitalmente en mantener no sólo la propiedad capitalista de los medios de producción, sino también la de la tierra. La alianza de obreros y campesinos fue ampliada para constituir el “bloque de las cuatro clases”: obreros, campesinos, pequeña burguesía urbana y la llamada burguesía “nacional”. En otras palabras, la Comintern tomó una fórmula desechada por Lenin para abrir el camino a la política de Plejánov, además en forma encubierta y, por lo tanto, más dañina aún.
Para justificar la subordinación política del proletariado a la burguesía, los teóricos de la Comintern (Stalin, Bujarin) plantearon el hecho de la opresión imperialista que supuestamente impulsaba a “todas las fuerzas progresistas del país” a formar una alianza. Pero este fue precisamente en su momento el argumento de los mencheviques rusos con la salvedad de que ellos en el lugar del imperialismo ponían al zarismo. En realidad, el sometimiento del Partido Comunista chino al Kuomintang significó su ruptura con el movimiento de masas y una traición directa de sus intereses históricos. Así se preparó la catástrofe de la segunda Revolución China bajo la dirección directa de Moscú.


Significado del marxismo ruso  

 

Para más de un filisteo político acostumbrado a sustituir el análisis científico por el “sentido común”, la controversia entre los marxistas rusos acerca del carácter de la revolución y la dinámica de sus fuerzas de clase parecía escolasticismo puro. La experiencia histórica reveló, en cambio, el significado profundamente vital de las “fórmulas doctrinarias” del marxismo ruso. Quienes hasta ahora no lo han comprendido tienen mucho que aprender del libro de Isaacs. La política de la Internacional Comunista en China demuestra fehacientemente qué le habría ocurrido a la Revolución Rusa si los bolcheviques no hubieran desplazado a tiempo a los mencheviques y social revolucionarios. En China se confirmó una vez más la concepción de la revolución permanente, no con una victoria sino en una catástrofe.
Desde luego que no se puede identificar a Rusia con China. Con todos los rasgos importantes que comparten, las diferencias son demasiado obvias. Pero no es difícil darse cuenta de que dichas diferencias no debilitan sino que fortalecen las conclusiones fundamentales del bolchevismo. En cierto sentido la Rusia zarista también era un país colonial, lo que se reflejaba en el papel predominante del capital extranjero. Pero la burguesía rusa gozaba de los beneficios de una independencia mucho mayor del imperialismo foráneo que la china. Rusia era un país imperialista. Con toda su mezquindad, el liberalismo ruso tenía una tradición mucho más seria y una base de apoyo mucho más amplia que el chino. A la izquierda de los liberales había poderosos partidos pequeño burgueses, revolucionarios o semirevolucionarios en relación al zarismo. El Partido Social Revolucionario encontraba bastante apoyo en el campesinado, sobre todo en sus estratos superiores. El Partido Social Demócrata (menchevique) era respaldado por amplios círculos de la pequeña burguesía urbana y la aristocracia obrera. Fueron precisamente esos tres partidos —los liberales, los social revolucionarios y los mencheviques— los que durante mucho tiempo prepararon, y en 1917 la formaron, una coalición, que en esa época todavía no se llamaba Frente Popular, pero ya poseía todas sus características. En contraste los bolcheviques, ya en vísperas de la revolución de 1905, adoptaron una posición intransigente respecto de la burguesía liberal. Sólo esta política, que alcanzó su máxima expresión en el “derrotismo” de 1917, permitió al Partido Bolchevique conquistar el poder.
Las diferencias entre China y Rusia —la dependencia incomparablemente mayor de la burguesía china respecto del capital extranjero, la ausencia de tradiciones revolucionarias independientes en el seno de la pequeña burguesía, la gravitación masiva de obreros y campesinos hacia la bandera de la Comintern— exigían una política aún más intransigente, si eso fuera posible, que en Rusia. Sin embargo, la sección china de la Comintern, siguiendo las órdenes de Moscú, renunció al marxismo, adoptó el escolasticismo reaccionario de los “principios de Sun Yat-sen” y entró a las filas del Kuomintang, sometiéndose a su disciplina. En otras palabras, recorrió un trecho mucho más largo en la senda del sometimiento a la burguesía que los mencheviques o social revolucionarios rusos. Ahora están aplicando la misma política fatal en la guerra con Japón.


