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La dictadura de Mubarak, uno de los regímenes árabes clave para el imperialismo, considerado hace pocas semanas por Hillary Clinton (secretaria de Estado estadounidense) como extremadamente estable, ha caído. Veinte días de levantamiento popular, de participación de las masas en manifestaciones, ocupaciones, huelgas a lo largo y ancho de Egipto, han bastado para acabar con una tiranía aliada al sionismo, a las monarquías árabes y al imperialismo americano. El intento del Ejército de controlar la situación no esconde el hecho de que los trabajadores y jóvenes egipcios han pasado, con una enorme fuerza y determinación, a la acción revolucionaria. Pero la caída de la dictadura de Mubarak no significa que la revolución haya terminado: de hecho ha pasado a una nueva fase y se extiende, a uno u otro ritmo, por toda la geografía árabe y más allá.
El movimiento ha mostrado una determinación admirable. Ni la brutal represión policial (las cifras oficiales son de 369 muertos y 5.500 heridos), ni las detenciones y torturas practicadas por sectores del Ejército, ni la intervención violenta de policías de paisano y mercenarios para desalojar la plaza Tahrir, ni el paso del tiempo, han impedido que las masas resistan hasta conseguir su primer objetivo: la caída de Hosni Mubarak.
Esta firme decisión creó una extrema tensión entre Mubarak, los diferentes sectores de su régimen, y los diversos actores imperialistas que están detrás de él. Aunque con retraso, Barack Obama es consciente de que la represión y la inercia ya no son suficientes para contener a la población, y mantener la estabilidad de los regímenes árabes proimperialistas. La situación económica y social dramática, la coacción policial, y ahora también los ejemplos de Túnez y Egipto, estimulan la revolución país por país. La táctica es clara: sacrificar a los elementos más odiados, hacer concesiones formales, y, allá donde el movimiento no permita otra cosa, reformar el régimen con apariencias democráticas, mientras se salvaguarda el poder real de las multinacionales, aliadas a las burguesías propias. El problema es que los dictadores mimados por el imperialismo tienen sus intereses, su camarilla, y tienden a endiosarse y perder todo contacto con la realidad. Éste ha sido uno de los motivos de la tozudez de Mubarak en dimitir, a pesar de las enormes presiones del gobierno de Estados Unidos. El otro motivo principal fue el apoyo férreo mostrado al tirano por los sionistas y por la monarquía saudí y, probablemente, por un sector del propio imperialismo estadounidense que, como hemos visto en otras ocasiones, tiene divergencias con Obama respecto a qué métodos emplear para defender los intereses imperialistas de EEUU (divergencias en torno a la estrategia respecto a Iraq y Afganistán, golpe en Honduras, diferencias sobre la orientación de la política económica para salir de la crisis, o la ruptura de relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela en la última etapa de Uribe), y que además han desarrollado estrechos vínculos con muchos de estos regímenes. Estos sectores del imperialismo temían, con razón, que ceder a su peón clave, en medio de la revolución, animaría ésta y podría poner en peligro el sistema capitalista egipcio, y árabe, en su conjunto. Sin embargo, resistir en el poder ha sido un juego peligroso, y en lugar de desmoralizar a las masas les ha enervado y radicalizado.
Estas divisiones en el seno del imperialismo, como producto del movimiento imparable de las masas, también se evidenciaron en el seno del ejército egipcio, muy bien coordinado con el gobierno estadounidense y del que depende materialmente (recibe de él 2.400 millones de dólares anuales, la mayor ayuda militar USA después de la que reciben las tropas israelíes), Durante varios días la cúpula militar egipcia estuvo paralizada. Declaraciones prometiendo al pueblo que todas sus demandas serían escuchadas coexistían con exigencias a las masas de que abandonara la calle (que estas sistemáticamente desoían) para empezar una transición tranquila. Todo indica que en el propio seno de la cúpula militar había serias divisiones. La alta oficialidad ha sido uno de los sectores más mimados por el régimen y ha participado en los negocios y corruptelas de éste. Un sector de oficiales más vinculado a Mubarak, temeroso de que ceder a la presión de las masas significase perder el control, intentaba aferrarse a algún posible acuerdo que permitiese calmar la movilización de masas con promesas y sin sacrificar, al menos de un modo inmediato y tan evidente, al dictador. Otro sector de la cúpula militar, aunque también ha ascendido a la sombra del dictador y es cómplice de sus crímenes, sentía la presión y temía correctamente las consecuencias políticas de la revolución y, especialmente, la actitud de los propios soldados y la oficialidad media y baja (contagiados por el movimiento de las masas). Tras intentar todo tipo de componendas y soluciones intermedias, este sector de la alta cúpula militar comprendió finalmente que el único camino para no verse totalmente desbordados por el movimiento revolucionario era la salida inmediata del dictador y presionó a Mubarak para que aceptara su renuncia. El jueves 10 las declaraciones de los altos mandos militares, aun siendo ambiguas (‘reconocemos las legítimas aspiraciones del pueblo egipcio’), dieron a entender que habían obligado al dictador a renunciar. Seguramente fue una táctica de este sector para, efectivamente, empujar a Mubarak a la dimisión. Pero el discurso de éste, esa misma noche, descartándolo, llevó al movimiento a la exasperación.

