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Los jóvenes y trabajadores tunecinos han dado un impresionante ejemplo de fuerza y decisión a las masas árabes y de todo el mundo, actuando de vanguardia en el explosivo Magreb. Desde el 19 de diciembre, las manifestaciones ilegales, el desafío a las fuerzas represivas, en definitiva, un auténtico levantamiento de la población, se extendieron de un extremo a otro del país, corroyendo un brutal régimen proimperialista. El 14 de enero, el movimiento, y sólo él, que había resistido una y otra vez la criminal represión (con al menos 67 asesinados), y desobedecido el toque de queda, impuso la huida del dictador Ben Alí. La revolución había obtenido un primer triunfo histórico e inicia una nueva etapa. ¿De dónde surge toda esta energía, en el país considerado (por los medios burgueses) más estable de la zona? ¿Hacia dónde va Túnez? ¿Cuáles son los retos del movimiento?

La inmolación del joven Mohamed Buazizi en Sidi Bouzid fue el detonante. Este licenciado en paro intentó buscarse la vida con un puesto callejero de frutas y verduras, pero su mercancía fue requisada por la policía y su desesperación le encaminó hacia el suicidio. Los jóvenes, que son la mayoría de la población y se sienten acorralados por el alto paro (según algunas fuentes, del 60% entre los licenciados) y el alto coste de la vida, se vieron inmediatamente reflejados en esta víctima de la crisis y de la soberbia de un régimen tiránico. En el entierro de Mohamed, 5.000 personas clamaron “hoy te lloramos, mañana haremos llorar a quienes te han empujado al suicidio”. Durante estas semanas, desde Sidi Bouzid, Kasserine, Thala y Regueb, se fueron extendiendo las manifestaciones ilegales por todo el país. En varias localidades los manifestantes asaltaron locales oficiales, incluso comisarías. Hubo también al menos dos suicidios (un joven se electrocutó gritando consignas contra el régimen) y cinco suicidios frustrados, lo que refleja el grado de desesperación y determinación. Especial importancia tiene la participación de la población de la cuenca minera de Gafsa, protagonista de una dura lucha, que fue aislada y reprimida, hace tres años.
Las primeras reivindicaciones espontáneas, más centradas en el paro, dieron paso rápidamente a otras más políticas, críticas contra Ben Alí, la corrupción, la represión y el régimen. Consignas como “el trabajo es un derecho, banda de ladrones”, “abajo los verdugos del pueblo”, “trabajo, libertad, justicia social” o “no a los saqueadores del dinero público” se gritaban en las marchas callejeras. Pero la que se impuso por encima de cualquier otra es “Ben Alí, márchate”.
La policía reprimió con saña. La noche del 9 de enero y la mañana del 10 provocó decenas de muertos en Kassedine. Las fuerzas represivas ocuparon violentamente la sede regional de la UGTT (Unión General de Trabajadores Tunecinos), sitio de referencia de los manifestantes. En Thala se enfrentaron con ellos estudiantes de bachillerato (un buen ejemplo de la pérdida del miedo a la represión), y los policías se vieron obligados a ocupar los institutos. Ese mismo día, el 10, Ben Alí ordenó el cierre de todos los centros educativos. El régimen también infiltró a provocadores en las manifestaciones para excusar la intervención policial, dispuso de francotiradores para asesinar a manifestantes, y organizó saqueos para intentar presentarles como delincuentes.
La criminal represión no sirvió para parar el movimiento, al contrario. La brutal actuación policial en Kassedine y otras localidades entre el 8 y el 10 provocó una mayor movilización, y la incorporación de los barrios obreros de Túnez, capital a la revuelta.