Nuevos métodos de la burocracia

 

¿Cómo es posible que la burocracia surgida de la Revolución de Octubre aplique en China, al igual que en el resto del mundo, métodos directamente opuestos a los del bolchevismo? Sería demasiado superficial responder al interrogante con referencias a la incapacidad o ignorancia de tal o cual individuo. El quid de la cuestión es: junto con sus nuevas condiciones de existencia, la burocracia adquirió una nueva manera de pensar. El Partido Bolchevique dirigió a las masas, la burocracia comenzó a darles órdenes. Los bolcheviques accedieron a la dirección expresando correctamente los intereses de las masas. La burocracia se vio obligada a recurrir a las órdenes para salvaguardar sus intereses contra los de las masas. El método de dar órdenes se extendió naturalmente también a la Comintern. Los dirigentes moscovitas comenzaron a creer seriamente que podían obligar a la burguesía china a desplazarse hacia la izquierda de sus intereses, y a los obreros y campesinos chinos hacia la derecha de los suyos, según las diagonales trazadas por el Kremlin. Sin embargo, la esencia misma de la revolución consiste en que tanto los explotados como los explotadores les dan a sus intereses la máxima expresión. Si las clases hostiles se desplazaran en diagonales, no habría necesidad de guerra civil. Armada con la autoridad de la Revolución de Octubre y de la Internacional Comunista, ni qué hablar de los recursos financieros inagotables, la burocracia transformó al joven Partido Comunista Chino de fuerza motriz en freno, en el momento decisivo de la revolución. A diferencia de Alemania y Austria, donde la burocracia podía traspasar parte de la responsabilidad por la derrota a la socialdemocracia, en China no había socialdemocracia. La Comintern ejerció el monopolio de la ruina de la Revolución China.
La dominación que ejerce actualmente el Kuomintang sobre una parte considerable del territorio chino no habría sido posible sin el poderoso movimiento nacional revolucionario de las masas de 1925-1927. La masacre de esta movilización por un lado consolidó el poder en manos de Chiang Kai-shek, y por el otro condenó a Chiang Kai-shek a tomar medidas a medias en la lucha contra el imperialismo. La comprensión del curso de la revolución china adquiere así una importancia directa para entender el curso de la guerra chino-japonesa. Esta obra histórica adquiere, así, la mayor actualidad política.
La guerra y la revolución se encontrarán entrelazados en el futuro próximo de la historia de China. El objetivo de Japón, de esclavizar para siempre, o por mucho tiempo al menos, un país gigantesco dominando sus centros estratégicos, se caracteriza no sólo por la avidez, sino también por la testarudez. Japón ha llegado demasiado tarde. Desgarrado por sus contradicciones internas, el imperio de Mikado no puede reproducir la historia del ascenso británico. Por otra parte, China se encuentra muy adelantada respecto de la India de los siglos XVII y XVIII. Los viejos países coloniales libran hoy sus guerras por la independencia con éxito creciente. En esta coyuntura histórica, aunque la guerra del Lejano Oriente culminara en la victoria de Japón, y aunque el vencedor escapara a la catástrofe interna por algunos años —ni lo uno ni lo otro están garantizados— el dominio de Japón sobre China duraría muy poco, quizás los pocos años que se necesitaran para darle un nuevo impulso a la vida económica china y movilizar una vez más a sus masas trabajadoras.
Los grandes monopolios y empresas japonesas ya van a la zaga del ejército para dividirse el botín aún no consolidado. El gobierno de Tokio trata de regular los apetitos de las camarillas financieras que buscan destrozar el norte de China. Si Japón lograra mantener las posiciones conquistadas durante unos diez años, esto significaría, sobre todo, la industrialización intensiva del norte de China para servir a los intereses militares del imperialismo japonés. Nuevos ferrocarriles, minas, empresas mineras y metalúrgicas y plantaciones algodoneras surgirían rápidamente. La polarización de la nación china recibiría un impulso febril. Nuevos cientos de miles y millones de proletarios chinos se movilizarían en el menor tiempo posible. Por otra parte, la burguesía china caería en una dependencia cada vez mayor del capital japonés. Sería todavía menos capaz que en el pasado de ponerse al frente de una guerra nacional, tanto como de una revolución nacional. Ante el agresor extranjero surgiría el proletariado chino, numéricamente más fuerte, socialmente fortalecido, políticamente maduro, destinado a dirigir la aldea china. El odio hacia el esclavizador extranjero es un poderoso cemento revolucionario. Hay que pensar que la nueva revolución nacional se planteará en vida de la generación actual. Para resolver las tareas que se le imponen, la vanguardia del proletariado chino debe asimilar las lecciones de las Revolución China. El libro de Isaacs es una herramienta irreemplazable para ello. Sólo queda esperar que el libro aparezca en chino y en otros idiomas.

 

NOTAS

 

1. Este texto, uno de los últimos de Trotsky sobre la revolución colonial y el último acerca de China, fue escrito como prólogo al libro The Tragedy of the Chinese Revolution, del periodista norteamericano Harold Isaacs (1910-1986), quien residió durante varios años en China. La primera edición del libro apareció en 1938. Luego Isaacs rompió con el marxismo y las ediciones posteriores de su libro aparecieron sin este prólogo. En 1935 fue corresponsal de New Militant en París bajo el seudónimo de H. F. Roberts. Tomado de la versión publicada en La segunda revolución china (notas y escritos de 1919 a 1938), León Trotsky, Editorial Pluma, Colombia, 1976, p. 183.
2. Cuando Trotsky se refiere en este párrafo al marxismo, hace referencia obviamente a la tergiversación que sufrió a manos del estalinismo.

 

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