 

La clase obrera entra en escena

 

En ese momento la situación se volvió altamente inestable y peligrosa. Hasta entonces los jóvenes y trabajadores habían manifestado un nivel de organización importante pero improvisado en el transcurso de la lucha. Lo cierto es que las masas se orientaban en una dirección inequívocamente revolucionaria, desafiando a los centros del poder, como lo demuestra la tentativa de ocupar la sede de la televisión pública para denunciar su manipulación, o el hecho de que Alejandría, segunda ciudad del país, fuese controlada en la práctica por los manifestantes, durante varios días, ante la retirada de la policía. También numerosas comisarías, sedes gubernamentales y del PND (Partido Nacional Democrático, baluarte de la dictadura), habían sido tomadas a lo largo y ancho de Egipto. Pero la gran decepción del día 10 fue un punto cualitativo. Un sector importante de los manifestantes de la plaza Tahrir decidió desplazarse al Palacio Presidencial, a 17 kilómetros de distancia. El palacio —del que se hallaba ausente Mubarak, ya que se encontraba escondido en una base militar— estaba protegido por la odiada Guardia Presidencial, tanques, y el cuerpo de paracaidistas. La posibilidad de la toma del palacio, emblema del poder oficial, era muy real. Acrecentando ese riesgo, hubo innumerables y evidentes señales de complicidad de los paracaidistas con la población. ¡Las tropas, en vez de reprimir a los manifestantes, repartieron desayunos la mañana del 11! En un determinado momento, los tanquistas giraron sus cañones en sentido contrario, es decir, hacia el palacio, ante los vítores de los concentrados. El peor escenario para el imperialismo se abría camino. Mientras tanto, en el resto del país, las masas demostraban estar dispuestas al asalto del poder. En Port Said la población movilizada incendió cinco sedes gubernamentales. En Suez ocuparon todas. Cuatro mil manifestantes en Asiut cortaron la autovía de Asuán a El Cairo y las vías de tren que conecta el norte y el sur. En Damieta las comisarías y sedes del gobierno fueron cercadas por 150.000 personas. En la plaza Tahrir y el centro cairota, el viernes 11 trajo consigo una manifestación que no desmerecía en masividad las anteriores, y que coincidía con el momento de auge de la incorporación de la clase obrera organizada a la lucha.
La debilidad del régimen, expresada, entre otros aspectos, en la promesa de Mubarak de subir el sueldo a los funcionarios en un 15%, espoleó la rebelión obrera. Las huelgas se expandieron como aceite en llamas por todo el milenario país. Todos los sectores y localidades participaron. Entre las industrias básicas, destacan por un lado la empresa pública textil Hilaturas Misr (de 24.000 trabajadores), que encendió la mecha de la lucha el 6 de abril de 2008; y por otro los 6.000 empleados del Canal de Suez, empresa de interés estratégico para el imperialismo (el 8% del comercio mundial pasa por allí). La sola posibilidad de paralización del tránsito en el Canal es una pesadilla para los imperialistas. También todo el sector público (que todavía mantiene bastante peso en Egipto) fue a la huelga: transportes, educación, sanidad, limpieza...¡Hasta el sindicato de músicos convocó huelga! Había huelga general en la práctica, pero esto no era nuevo, lo nuevo era la movilización en la calle de los trabajadores como tales, empresa a empresa y sector a sector, con un abanico de reivindicaciones que aunaban aumentos salariales, incorporación de eventuales en las plantillas, cese de cargos comprometidos con la dictadura, etc. Otras manifestaciones, como la de Gisha, exigían la adjudicación de viviendas prometidas.
Esta situación llevó a un rápido desenlace. La determinación a luchar hasta el final de las masas, y la incorporación de la clase obrera (mayoritaria en el país), con sus métodos de organización colectiva, y su potencial para crear un poder alternativo al capitalismo, era más de lo que el imperialismo podía permitir. Los militares, con las vacilaciones y tensiones antes comentadas, tuvieron que apartar de un manotazo a ese personaje que se creía faraón y era más bien momia. El viernes 11, el golpe militar desplazó a Mubarak y con él a Omar Suleimán, su vicepresidente, hombre bien conectado con Estados Unidos y por el que apostaron éstos, pero desautorizado antes de tiempo ante el movimiento.