Una dictadura descompuesta

 

El régimen ha demostrado en este proceso síntomas claros de un agotamiento terminal. Incluso sectores importantes de capas medias, y profesionales liberales (abogados, actores y artistas) se movilizaron y sufrieron en sus carnes la represión. Rápidamente, los tres partidos de la oposición legal y domesticada han intentado desmarcarse de la dictadura. Otro síntoma de la descomposición del régimen fue la destitución del general Rahid Amar como responsable del Ejército, por negarse a reprimir a la población.
La clave para el triunfo definitivo de la insurrección ha sido la implicación de la clase obrera. En Túnez la población urbana es muy mayoritaria, del 65%. Un tercio de la población activa trabaja en la industria (petróleo, minería, textil), y un 43% en los servicios, frente al 22% que vive del sector primario. Correctamente, la población se ha manifestado enfrente y dentro de los locales de la UGTT, ejerciendo presión. En muchas localidades las secciones locales de la Unión han sido el epicentro de la revuelta. Los sindicatos de docentes, trabajadores postales y sanitarios han sido la vanguardia dentro de la federación sindical. En Sfax, la UGTT convocó huelga general el 9 de enero, y el paro fue total, salvo hospitales y panaderías que permanecieron abiertas para atender a la población. Aunque la cúpula del sindicato ha estado comprometida con el régimen, las masas se han orientado hacia la única organización tradicional y con autoridad, debido a su papel desde la lucha contra el colonialismo francés. Ante la presión, la dirección nacional anunció la tímida convocatoria de una huelga general de dos horas para el 14 de enero. Sin embargo, esta convocatoria tan limitada ha sido la puntilla para la caída, ese mismo día, de Ben Alí.
Ben Alí gobernaba Túnez desde 1987. Su dictadura se ha caracterizado por la eliminación del monopolio estatal del comercio exterior y por una salvaje apertura del país a las multinacionales europeas y estadounidenses, privatización que también ha beneficiado ostentosamente a su familia. Ella es propietaria de la telefonía privatizada, de bancos, de grandes superficies, de concesiones automovilísticas…De hecho, el saqueo de los bienes públicos por parte de la camarilla dominante, las empresas extranjeras y los burgueses (saqueo ampliamente conocido, pero ratificado en sus detalles por las filtraciones de Wikileaks), es un factor clave en la explosión popular.


Los intereses del imperialismo

 

El imperialismo tiene grandes intereses en el país. El acuerdo de asociación Túnez-UE, firmado en 1998, fue un punto de inflexión en el saqueo de las empresas públicas y la ruina de la pequeña producción. También existe un interés político, ya que Túnez es tierra de paso de muchos inmigrantes africanos que intentan acceder a Europa a través de Italia; la UE firmó un acuerdo en 2002 que permite el control y la represión de esta población desesperada, con una contundencia que es más difícil en territorio europeo. Además les interesa de Túnez el control del peligro islamista. Por último, existen intereses estratégicos: el imperialismo necesita en la zona regímenes estables que promuevan sus negocios, y esto sólo es posible con dictaduras. El problema que tienen es que, como demuestra este caso, cada vez es más difícil apuntalar regímenes odiados por las masas, que están perdiendo el miedo, y la rabia recorre todo el Magreb y, también, el principal país árabe: Egipto.
Teniendo en cuenta estos intereses, es difícil sorprenderse de la nula o tibia reacción de los gobiernos imperialistas ante los acontecimientos. El viernes 7 de enero, la Ministra francesa de Exteriores, Michèle Alliot-Marie, recibía sin publicidad a su homólogo tunecino, Kamel Morjane. La UE no se pronunció hasta el día 10, en boca de la responsable de Exteriores, Catherine Ashton, que pidió la liberación de los detenidos y “diálogo” (es de imaginar que a las dos partes). Más vomitiva todavía es la declaración de Franco Frattini, el Ministro de Exteriores italiano: “condenamos cualquier tipo de violencia, pero respaldamos a los Gobiernos que han tenido la valentía y han pagado con la sangre de sus ciudadanos los ataques del terrorismo”. El Gobierno de Zapatero ha mantenido durante semanas un silencio cómplice, para al final lamentar con su habitual jesuitismo los hechos violentos producidos. Llama la atención, como ya pasó ante su posicionamiento a favor de la dictadura marroquí (frente a la masacre del pueblo saharahui), la doble vara de medir de los reformistas, cuando se trata de regímenes tiránicos dóciles a los intereses capitalistas, o de revoluciones como la venezolana y la cubana.