 

Una nueva fase de la revolución

 

Con la caída del dictador, la revolución en Egipto, como en Túnez, entra en una nueva etapa. El Ejército sólo pretende desactivar la lucha, ganar tiempo y contentar, al menos a un sector de las masas, con promesas “democráticas”. Al mismo tiempo que siguen manteniendo contactos y negociaciones, públicas y secretas, con de la oposición legal y con los Hermanos Musulmanes (con poco ascendiente entre las masas revolucionarias pero muy dispuestos a jugar el papel de apaciguadores de la revolución), están muy interesados en llegar a acuerdos, e indirectamente asimilar, a los colectivos juveniles que iniciaron la organización de la lucha convocando la primera manifestación, el martes 25 de enero. Los militares se han comprometido a consensuar un gobierno neutral, a presentar un proyecto de Constitución para su aprobación en dos meses, y a convocar elecciones en seis. El proyecto está siendo elaborado por una comisión de supuestas personalidades independientes.
Mientras promete reformas, el Ejército, y el imperialismo estadounidense detrás, pretende acabar con el movimiento. Para hacerlo, el recurso inmediato a la represión masiva está descartada, lo que no significa que no se centren en atacar a la vanguardia obrera y a los sectores más avanzados del movimiento; por eso, al menos en el próximo periodo, su estrategia central será continuar con las maniobras, la demagogia “democrática” y el objetivo de implicar, especialmente, a esos colectivos juveniles, en un llamamiento a la paz social.
A pesar de las intenciones de los militares, el ímpetu de las masas se está reorientando hacia la lucha huelguística. El domingo 13 (primer día laborable en la semana islámica) el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas llamaba a la población a volver a sus puestos de trabajo, a retornar a la “normalidad”. El lunes 14 repetía esta petición (trufada de advertencias sobre quien extienda el caos, y de la prohibición de huelgas y de asambleas de trabajadores). Sin resultado. Una vez ha caído la principal barrera, es ahora el momento de la reivindicación. Casi a la vez que la plaza Tahrir era vaciada de los manifestantes permanentes por las tropas (no sin resistencia), era a la vez ocupada por diferentes grupos de trabajadores. De igual forma, cada rincón de las calles egipcias se puebla de huelguistas. ¡Hasta la Bolsa no puede abrir por la huelga de sus trabajadores! Siguen en paro Hilaturas Misr, el Canal de Suez, el acero, los transportes... En un proceso parecido a lo ocurrido en Túnez, la policía está en huelga, exigiendo aumentos salariales. Es una ley en todo proceso revolucionario que no existe una barrera entre las reivindicaciones económicas y políticas, al contrario, unas y otras se retroalimentan elevando la tensión revolucionaria. El hecho de que los trabajadores de los bancos y ministerios exijan la depuración de los responsables por corrupción y por su vinculación a Mubarak, al mismo tiempo que luchan por sus reivindicaciones económicas y laborales, es una prueba evidente.
Los colectivos juveniles convocaron una nueva manifestación para el viernes 18 de febrero; esta vez no será un Día de la Ira, sino un Día de la Victoria. Estos colectivos, y particularmente los Jóvenes del Seis de Abril, eran pequeños grupos de gente joven, sobre todo de capas medias, con iniciativa, que utilizaron todos los medios a su alcance, incluido Internet, para dar un referente a la rabia acumulada entre las masas. No tienen organización, y su programa consiste en reivindicaciones democráticas: una nueva Constitución, elecciones libres, fin del estado de emergencia, amnistía, libertad de Prensa, juzgar a los responsables de la represión, acabar con la corrupción. Sally Moore, una de estos jóvenes, afirmaba: “hemos decidido irnos de Tahrir en un gesto de confianza hacia el Ejército, que debe devolver el poder a los ciudadanos. Si no lo hace volveremos a la calle, porque sabemos que ahora el pueblo egipcio no volverá a permitir que lo pisen”. Estos grupos, que fueron, al menos, un referente al inicio del movimiento, se van a encontrar con una enorme presión. Los militares pretenderán implicarles en el intento de parar a las masas. Ya en el pasado, como reveló Wikileaks, el imperialismo intentó abducir a algunos individuos del grupo Seis de Abril. Ahora son más necesarios que nunca. Aun así, si los militares tuvieran éxito en corresponsabilizarles del llamamiento a ‘la responsabilidad, la calma, la normalidad, la actividad económica, la consolidación de la transición’, no tienen ni mucho menos garantizado que las masas, y muy especialmente los trabajadores, les sigan. Uno de estos jóvenes, Wael Gonim, ejecutivo de Google víctima de la represión, fue contundente en su mensaje a los egipcios: “El domingo, a trabajar”. Evidentemente, no ha sido muy obedecido... Por otra parte, ¿qué proyecto de Constitución puede surgir de una comisión de gente ajena a la lucha, qué intereses puede defender? Evidentemente, no los de la mayoría de la población, trabajadores y jóvenes.

 

No se puede confiar en la cúpula del Ejército, pero sí ganar a la tropa al programa de la revolución

 

Confiar en la cúpula del Ejército para que garantice las libertades democráticas es un gravísimo error. El alto mando militar, de acuerdo con el imperialismo, no van a satisfacer ni siquiera las elementales reivindicaciones democráticas expresadas por los colectivos juveniles. ¡Incluso, en el tercer día de transición, prohibieron —sin ningún éxito— el derecho de huelga! La tarea de la vanguardia revolucionaria, de los trabajadores, de los sindicalistas, de los jóvenes, y de los sectores de capas medias que con sinceridad desean un cambio real, es levantar una alternativa revolucionaria consecuente y completamente independiente de los militares. Los imperialistas, la mayoría de los altos oficiales, jamás permitirán el ejercicio real de los derechos democráticos, ya que en la situación actual (con un movimiento consciente de su fuerza) pondrían en peligro la propia existencia del sistema capitalista, base de su poder. Las masas utilizarán esos derechos, como ya lo hacen, para exigir más, para exigir la resolución de sus graves problemas económicos y sociales: aumento salarial drástico, control de precios de productos básicos, renacionalización de empresas privatizadas y de concesiones imperialistas, plan de construcción masiva de viviendas baratas, acabar con el paro masivo. Medidas todas ellas que son imposibles de satisfacer en el marco del débil capitalismo egipcio y de la crisis económica mundial. Los defensores del sistema, los mismos que han apoyado o participado directamente en la dictadura de Mubarak, pueden permitir elecciones aparentemente libres, una nueva Constitución, y comisiones, negociaciones, o acuerdos aparentemente democráticos, mientras no se toque la gran propiedad privada.
Cualquier avance en las libertades democráticas y en la mejora de las condiciones de vida sólo será producto de la movilización de masas, como lo ha sido el derrocamiento de Mubarak. En estos momentos es vital que el movimiento revolucionario continúe unificando las huelgas y manifestaciones, organizando y extendiendo los comités de huelga, que deben convertirse en la estructura de un poder obrero alternativo, para conseguir la depuración profunda de instituciones del Estado y empresas de elementos corruptos y vinculados a la dictadura enjuiciándolos y expropiando sus bienes (empezando por Mubarak y su camarilla); la amnistía inmediata y, por supuesto, la revocación del estado de emergencia y de cualquier norma de limitación de derechos. Junto a estas reivindicaciones democráticas, cabe exigir las medidas económicas antes mencionadas. Es importante que, tal y como ha propuesto la Federación de Sindicatos Independientes, recientemente constituida, se creen comités obreros en cada huelga, elegidos en asamblea y revocables por ella. Estos comités deben organizar la lucha, extenderla a otras empresas, a la localidad donde esté, y coordinarse entre sí; en muchas empresas y localidades, esos comités podrán hacerse cargo del control de la producción, ante la huida, o bien la complicidad con la dictadura, de la dirección empresarial, y de la vida ciudadana. La reivindicación del control obrero en la economía es absolutamente actual. Hoy existe la fuerza para ir estableciendo sin tregua una alternativa obrera revolucionaria al poder de los de siempre, los burgueses que en consonancia con la camarilla de Mubarak y con los imperialistas han gobernado Egipto.