Los tres días negros del dictador

 

Combinar el palo con la zanahoria ha sido la táctica de Ben Alí. El palo de asesinar a decenas de manifestantes, la zanahoria de destituir a dos ministros y prometer crear 300.000 puestos de trabajo, inversiones, una comisión de control de la corrupción, etc. Promesas que no han engañado a nadie.
Ante el avance de la lucha, con su extensión a los arrabales obreros de la capital, el régimen, en un intento desesperado por parar la insurrección, aislando a los sectores más luchadores del resto, combinó concesiones significativas con un paso cualitativo en la represión. El 12 de enero, Ben Alí, por una parte, sacrificaba a su ministro de Interior y, lo más importante, ordenaba la liberación de todos los detenidos. Por otra, decretaba el toque de queda nocturno en Túnez capital, sacando a las tropas a las calles. Sin embargo, estas maniobras no tuvieron éxito. Esa misma noche los enfrentamientos se recrudecieron en la misma ciudad. En la localidad minera de Gafsa duraron hasta bien entrada la madrugada; la policía asesinó a siete manifestantes. La revuelta continuó en Kasserine, Beja (donde fue asaltada una sede del partido gubernamental), etc.
El día siguiente tuvo que reaparecer Ben Alí, en su penúltimo intento de aplacar la revolución. En un falso tono de autocrítica, y utilizando por primera vez el dialecto tunecino y no el árabe estándar (para que le entendieran fácilmente las masas y para dar una frustrada imagen de cercanía), el tirano se ofreció a no optar a la reelección presidencial en 2014, a permitir la libertad de prensa e internet, a abordar una reforma política en profundidad, y otras promesas de carácter económico y social. A la vez, informaba de haber dado orden de no disolver con bala las manifestaciones. Pero mantenía el toque de queda.
Una vez más, la maniobra salió mal. Al certificar con ese discurso la debilidad del régimen, miles de personas se echaron a las calles para celebrarla, haciendo caso omiso de nuevo del impotente toque de queda. El día 14 un clamor recorrió Túnez ciudad: “Ben Alí asesino”. La crónica de El País es reveladora: “Eran las 9 de la mañana cuando ha comenzado una nueva marcha en el centro de Túnez. Primero se han reunido unas miles de personas frente a la sede del prestigioso sindicato UGTT y luego ha ido creciendo con la incorporación de más manifestantes, hasta reunirse decenas de miles de personas (…). Allí [frente al Ministerio de Interior] se han enfrentado a un cordón policial y lo han sobrepasado. Los manifestantes no se fían del presidente y de lo que dijo ayer, lo llaman ‘asesino’ —en francés para que todo el mundo lo entienda— y piden libertad y que los Trabelsi, la familia de la primera dama, sean juzgados. ‘No a Ben Alí’, corean los manifestantes, añadiendo que ‘la revuelta continúa’. Dicen, sin parar de cantar el himno nacional, que ‘o nos matan o se van, pero aquí no se negocia”.
La manifestación finalmente fue disuelta, aunque grupos de jóvenes mantuvieron enfrentamientos con la policía durante horas. Después de esta multitudinaria marcha, Ben Alí anunció, en su último cartucho, la destitución de todo su Gobierno y la convocatoria de elecciones legislativas. Ben Alí era ya una carga evidente para el propio régimen que lo encubrió, y a las pocas horas se produjo su huída y la asunción del poder formal por parte de uno de sus cargos políticos. Este es la primera victoria del movimiento de masas.


¿Hacia dónde va Túnez?