La función del Ejército en cualquier país capitalista, y como parte fundamental del Estado burgués que es, no consiste más que en defender, externa e internamente, los intereses de la burguesía. En situaciones revolucionarias suele ser su último recurso que tiene la clase dominante para aferrarse al poder. No obstante, las tropas no son un todo homogéneo e inamovible, en su interior existen las mismas contradicciones que en la sociedad. Por un lado, una cúpula corrupta, implicada en el Estado burgués hasta la médula; en este caso, bien representado por Mohamed Tantaui, jefe del Ejército egipcio, hacedor del golpe que ha desplazado a Mubarak y antiguo colaborador suyo (es conocido en los ambientes militares como su ‘perrito faldero’). Por otro lado, la gran masa de soldados, más vinculados objetivamente a la mayoría trabajadora, pero habitualmente sometidos a la disciplina ciega. Por último, diferentes capas de oficiales y suboficiales, procedentes en su mayoría de capas medias.
En las condiciones de una revolución, el orden interno entre la tropa se resquebraja, e incluso se rompe, como en la Revolución Rusa del 17 o en la Portuguesa del 74. Los soldados, e incluso muchos mandos intermedios, simpatizan con la revolución, mientras su cúspide sigue defendiendo férreamente el orden social capitalista. La clase dominante podrá utilizar su último recurso, siempre y cuando no se rompa la cadena de mando en el momento decisivo. Pero el espíritu de la revolución se cuela entre las filas castrenses, y hasta el último momento es imposible tener certeza absoluta de qué pasará. Es por esto que las tropas egipcias no han podido ser utilizadas para una represión masiva del movimiento. Los altos mandos corrían el riesgo de que se escindieran o incluso se rebelaran. El contacto diario con la población, la determinación de ésta, eran factores decisivos para que ese riesgo fuera alto. En estos momentos sería un suicidio que los militares reprimieran el movimiento, muy posiblemente la disciplina se rompería. Pero, ojo, esto no significa que en un determinado momento, en que la revolución entre en un impasse, un sector del Ejército no pueda asestarle un golpe. Para ello no es imprescindible la participación de todas las tropas, aunque sí que la mayoría de ellas, al menos, se mantenga al margen. Evitar esta posibilidad exige del movimiento insistir en la confraternización y la discusión política con los soldados para ganarles al programa de la revolución, y en la organización dentro del Ejército de comités revolucionarios que vigilen y promuevan la destitución de los mandos reaccionarios, remplazándoles por soldados de tropa, políticamente afines al movimiento y elegidos democráticamente por la base del ejército. Para ello será fundamental apoyarse en la fuerza y organización del conjunto del movimiento revolucionario.

 

El imperialismo europeo

 

Aunque en estos momentos hay evidentes maniobras de amnesia y manipulación en los medios de comunicación europeos, la implicación de los gobiernos y las instituciones centrales de la UE en el sostén de estos regímenes dictatoriales no se puede esconder. Los capitalistas europeos también han hecho grandes negocios aprovechando la mano de obra barata y la falta de derechos sindicales y políticos, de igual forma que lo hicieron en la España de Franco. En el caso de Francia, con grandes intereses en el Magreb, el gobierno ha sido un estrecho aliado, entre otros, de Ben Alí, depuesto dictador de Túnez. La ministra de Defensa, Michèle Alliot-Marie, visitó Túnez en diciembre, con la revuelta ya empezada, y aprovechó para gestionar negocios conjuntos con la camarilla de Ben Alí. El 11 de enero, mientras la policía no daba abasto reprimiendo a los manifestantes, exaltó “el buen conocimiento de nuestras fuerzas de seguridad para resolver situaciones de este tipo”, ofreciendo el envío de instructores policiales. Un envío de munición para armas policiales fue interceptado en el puerto de Marsella, y paralizado ante el escándalo público. La política oficial del gobierno de Nicolás Sarkozy, en la insurrección tunecina, fue ‘calma’ y ‘restablecer el orden’.
En la misma línea habló Catherine Ashton, representante de Política Exterior de la UE. El mismo día en que era derrocado Ben Alí, esta señora declaraba que “el diálogo es la clave”... Con respecto a la renuncia de Mubarak, afirmó que “ha escuchado las peticiones de los egipcios”. ¿Y qué decir del gobierno de Zapatero? Su ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez, niega que la ola revolucionaria pueda llegar a Marruecos, porque este país “es una democracia”. La socialdemocracia española, comprometida hasta la médula con los intereses de sus capitalistas, defiende a capa y espada el brutal régimen marroquí, que oprime a las masas de trabajadores y campesinos y al pueblo saharaui.

 

El camino de la victoria es el de la revolución socialista

 

La revolución en Egipto, y la continuidad de la revolución en Túnez, donde también se da una oleada huelguística que ni el gobierno provisional ni la cúpula del sindicato UGTT son capaces de contener, anima a las masas árabes y de otros países a la lucha. Las consecuencias son inconmensurables. En la noche del miércoles 16 los tanques desocuparon a sangre y fuego la plaza de la Perla, en Manara (Bahrein), asesinando a tres manifestantes; en el funeral han matado a uno más, pero las masas bahreiníes no se arredran. En Libia ese proimperialista amigo de Berlusconi, Muamar el Gadafi, es responsable del asesinato de unos 24 manifestantes el jueves 17. En Argelia, tras un primer intento ahogado por una brutal represión policial, hay una convocatoria para el sábado 19. El 20 será el turno de Marruecos. En Yemen (pese al goteo de muertos, sólo el 18 de febrero han sido cinco) las manifestaciones continúan. En Cisjordania, Gaza e Irán también ha habido movilizaciones reprimidas. En Suleimaniya (Kurdistán iraquí) la policía mató a un manifestante contra la corrupción. En Arabia Saudí, donde las manifestaciones están prohibidas, mil obreros de la construcción asiáticos, que trabajan en condiciones de semiesclavitud como millones de trabajadores en ese país, se manifestaron.
Es la hora de la revolución socialista en el mundo árabe, de la lucha por la nacionalización bajo control obrero de los grandes recursos de estos países que hoy están bajo el control de la burguesía, las camarillas gobernantes y las multinacionales imperialistas; de la conquista de la auténtica democracia, que sólo se puede basar en un régimen de igualdad y justicia social que derroque el capitalismo, la democracia obrera, y de la formación de una Federación Socialista Árabe.

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