 

Ha caído la cúpula del régimen, pero éste se mantiene. Continúa en pie todo el aparato del Estado, los funcionarios, policías, mercenarios, jueces… y, por encima de todo, la clase burguesa que se ha enriquecido a la sombra de la dictadura, por no hablar de las empresas imperialistas (francesas, italianas, españolas…) que se lucraron con Ben Alí. Temporalmente perdieron el control real de la sociedad, y todos sus esfuerzos van encaminados a retomar ese control, disolver el movimiento, y dar continuidad a la dictadura del capital con nuevos servidores y nuevas formas. Para ello no pueden basarse, al menos a corto plazo, en la represión, y sólo les queda ganar tiempo, engañar al pueblo con promesas, con maniobras democráticas, e intentando desmantelar lo menos posible todos los mecanismos de la dictadura de Ben Alí, eso sí, barnizados con una ligera capa democrática.
Para tal fin se ha levantado una potente campaña mediática, que también llega a occidente, a través de los medios burgueses. ‘Todos juntos, en unidad nacional’; ‘ya hemos tenido suficiente sufrimiento, vamos a retomar la normalidad’; ‘acabar con el caos, dejad en nuestras manos el orden’, ‘es el momento de restañar heridas’, etc. Las mismas ideas que repiten, en toda situación revolucionaria, todos esos demócratas que surgen el día después del triunfo de una insurrección, pero que hasta la víspera llevaban toda su vida escondidos en las faldas del régimen derrocado.
En un primer momento hubo tensiones dentro de la clase dominante. El intento del primer ministro de Ben Alí, Mohamed Ganuchi (conocido como Monsieur Oui Oui por su seguidismo) de sustituirle como presidente del país, el día 14, y de declarar su incapacidad sólo temporal para el cargo (dejando abierta la posibilidad de su vuelta), fue considerado insuficiente y por ello peligroso, y neutralizado por otro sector, vinculado al Ejército y a la Corte Constitucional, que proclamaron a Fued Mebaza (presidente del Parlamento) como presidente interino. Mebaza, aunque es evidentemente un hombre del régimen (fue ministro en tres ocasiones), está menos desprestigiado, al no haber estado en la primera línea de la represión y de las últimas medidas económicas. Por tanto, es una opción menos difícil de imponer al movimiento.
A partir de entonces el siguiente paso para la burguesía es la formación de un ‘Gobierno de unidad nacional’ donde implicar a la oposición legal y de esta forma intentar utilizar la autoridad que puedan tener para sus planes. Con entusiasmo los dirigentes de los tres partidos legales (Ettajdid, proveniente del estalinismo; el socialdemócrata Partido Demócrata Progresista, y el más derechista Foro Democrático por el Trabajo y las Libertades) han aceptado la oferta. El 17 de enero se presentó el nuevo Gobierno, donde el partido de Ben Alí (RCD, Agrupación Constitucional Democrática) seguía teniendo cinco ministerios clave (Defensa, Interior, Finanzas y Exteriores), más el cargo del primer ministro (¡Mohamed Ganuchi continuaba en su puesto!), aunque para que la píldora fuera más fácil de tragar incorporaban una representación de los tres partidos de oposición legal que hemos citado y de la UGTT. Este Gobierno ha anunciado una próxima amnistía y la convocatoria de elecciones en un plazo de dos meses.
Este intento de recomposición tiene una gran dificultad. Frente a él se encuentra un movimiento que carece de suficiente organización, que no enarbola un programa cien por cien claro (o mejor dicho que está en proceso de dotarse de lo uno y lo otro), pero que cuenta con una rica experiencia (en pocas semanas ha aprendido más que en años), y que, sobre todo, es consciente de su fuerza. No le usurparán su triunfo tan fácilmente. Y, por encima de todo, las condiciones sociales que han germinado la protesta siguen en pie. No es posible determinar de antemano cómo se van a desarrollar los acontecimientos, pero lo que está claro es que esta contradicción (la pugna entre la burguesía por retomar el control y acabar con la revolución, y la clase obrera y otros sectores oprimidos por completar ésta) es la que va a dominar.
De hecho, el mismo día 17 en que se anunció la formación del nuevo Gobierno se desarrolló una manifestación de miles de personas contra la participación de RCD en él. El 18, las manifestaciones fueron aún más extensas y los tres ministros de la UGTT salían del Gobierno, exigiendo la expulsión del partido de Ben Alí. Esto significa que nace muerto, sin ningún tipo de autoridad, lo que obligará a la oligarquía a nuevas maniobras políticas y concesiones.


El papel del Ejército

 

La actuación del Ejército, y de cada sector dentro de él, es una incógnita. Existen elementos comunes entre lo que acontece en Túnez y la Revolución de los Claveles de abril de 1974 en Portugal. La confraternización de soldados y manifestantes, especialmente el día 14, la negativa a reprimir al pueblo, y la decisión con la que éste se ha enfrentado y se está enfrentando a las bandas de mercenarios al servicio de Ben Alí (que intentan aterrorizar el movimiento, organizando saqueos, disparando contra la población, etc.), e incluso a la odiada policía (que sigue siendo nido de reaccionarios), demuestran que el Ejército no es inmune a la presión social. Es evidente que la revolución ha despertado la simpatía de un sector de los mandos (seguramente más suboficiales que oficiales) y de la mayoría de los soldados.  Las tropas tunecinas se formaron al calor de la lucha por la independencia y de la posterior política de enfrentamiento con el imperialismo, y no han participado en ningún golpe de Estado, ni siquiera en el que dio en 1987 Ben Alí, ministro del Interior en el último mandato de Habib Bourguiba (padre de la independencia), desde dentro del régimen.
Sin embargo, sería un gran error para el movimiento confiar su destino en el Ejército. Al fin y al cabo, no se ha roto la cadena de mando, y en última instancia el mando recae sobre un grupo reducido de militares que no vive en las mismas condiciones sociales, ni tiene los mismos intereses, que la masa de soldados, y mucho menos que los trabajadores y oprimidos. Es fundamental que el movimiento revolucionario persevere en la confraternización con soldados y oficiales, sin supeditar nunca sus intereses a la actuación militar. Hay que exigir plenos derechos democráticos en los cuarteles, y especialmente la formación de comités de soldados, con delegados elegidos y revocables. Ésta es la mejor forma de neutralizar la posibilidad de que en un determinado momento tenga éxito cualquier intentona de un sector de militares, que pretenda ahogar en sangre la revolución. Y, a la vez, estos métodos reforzarán la compenetración con los soldados y mandos que de forma sincera quieren participar en esta revolución.
Por otra parte, la autodefensa revolucionaria es una tarea urgente. La seguridad de los barrios obreros, de los locales, de las manifestaciones, no puede depender de la policía, totalmente comprometida con el régimen. Ha de ser tarea del propio movimiento. Ya han surgido milicias para parar el pillaje y terrorismo de las fuerzas mercenarias que sirven a Ben Alí. Esas milicias han de coordinarse y someterse a las asambleas revolucionarias, y en ellas debe jugar un papel central la clase obrera.


Crear comités, dotarse de un programa socialista

 

La revolución, más que nunca, implica organización y programa. El movimiento no puede delegar su representación en nadie ajeno. Es imprescindible la creación de comités en cada barrio, fábrica, localidad, elegidos en asamblea, y su coordinación a nivel nacional. Sus delegados deben ser revocables en todo momento, y organizar la huelga general es su tarea más inmediata. Quien tiene más posibilidades de llevar a cabo esta iniciativa es la base de la UGTT. Fábrica a fábrica, barrio a barrio, localidad a localidad, los trabajadores han de utilizar la Unión como un instrumento para organizar asambleas y comités. A la vez, hay que perseverar en la presión hacia la dirección nacional, exigiendo la elección democrática de sus cargos y la depuración de los elementos comprometidos con la dictadura. También los sindicatos independientes, y las organizaciones obreras ilegales, tienen un papel muy importante que jugar en las asambleas y comités.
La tarea central de la vanguardia revolucionaria del movimiento, de todos aquellos que se reclaman marxistas, y en estos momentos cientos de activistas lo hacen, debe ser concretar en un programa las reivindicaciones que son necesarias para completar la revolución con éxito. Las reivindicaciones democráticas (depuración profunda del aparato de Estado; enjuiciamiento de todos los responsables policiales, políticos y económicos de la dictadura; expropiación de sus bienes, libertades democráticas plenas sin cortapisas burocráticas; amnistía completa; desmantelamiento del partido de Ben Alí y de la policía), deben vincularse a las exigencias sociales y económicas populares (salarios dignos, plan de creación de empleo por parte del Estado, bajada radical del precio de los productos básicos, renacionalización de los sectores productivos privatizados y entregados a las multinacionales imperialistas; reforma agraria, etc.), y a la única alternativa que puede garantizar esto: la expropiación de la camarilla dirigente y de los burgueses, que se han lucrado con la dictadura, y de las multinacionales instaladas en el país. Recuperando los recursos del país, se podría planificar la economía al servicio de la mayoría. Para ello es imprescindible el control obrero, a través de los comités que deben organizar la lucha y que deben ser la base de un auténtico Estado democrático, esto es, un Estado obrero y socialista.
Una revolución socialista es la única posibilidad de mejorar el nivel de vida de las masas. Cualquier maniobra burguesa para ganar tiempo no sólo no supondrá ninguna mejora para ellas, sino que puede preceder a una revancha de la clase dominante tunecina, y del imperialismo, que elegirán el mejor momento para ensangrentar de nuevo Túnez, y dar un criminal escarmiento al pueblo.


Un Túnez socialista

 

Un régimen de democracia obrera, que tome inmediatamente medidas socialistas, tendrá la enemistad radical de los imperialistas. Pero también tendrá un efecto electrizante en las masas del Magreb y de todo el mundo árabe. Marcará un camino a las masas desesperadas, hartas del yugo del imperialismo y del integrismo islámico.
Durante lustros los burgueses han intentado asustar a los trabajadores occidentales con el peligro de los movimientos islamistas. Han escondido convenientemente que éstos no son ni más ni menos reaccionarios que los propios imperialistas, como podemos ver en Afganistán o Irak. Y, sobre todo, han sobrevalorado convenientemente sus fuerzas. A la vez han escondido cómo también en las naciones árabes e islámicas, ricas en tradiciones revolucionarias, existen oprimidos y opresores; también existen trabajadores, jóvenes y campesinos, que buscan una sociedad justa, no en el Paraíso, sino en la Tierra, y que luchan por ella, contra los regímenes proimperialistas y haciendo frente a la reacción islamista (que allí juegan un papel similar al de las bandas fascistas de Europa en los años 30).
La onda expansiva de la revolución tunecina alcanza a todos los países árabes. El efecto más claro es y será Argelia, donde los trabajadores y jóvenes (hastiados de un régimen similar al de Ben Alí) se miran en el espejo de Túnez, y donde ya ha habido un levantamiento de sectores de la juventud. También impacta en Egipto, el país árabe clave, en estado de permanente inestabilidad social. Pero también se han producido manifestaciones y disturbios en Libia y Yemen. Según la revolución avance, el efecto será mucho mayor. El imperialismo se encuentra con un enorme obstáculo imprevisto para sus planes de saqueo. Frente a la posibilidad de la profundización y extensión de la revolución, sus actuales problemas en Afganistán e Irak añaden más dificultades para mantener su dominación.
Aunque es difícil establecer una perspectiva acabada, la revuelta tunecina es un hito que llama poderosamente a la acción de la clase obrera y a los demás oprimidos. Un Túnez socialista que enarbole la bandera de una Federación Socialista del Magreb y de la extensión mundial de la revolución sería un formidable imán.

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